Выбрать главу

— ¡A finales de diciembre y tras el círculo polar hay luz, calor y hierba verde! ¡Pellízcame para que despierte! — exclamó mi amigo.

— Pero esto no es la primavera, sino un encantador oasis primaveral entre el océano del invierno polar — comentó otro acompañante—. Si esto fuera la verdadera primavera, en todos los pantanos y lagos encontraríamos infinidad de aves.

Nuestro operador de cine dispuso su aparato, enfocó y empezó a rodar. Pero en este preciso momento una ráfaga de aire lo tiró al barro junto con su máquina.

El huracán no cesaba y el viento impedía nuestra marcha. Allí ya no había una dirección constante del viento, soplaba a ráfagas ahora por la espalda, luego de cara, o giraba en torbellino casi elevándonos en el aire. Por lo visto, habíamos llegado al límite en donde la afluencia del aire frío se encontraba con el caliente, y al chocar formaba torbellinos de corrientes ascendentes. Eran los límites del ciclón causado por la desconocida «columna de sol».

Ya no podíamos ir de pie; trepábamos, nos arrastrábamos por el barro, sujetándonos unos a otros.

Completamente agotados llegamos a la zona de suelo seco donde reinaba una completa calma. Allí sólo notábamos las suaves corrientes ascendentes de la tierra calentada, como en el campo los días calurosos de verano al mediodía. La temperatura se elevó hasta los veinte grados de calor.

En algunos minutos nos secamos por completo y empezamos a sacarnos ropa. La primavera se convertía en verano.

No muy lejos se elevaba un pequeño montículo cubierto de hierba fresca, flores y abedules polares. Volaban mosquitos, moscas y mariposas resucitadas por los rayos vivificantes.

Subimos al montículo y nos quedamos petrificados. Lo que vimos era parecido a un espejismo.

Ante nuestros ojos admirados espigaba el trigo. En campos aparte crecían girasoles, maduraba el maíz. Tras los campos habían huertos con coles, pepinos, tomates, bancales de fresas y fresones. Más allá, una zona de arbustos: grosellas y cepas con grandes racimos de uva ya madura. Tras los arbustos, árboles frutales: perales, manzanos, cerezos, ciruelos; luego mandarinas, albaricoques y melocotones y finalmente, en la parte central del oasis donde la temperatura sería muy alta, crecían naranjos, limoneros y cacao entremezclados con arbustos de té y café.

En una palabra, habían reunidos los principales cultivos de la zona media, la subtropical e incluso la tropical.

Entre los campos, huertos y frutales, había caminos que, en círculos concéntricos, iban hasta el centro. Allí se elevaba un edificio de cinco pisos con balcones y una antena de radio en su tejado, todo ello vivamente iluminado por los rayos verticales del «sol». En los balcones y en los antepechos de las ventanas abiertas de la casa se veían flores y plantas verdes. Por las paredes trepaban enredaderas.

En los campos, huertos y frutales trabajaban hombres con vestidos de verano y sombreros de anchas alas…

Unos minutos estuvimos parados llenos de admiración. Finalmente mi camarada exclamó:

— ¡Vaya! ¡Esto sobrepasa los límites de lo asombroso! ¡Es un cuento de «Las Mil y Una Noches»!

Por un camino radial nos dirigimos hacia el centro del oasis. De vez en cuando miraba hacia el cielo, de donde salían los misteriosos rayos. El deslumbrante cuarto creciente iba transformándose en un disco como un sol.

A nuestro encuentro, por el camino cubierto de arena entre los naranjos cargados de fruta, iba un hombre de bronceada tez con camisa blanca, pantalones también blancos hasta la rodilla y sandalias. Su sombrero de anchas alas dejaba su cara en la sombra. Desde lejos nos saludó levantando el brazo. Al llegar hasta nosotros dijo:

— Buenos días, camaradas. Ya me habían comunicado vuestra llegada. De todos modos, son ustedes audaces, ya que se las han arreglado para pasar por nuestra zona de ciclones.

— Sí, tienen buenos guardianes — exclamó unos de mis acompañantes, riendo.

