El inmenso corredor vivamente iluminado con lámparas eléctricas, se perdía a lo lejos como un túnel subterráneo. Las voces sonaban más bajo de lo habitual, debido a que el aire estaba enrarecido, y no oí en seguida que me llamaban.
Era Kramer. Volaba hacia nosotros agitando unas pequeñas alas. Colgaban de su espalda unos objetos parecidos a abanicos plegados.
— Ahí van las alas — dijo—, para que sean completamente parecidos a los habitantes del cielo. Abiertas, recordaban un poco las alas del murciélago. Se sujetan a las manos, pueden plegarse, y echándolas hacia atrás dan posibilidad a las manos para actuar libremente.
Kramer nos puso las alas con rapidez y habilidad, nos enseñó cómo utilizarlas y se fue volando. Tonia y yo empezamos los vuelos. Más de una vez chocaron nuestras cabezas, nos dábamos golpes en las paredes dando vueltas inesperadas. Pero estos golpes no dolían.
— En verdad, parecemos murciélagos — dijo Tonia riéndose—. Vamos a ver. ¿Quién llega primero a la estación de radio?
Salimos volando.
— ¿Y por qué está tan desierto el corredor? — pregunté.
— Están todos en el trabajo — dijo Tonia—. Dicen que aquí por las tardes está lleno de público. Vuelan como un enjambre. ¡Como escarabajos de Mayo en buen tiempo!
Llegamos a la habitación número nueve. Tonia pulsó un botón y la puerta se abrió silenciosamente. Lo primero que me sorprendió fue el operador de radio. Con los auriculares en las orejas, estaba en el techo anotando un radiotelefonograma.
— Ya está — dijo él, guardando en una bolsa atada a su cinturón la libreta de apuntes: esta bolsa, por lo visto, reemplazaba el cajón de la mesa escritorio—. ¿Quiere hablar con Evgenev? Vamos a intentarlo.
— ¿Es difícil? — preguntó Tonia.
— No, no es difícil, pero hoy no trabaja el transmisor de onda larga y con la corta es un poco complicado hallar un cohete que se eleva en espiral sobre la Tierra. Voy a calcular la situación del cohete y probaré…
Pero en este momento tropezó inesperadamente con el pie en la pared y voló hacia un lado. Los cables de los auriculares le detuvieron y en seguida el operador de radio volvió a tomar la misma postura. Sacando la libreta de notas, miró el cronómetro y se enfrascó en sus cálculos. Luego comenzó a sintonizar.
— ¡Aló…! ¡Aló! ¡Habla la Estrella Ketz! Sí, sí. Llamen al aparato a Evgenev. ¿No? Díganle que llame a la Estrella Ketz cuando vuelva. Desea hablarle una nueva empleada de la Estrella. Su nombre…
— Antonina Gerasimova — se apresuró a decir Tonia.
— Camarada Gerasimova. ¿Oyes? Así. ¿Mucho? ¿Buena pesca? Les felicito.
Desconectó el aparato y dijo:
— Evgenev no está en el cohete. Voló al espacio interplanetario a pescar y volverá dentro de unas tres horas. Está ocupado en la pesca de pequeños asteroides. Es un excelente material para la construcción. Hierro, aluminio, granito. La llamaré cuando Evgenev esté en el radioteléfono.
IX — En la biblioteca
Estaba tomando el té cuando llegó Kramer.
— ¿Está libre esta tarde? — me preguntó, y aclaró—: No se extrañe, por favor. En la estrella la jornada es de cien minutos pero por costumbre el día de trabajo continuamos calculándolo por el tiempo terrestre. Cerrando las ventanas, hacemos «la noche» y dormimos de seis a siete jornadas «estelares». Ahora, según la hora de Moscú, son las ocho de la tarde. ¿Quiere conocer nuestra biblioteca?
— Gustoso — respondí.
Como todos los locales en la Estrella Ketz, la biblioteca tenía también forma cilíndrica. No había en ella ventanas. Todas las paredes estaban totalmente ocupadas por cajones. Por el eje longitudinal del cilindro, desde la puerta hasta la pared opuesta, había cuatro delgados cables. Sujetándose en ellos, los visitantes se desplazaban por esta especie de corredor. El espacio entre los «corredores» y las paredes laterales estaba ocupado por una fila de camas. En la estancia se disfrutaba de un aire nítido, ozonizado y con un olor a pino. Unos tubos fluorescentes situados entre los cajones iluminaban la estancia con luz suave y agradable. Silencio. En algunas camas había personas tumbadas con negras cajas puestas en la cabeza. De vez en cuando giraban unas manecillas que salían de las cajas.
¡Extraña biblioteca! Se podría pensar que aquí no leen sino que están efectuando alguna cura.
Sujetando el cable con la mano, voy detrás de Kramer hacia el final de la biblioteca. Allí, sobre el fondo oscuro de los cajones que cubren las paredes, destaca una joven con un vestido de seda rojo vivo.
— Nuestra bibliotecaria Elsa Nilson — dice Kramer, y bromeando me lanza hacia la chica. Ella, riéndose, me toma al vuelo y así trabamos conocimiento.
— ¿Qué va usted a leer? — pregunta ella—. Tenemos un millón de libros en casi todos los idiomas.
¡Un millón de ejemplares! ¿Dónde pueden alojarse? Pero después adivino:
— ¿Filmoteca?
— Sí, libros en cinta — contesta Nilson—. Se leen con ayuda de un proyector.
— Fácil y compacto — añade Kramer—. Un tomo entero, página tras página grabado en la cinta, ocupa el mismo espacio que un carrete de hilo.
— ¿Y los periódicos? — pregunto yo.
— Son reemplazados por la radio y televisión — contesta Nilson.
— Los libros en cinta ya no constituyen una novedad — dice Kramer—. Tenemos cosas más interesantes. ¿Qué programa vamos a organizar para esta tarde al camarada Artiomov? Vamos a ver: primero una crónica mundial. Le demostraremos que en la Estrella Ketz no estamos atrasados en cuanto a noticias frescas de todo el mundo. Luego dele «La Columna Solar»…
— ¿Es una nueva novela? — pregunté.
— Sí, algo por el estilo — respondió Kramer—. Bueno, o «La Central Eléctrica Atmosférica».
Asintiendo con la cabeza, Nilson sacó de un cajón unos estuches metálicos redondos.
Kramer me hizo tumbar en una de las camas. Luego, poniendo estos estuches en el aparato con manivela, me lo puso en la cabeza.
— Bien, ahora escuche y mire — dijo él.
— No veo ni oigo nada — exclamo.
— Dele a la manivela de la derecha — dijo Kramer.
Giré la manivela. Algo chasqueó, se oyó un zumbido. Una fuerte luz me deslumbró. Instantáneamente cerré los ojos al mismo tiempo que oía una voz que decía:
«La jungla tropical africana es desbrozada para terrenos de cultivos».
Abrí los ojos y vi brillante, bajo los cegadores rayos del sol africano, la superficie azul verdosa del océano, y en él, extendida, una enorme flota: acorazados, navíos, cruceros y destructores de todos los tipos y sistemas. Habían allí viejos buques de guerra echando nubes de humo negro por sus anchas chimeneas, otros más nuevos con motores de combustión interior, y algunos modernos, con motores movidos por la electricidad.
Este espectáculo fue tan inesperado que sin querer me estremecí. ¿Será de nuevo la guerra? Pero, ¿cómo puede ser la guerra? ¿No estaré viendo un viejo film de los últimos tiempos?