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– ¿Comprendes lo que tienes que hacer, Sven? -le gritó a la cara pálida y sonámbula mientras metía la mano en el bolsillo trasero y sacaba una llave-. Tienes que procurar que la cancela no se abra de nuevo. ¿Me oyes? Tienes que sujetarla cuando esto se ponga en marcha.

Harry señaló uno de los botones negros, redondos y desgastados del panel del ascensor.

Sven miró largo rato a Harry, que introdujo la llave en la cerradura de las esposas y la giró. Luego asintió con la cabeza.

– Vale -gritó Harry-. Estamos listos. Ponemos la cancela en su sitio.

Sven se colocó de espaldas a la cancela. La agarró y tiró hacia la derecha. Los puntos de contacto del suelo y de la cancela se encontraron con un clic.

– ¡Ya! -gritó Harry.

Esperaron. Harry dio un paso hacia el exterior y miró arriba. Un par de ojos lo observaba desde una pequeña rendija entre el ojo de buey y el hombro de Waaler. Uno atento y enfurecido, el de Waaler; y otro negro y ciego, el de la pistola.

– Subid -dijo Waaler.

– Si dejas en paz al niño -propuso Harry.

– De acuerdo.

Harry asintió lentamente con la cabeza. Luego pulsó el botón del ascensor.

– Sabía que al final harías lo correcto, Harry.

– Es lo que se suele hacer -respondió Harry.

Entonces vio que una de las cejas de Waaler descendía de repente. Quizá porque acababa de darse cuenta de que las esposas colgaban sólo de la muñeca de Harry. Quizá porque había notado algo en su tono de voz. O quizá porque también él se había dado cuenta. Había llegado la hora.

El ascensor dio un tirón y el cable de acero avisó con un chirrido. Al mismo tiempo, Harry dio un paso rápido hacia delante y se puso de puntillas. Las esposas se cerraron con un chasquido alrededor de la muñeca de Waaler.

– Jod… -empezó Waaler.

Harry levantó los pies. Las esposas se les clavaban a ambos en las muñecas con los noventa y cinco kilos de Hole tirando de Waaler hacia abajo. Waaler intentó resistir, pero su brazo entró por el ojo de buey hasta que lo detuvo el hombro.

Un día horrendo.

– ¡Joder, sácame de aquí!

Tom vociferó aquellas palabras con la mejilla pegada a la fría puerta de hierro. Intentaba sacar el brazo, pero el peso era demasiado. Gritó de rabia y aporreó la puerta con el arma tan fuerte como pudo. Las cosas no tenían que ser así. Destrozaban sus planes. Destrozaban a puntapiés el castillo de arena y luego se reían. Pero se iban a enterar, un día se iban a enterar todos. Entonces se dio cuenta. Los barrotes de la cancela se le clavaban en el antebrazo, el ascensor se había puesto en marcha. Pero en la dirección equivocada. Hacia abajo. En cuanto se percató de ello, la angustia le bloqueó la garganta. Comprendió que quedaría aplastado. Que el ascensor se había convertido en una guillotina en movimiento a cámara lenta. Que la maldición estaba a punto de alcanzarlo a él también.

– ¡Sujeta la cancela, Sven! -Era Harry quien gritaba.

Tom soltó a Oleg e intentó sacar el brazo de entre los barrotes. Pero Harry pesaba demasiado. Le entró el pánico. Dio otro tirón desesperado. Y otro. Ya se le resbalaban los pies en el suelo. Y empezaba a notar el interior del techo del ascensor tocándole el hombro. Perdió la razón.

– No, Harry. Para.

Quería gritar aquellas palabras, pero las ahogó el llanto.

– Te lo suplico… Clemencia…

43

La noche del lunes. Rolex

Tictac.

Sentado, con los ojos cerrados, Harry escuchaba el segundero y contaba. Pensó que, ya que el sonido procedía de un Rolex de oro, indicaría la hora con bastante exactitud.

Tictac.

