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«La flota de guerra, arma de destrucción, la hemos convertido en transportes», continuaba la voz.

¡Ah, he aquí de qué se trata! Cegado por la viva luz, no me di cuenta que las torres con los cañones han sido eliminadas. En su lugar se han colocado grúas. Centenares de lanchas motoras, remolcadores y gabarras van y vienen entre los barcos y el nuevo puerto. En él hierve el trabajo de descarga.

De nuevo giré la manecilla. Y…, esto también parece la guerra.

Un inmenso campamento, blancas tiendas de campaña y casas de madera pintadas asimismo de blanco. En las casas y tiendas de campaña se ven gentes vestidas con ropas ligeras de colores claros. Hay una mezcla de negros y europeos. Tras el campamento una cortina de humo llega casi hasta el cenit. El humo se eleva en remolinos, como si hubiera un enorme incendio…

Un nuevo «cuadro»; un compacto e infranqueable bosque tropical arde en llamas. Entre las cenizas hay enormes furgones, cajas formadas por carcazas de acero cubiertas de redes de alambre. Cerca de ellas hay gente que arranca los troncos con pequeñas máquinas.

«Los trópicos son los lugares más ricos en sol de la Tierra. Pero eran inaccesibles para el cultivo agrícola. Los intrincados bosques y pantanos, los animales salvajes, reptiles venenosos, insectos y fiebres mortales invadían estos lugares. Vean el cambio que sufren ahora…»

Una pradera. Los tractores trabajan la tierra. Alegres tractoristas negros montados en sus máquinas sonríen mostrando sus resplandecientes dientes blancos. En el horizonte se divisan edificios de varios pisos y el espeso verdor de sus jardines. «Los trópicos alimentarán a millones de personas… La idea de Tziolkovsky es llevada a la práctica…»

«¿Cómo, también Tziolkovsky? — me asombro—. ¡Cuántas ideas útiles a la Humanidad futura tuvo tiempo de preparar!»

Y como contestación a este pensamiento, vi otros cuadros de la gran transformación de la Tierra según ideas de Tziolkovsky.

La transformación de los desiertos en oasis utilizando la energía del sol; la adaptación de viviendas e invernaderos en las hasta hoy inaccesibles montañas; los motores solares que trabajan con la fuerza de las mareas; nuevas especies de plantas que utilizan un alto porcentaje de energía solar…

Pero esto entra ya dentro de mi especialidad. De estos progresos tengo ya conocimiento.

La cinecrónica mundial terminó. Después de un minuto de descanso volví a oír la misma voz. Y todo lo que relataba, pasaba ante mis ojos atónitos, como si fuera realidad.

«Yo tomé parte en las pruebas de un aerotrineo de nuevo tipo — decía la voz—. Las condiciones en que se efectuaron eran bastante difíciles: había que recorrer centenares de kilómetros de tundra más allá del círculo Polar.

Yo era el jefe de la expedición y dirigía la columna, íbamos directamente hacia el norte.

Era de noche. La aurora boreal no brillaba en el cielo. Tan sólo los faros iluminaban el camino. La temperatura alcanzaba los cincuenta grados bajo cero. A nuestro alrededor se veía sólo la nevada llanura.

Viajamos dos días guiándonos por la brújula.

De pronto me pareció que el cielo en el horizonte se había iluminado.

— Empieza la aurora boreal. Será más alegre el viaje — dijo el que llevaba nuestro trineo.

A la media hora el horizonte se iluminó más vivamente.

— Extraña aurora boreal — comenté dirigiéndome a mi compañero—. Noto la ausencia absoluta de difuminación de la luz. Y de los colores. Generalmente las auroras boreales empiezan con un color verdoso, después pasa al rosa de diversos matices. Y esta luz parece la del alba, y además completamente inmóvil. Esta sólo va en aumento gradualmente y pasa del rosado al blanco a medida que vamos avanzando.

— ¿Puede ser que sea luz zodiacal? — dijo mi acompañante.

— No es posible ni por el lugar, ni por el tiempo. Y no es parecida; mire la estela de luz va casi desde el cenit hasta el horizonte, ensanchándose gradualmente como un cono.

