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– Eso debe permanecer en secreto entre ella y yo, Harry.

Willy soltó el seguro. Harry tragó saliva.

– Dame la pistola, Willy. Se terminó. No tiene sentido.

– Por supuesto que tiene sentido.

– ¿Como cuál?

– El mismo de siempre, Harry. Que la obra tenga un final apropiado. No creerás que el público se contentará con que yo me deje detener tranquilamente, ¿verdad? Necesitamos un gran final, Harry. Happy ending. Si no existe un happy ending, me lo invento. Ése es mi…

– … lema en la vida -susurró Harry.

Willy sonrió y le puso a Harry la pistola en la frente.

– Iba a decir mi lema en la muerte.

Harry cerró los ojos. Sólo quería dormir. Y que lo llevasen por una laguna ondulante. Hasta la otra orilla.

Rakel se sobresaltó y abrió los ojos.

Había soñado con Harry. Iban en un barco.

El dormitorio estaba a oscuras. ¿Había oído algo? ¿Habría ocurrido algo?

Oyó el repiqueteo de la lluvia que caía reconfortante sobre el tejado. A fin de asegurarse, miró el móvil que tenía encendido sobre la mesilla. Por si él llamaba.

Volvió a cerrar los ojos. Y continuó flotando.

Harry había perdido la noción del tiempo. Cuando abrió los ojos de nuevo, tuvo la impresión de que la luz incidía de un modo distinto sobre la habitación vacía y no habría sabido decir si había transcurrido un segundo o un minuto.

La cama estaba vacía. Willy había desaparecido.

Volvió el sonido de agua. La lluvia. La ducha.

Harry se levantó tambaleándose y se fijó en el colchón azul. Se diría que hubiese algo moviéndose bajo la ropa. A la luz endeble de la lámpara de la mesilla, divisó en el interior el contorno de un cuerpo humano. La cara había flotado hacia la superficie y se perfilaba como un molde de yeso.

Salió del dormitorio. La puerta de la terraza estaba abierta del todo. Se acercó a la barandilla y miró al fondo del patio. Descendió hasta la planta baja y fue dejando un rastro de pisadas mojadas en los escalones blancos. Abrió la puerta del baño. La silueta de un cuerpo de mujer se distinguía tras la cortina de ducha gris. Harry la apartó. Toya Harang tenía el cuello torcido hacia el chorro de agua, el mentón casi rozándole el pecho. La media negra atada alrededor del cuello se lo sujetaba al extremo de la ducha. Tenía los ojos cerrados y el agua se rezagaba en grandes gotas prendidas de sus largas pestañas negras. La boca medio abierta y llena de una masa amarilla que parecía espuma solidificada. La misma masa que le obstruía las fosas nasales, los oídos y el pequeño agujero de la sien.

Cerró la ducha antes de salir.

No había nadie en la entrada.

Harry iba dando un paso tras otro con cuidado. Se sentía entumecido, como si su cuerpo estuviese a punto de petrificarse.

Bjarne Møller.

Tenía que llamar a Bjarne Møller.

Harry se encaminó al patio interior. La lluvia aterrizaba suavemente en su cabeza, pero él no lo notaba. No tardaría en verse paralizado por completo. El tendedero había dejado de chirriar. Evitó mirarlo. Vio el paquete amarillo sobre el asfalto y fue a cogerlo. Lo abrió, sacó un cigarrillo y se lo puso entre los labios. Intentó encenderlo con el mechero, pero descubrió que el cigarrillo tenía el extremo mojado. Seguramente, había entrado agua en el paquete.

Llamar a Bjarne Møller. Conseguir que vinieran. Ir con Møller al edificio de apartamentos de alquiler. Tomar declaración a Sven Sivertsen allí mismo. Grabar el testimonio contra Tom Waaler enseguida. Oír cómo Møller daba la orden de que detuvieran al comisario Waaler. Y luego, irse a casa. Con Rakel.

Atisbaba el tendedero en el límite de su campo de visión.

Lanzó una maldición, partió el cigarrillo en dos, metió el filtro entre los labios y logró encenderlo al segundo intento. ¿Por qué se preocupaba tanto? Ya no había nada por lo que apresurarse. Todo había terminado, era el fin.

Se giró hacia el tendedero.