— No tenemos por qué protegernos — replicó el hombre del vestido blanco—. Los torbellinos en los límites son, por decirlo así, un fenómeno suplementario. Pero, si quisiéramos, podríamos crear una barrera de remolinos a través de la cual no se atrevería a pasar ningún ser vivo. Y una rata y un elefante, con igual facilidad serían elevados a decenas de kilómetros y lanzados hacia atrás, en el muerto desierto de nieve. Ustedes, sin embargo, se han expuesto a un gran peligro. En la parte oriental existe un paso cubierto, por el cual se puede penetrar sin ningún peligro hasta aquí, a través de la «zona borrascosa»… Bien, vamos a presentarnos: Kruks, Villiam Kruks, director del oasis experimental. ¿Ustedes por lo visto no sabían que aquí existía este oasis? Por lo demás, se puede adivinar por sus asombrados semblantes. El oasis no es un secreto. Se habló de él en los periódicos y por la radio. Pero no me sorprende vuestra falta de información. Desde que la Humanidad se ha tomado en serio la tarea de transformación del mundo, en todas las partes del Universo se llevan a cabo tantos trabajos que es difícil estar al corriente de todo. ¿Han oído hablar de la Estrella Ketz?

— Sí — contesté yo.

— Pues bien, nuestro «sol artificial» — Kruks señaló al cielo—, debe su origen a la Estrella Ketz. La Estrella Ketz es la primera base celeste. Teniendo esta base, no nos fue difícil crear nuestro «sol». ¿Seguramente adivinan ya de qué se trata? Es un espejo cóncavo compuesto de planchas metálicas pulidas. Está situado a una altura tal, que los rayos del Sol verdadero, encontrándose más allá del horizonte terrestre, caen en el espejo y se reflejan en la Tierra verticalmente. Pongan atención en las sombras. Son verticales como en el ecuador al mediodía. Un palo clavado a la tierra verticalmente no da ninguna sombra. La temperatura en el centro del oasis es de treinta grados de calor, día y noche, durante todo el año. En los extremos del oasis es un poco más baja debido a la penetración de aire frío. A pesar que esta afluencia es insignificante, ya que el aire frío es instantáneamente elevado por la corriente ascendente. En concordancia con estas zonas de temperaturas distribuimos nuestros cultivos. En el centro, como ven, crecen incluso plantas tan amantes del calor como el cacao.

— Pero, ¿y si vuestro sol artificial se apaga? — pregunté.

— Si se apagara, los cultivos de nuestro oasis sucumbirían en unos minutos. Pero no puede apagarse mientras luzca el sol verdadero. Girando las planchas del espejo según el ángulo necesario, se puede regular la temperatura. Aquí la tenemos siempre igual. Y recolectamos varias cosechas al año. Este «sol», es tan sólo el primero entre decenas de otros que van a encenderse muy pronto en las altas latitudes del sur y norte de nuestro planeta. Vamos a cubrir con una red de tales oasis los países polares. Progresivamente irá calentándose el aire de las zonas que se encuentren entre los oasis. Crearemos un potente «sol» encima mismo del Polo Norte y derretiremos los hielos eternos. Calentando el aire y originando nuevas corrientes, protegeremos contra el frío todo el hemisferio norte. Convertiremos la helada Groenlandia en un jardín florido todo el año. Y finalmente, llegaremos hasta el Polo Sur, con sus inacabables riquezas naturales. Libraremos de los hielos a todo un continente que albergará y alimentará a millones de seres. Transformaremos nuestra Tierra en el mejor de los planetas…»

Se calló la voz. Se hizo la oscuridad. Tan sólo se oía el zumbido del aparato. Luego se hizo la luz otra vez, y vi un nuevo cuadro extraordinario.

En los espacios estratosféricos, bajo un cielo color pizarroso vuelan unos extraños proyectiles parecidos a erizos. Abajo, ligeras nubes, y encima los cúmulos… A través del manto de nubes se ve la superficie de la Tierra: las manchas verdes de los bosques los cuadrados de los sembrados, los zigzagueantes hilos de los ríos, el brillo de los lagos, las delgadas y alineadas líneas de los ferrocarriles. Los «erizos» se mueven por el cielo en diferentes direcciones, dejando tras sí colas de humo. Algunas veces los «erizos» disminuyen la velocidad de su vuelo, se paran. Entonces de ellos escapa un cegador relámpago que cae en la Tierra casi verticalmente.