Nos apasionamos tanto en observar el maravilloso fenómeno celeste que no vimos cómo avanzábamos hacia un profundo valle de abrupta pendiente y por poco no rompimos los patines del trineo.

Después de algunos minutos, a la salida del valle, notamos un aumento de la temperatura. El termómetro marcaba treinta y ocho grados bajo cero, cuando tan sólo una hora antes marcaba cincuenta.

— ¿Puede ser que esta luz irradie calor? — dije yo.

— Si es así, es completamente inexplicable — replicó mi compañero—. ¡Una columna de luz calentando la tundra!

La columna estaba en el camino de nuestra ruta y no había otro remedio que marchar hacia aquel cono luminoso y averiguar, si fuere posible, lo que pasaba.

Nos pusimos en marcha y, de pronto, subió aún más la temperatura y el tono de la luz se hizo más vivo. Pronto apagamos los faros; no había necesidad de ellos. Luego observamos que aumentaba la corriente de aire hacia el cono de luz y que en la parte superior de éste se distinguía un brillante foco luminoso en forma de hoz, como el creciente de Venus observado a través de unos prismáticos.

¡Vaya! A medida que nos íbamos acercando el enigma no se aclaraba, sino que se hacía cada vez más embrollado.

— Esta luz… Es sorprendente, pero me recuerda la luz del sol — dijo mi camarada con perplejidad.

Muy pronto se hizo tan claro como en pleno día. Pero a la derecha, a la izquierda y detrás estaba oscuro, y más lejos era noche cerrada. El viento, arrastrándose a ras del suelo, aumentaba levantando polvo de nieve. Continuamos el camino en medio de un simún de nieve.

Sin embargo, la temperatura aumentaba precipitadamente.

— Menos treinta… Veinticinco… Diecisiete… Nueve… — comunicaba mi acompañante—. Cero… Dos grados sobre cero… ¡Y esto después de cincuenta bajo cero! Ahora comprendo el porqué del viento. Por lo visto esta «columna solar» calienta el suelo y de ello resulta un gran cambio de temperaturas. El aire frío afluye por debajo hacia la zona templada y encima, seguramente, hay una corriente inversa de aire caliente.

Nos acercábamos al límite en el cual caían directamente los rayos luminosos. El polvo de nieve atraído por el viento se derretía; la ventisca se convirtió en lluvia que caía no del cielo, sino que nos venía de atrás. La nieve se derretía en el suelo, se hacía acuosa. En los declives de los montículos y vallecillos ya corría el agua. No había camino para el trineo. El oscuro y helado invierno polar, se convertía, como por encanto, en una primavera.

Era peligroso continuar nuestro camino: el trineo podía romperse. Nos paramos. Se paró también toda la columna. De los aerotrineos empezaron a salir los conductores, ingenieros, corresponsales, los operadores de cine, y todos los componentes de la prueba. Todos ellos estaban tan interesados como yo por el extraordinario fenómeno.

Mandé poner algunos trineos de lado para resguardarnos del viento, y empecé la deliberación. No tardamos mucho en ponernos de acuerdo. Todos pensábamos que ir más lejos era arriesgado y se decidió que alguien me acompañara en la expedición a pie, mientras los otros se quedaban con los trineos. Nosotros exploraríamos hasta donde fuera necesario, y veríamos si sería posible averiguar la causa de aquello; luego volveríamos para continuar nuestro viaje juntos, dando una vuelta a la «columna solar».

En el lugar de nuestra parada el termómetro marcaba ocho grados sobre cero. Por eso, quitándonos nuestros abrigos de pieles, nos calzamos botas de cuero, recogimos unas pocas provisiones, instrumentos, y partimos.

El camino no era fácil. Al comienzo, nuestros pies se hundían en la blanda nieve, luego nos atascábamos en el barro. Fue preciso dar rodeos entre riachuelos, pantanos y pequeños lagos. Por suerte, la franja de barro no era demasiado ancha. A lo lejos podíamos ver la «orilla» seca, cubierta de verde hierba y flores.