Si había calculado correctamente, llevaban un cuarto de hora sentados en el ascensor. Quince minutos. Novecientos segundos desde que Harry pulsó el botón de parada entre el bajo y el sótano y anunció que estaban fuera de peligro y que tenían que esperar. Durante aquellos novecientos segundos, guardaron silencio y aguzaron el oído. Un paso. Voces. Puertas que se abrían o cerraban. Mientras Harry, con los ojos cerrados, contaba los novecientos tictac del Rolex que llevaba la muñeca del brazo ensangrentado que había en el suelo del ascensor, y al que seguía esposado.

Tictac.

Harry abrió los ojos. Abrió las esposas con la llave mientras se preguntaba cómo accedería al maletero del coche, cuya llave se había tragado.

– Oleg -susurró sacudiendo despacio el hombro del niño dormido-. Necesito tu ayuda.

Oleg se levantó.

– ¿Para qué haces eso? -preguntó Sven mirando a Oleg, que, encaramado a los hombros de Harry, desenroscaba los tubos fluorescentes del techo.

– Cógelo -dijo Harry.

Sven alargó el brazo hacia Oleg, que le dio uno de los tubos.

– En primer lugar, para que los ojos se habitúen a la oscuridad del sótano antes de que salgamos -dijo Harry-. Y segundo, para que no seamos un blanco iluminado cuando se abra la puerta del ascensor.

– ¿Waaler? ¿En el sótano? -la voz de Sven destilaba incredulidad-. Venga, nadie puede sobrevivir a eso.

Señaló con el tubo el brazo, ya pálido como la cera.

– Imagínate la pérdida de sangre. Y el choque.

– Descuida, intento imaginarme cualquier cosa -dijo Harry.

Tictac.

Harry salió del ascensor, dio un paso lateral y se agachó. Oyó la puerta cerrarse a su espalda. Esperó hasta oír que el ascensor se ponía en marcha. Habían acordado que detendrían el ascensor entre el sótano y el bajo, donde estarían a salvo.

Harry contuvo la respiración y aguzó el oído. Ninguna señal espectral, de momento. Se levantó. Una luz endeble entraba por el ventanuco de una puerta en el otro extremo del sótano. Vislumbró unos muebles de jardín, cómodas viejas y extremos de esquís detrás de la malla. Harry anduvo a tientas a lo largo de la pared. Encontró una puerta y la abrió. Se notaba un olor dulzón a basura. Justo el lugar que buscaba. Fue pisando bolsas de basura rasgadas, cáscaras de huevo y cartones de leche vacíos mientras se movía a tientas por la pegajosa humedad de la putrefacción. La pistola había caído cerca de la pared. Aún llevaba uno de los trozos de cinta adhesiva. Se aseguró de que seguía cargada antes de salir de nuevo.

Se agachó y se acercó agazapado a la puerta por donde entraba la luz. Debía de tratarse de la puerta que daba a la entrada.

Hasta que no se acercó, no logró ver la oscura silueta pegada al cristal. Era una cara. Harry se acuclilló instintivamente antes de comprender que, quienquiera que fuese, no lo vería en la oscuridad. Sostuvo ante sí la pistola con ambas manos al tiempo que se acercaba un par de pasos, muy despacio. La cara parecía aplastada contra el cristal de forma que las facciones se veían desdibujadas. Harry tenía la cara pegada a la mira. Era Tom. Con los ojos desorbitados, miraba fijamente a lontananza, la oscuridad.

Era tal la violencia con que le latía el corazón que no conseguía mantener la cara firme en la mira de la pistola.

Esperó. Pasaban los segundos. No sucedía nada.

Bajó el arma y se irguió.

Se acercó al cristal y observó con detenimiento la mirada quebrada de Tom Waaler. Una película blancuzca le empañaba los ojos. Harry se giró y contempló el espacio tenebroso. Fuese lo que fuese lo que Tom había visto allí ya no estaba.

Harry se quedó inmóvil sintiendo el latir terco y persistente de su propio pulso. Tictac, decía. No sabía exactamente lo que significaba. Salvo que estaba vivo. Porque el hombre que había al otro lado de la puerta estaba muerto. Y significaba que podía abrir la puerta, colocar su mano sobre él y sentir cómo le abandonaba el calor, notar cómo su piel cambiaba de carácter, perdía la materia vital y se convertía en embalaje.

Harry puso la frente contra la de Tom Waaler. El frío cristal quemaba la piel como el hielo.