Estaba un poco ladeado, pero lo peor del impacto se lo había llevado, al parecer, el poste central, que estaba clavado en el asfalto. De los hilos de los que colgaba Willy Barli, tan sólo uno se había roto. Los brazos colgaban inertes a ambos lados, el cabello mojado se le había adherido a la cara y tenía la mirada vuelta hacia el cielo, como si estuviera rezando. Harry se dijo que era una escena de una extraña belleza. Con el cuerpo desnudo envuelto a medias en la sábana mojada, parecía el mascarón de proa de una embarcación. Willy había conseguido lo que quería. Un gran final.

Harry sacó el móvil del bolsillo e introdujo el código PIN. Los dedos apenas le obedecían. Pronto sería piedra. Marcó el número de Bjarne Møller. Estaba a punto de pulsar el botón de llamada cuando el teléfono le avisó, chillón, de que tenía un mensaje. Harry se llevó tal sobresalto que estuvo a punto de soltar el aparato. Según la leyenda de la pantalla, había un mensaje en el contestador. ¿Y qué? Aquel teléfono no era suyo. Vaciló. Una voz interior le decía que debía llamar primero a Møller. Cerró los ojos. Y pulsó.

La consabida voz femenina le anunció que tenía un mensaje. Oyó un pitido seguido de unos segundos de silencio. Y luego, alguien que le susurraba:

– Hola, Harry. Soy yo.

Era Tom Waaler.

– Has apagado el móvil, Harry. Eso no es buena idea. Porque tengo que hablar contigo, ¿sabes?

Tom hablaba tan cerca del auricular que Harry pensó que era como tenerlo a su lado.

– Siento tener que susurrar, pero no queremos despertarlo, ¿verdad? ¿Eres capaz de adivinar dónde estoy? Creo que sí. Creo incluso que deberías haberlo previsto.

Harry seguía dando caladas al cigarrillo sin percatarse de que se había apagado.

– Está un poco oscuro, pero, colgada encima de la cama, tiene la foto de un equipo de fútbol. Veamos. ¿El Tottenham? En la mesilla de noche hay una de esas máquinas. Una Gameboy. Y ahora escucha, voy a mantener el teléfono a pocos centímetros de la cama.

Harry se apretaba el auricular contra la oreja con tal fuerza que le dolía la cabeza.

Oyó la respiración regular de un niño pequeño que dormía en la calle Holmenkollveien, en un chalé de oscuros maderos.

– Tenemos ojos y oídos en todas partes, Harry, así que no intentes llamar a otro sitio, ni hablar con otra persona. Tú haz exactamente lo que yo te diga. Llama a este número y habla conmigo. Si haces alguna otra cosa, el pequeño morirá. ¿Comprendes?

El corazón empezó a bombear sangre dentro del cuerpo petrificado de Harry y, poco a poco, el entumecimiento fue dando paso a un dolor casi imposible de soportar.

42

Lunes. La estrella del diablo

Los limpiaparabrisas susurraban y los neumáticos los mandaban callar.

El Escort patinó al pasar el cruce. Harry conducía tan deprisa como podía, pero la lluvia daba en el asfalto como una línea pintada a lápiz y él sabía que el dibujo de sus neumáticos era ya pura cosmética.

Aceleró y pasó el siguiente cruce en ámbar. Menos mal que las calles estaban vacías de coches. Logró echar un vistazo al reloj.

Quedaban doce minutos. Habían pasado ocho minutos desde que, aún en el patio interior de la calle Sannergata, con el teléfono en la mano, marcó el número que tenía que marcar. Ocho minutos desde que la voz le susurró al oído:

– Por fin.

Y Harry dijo aquello que no quería decir, pero no pudo contenerse:

– Si lo tocas, te mato.

– Bueno, bueno. ¿Dónde estáis tú y Sivertsen?

– No tengo ni idea -respondió Harry mirando al tendedero-. ¿Qué quieres?

– Sólo quiero verte. Que me digas por qué quieres romper el acuerdo al que llegamos. Si hay algo que te disguste y que podamos arreglar. Todavía no es demasiado tarde, Harry. Estoy dispuesto a acogerte en el equipo.

– De acuerdo -accedió Harry-. Vamos a vernos. Salgo hacia allí ahora mismo.