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— Pero, ¿para estas personas será peligroso volver a la Tierra?

— ¿Por qué, si el proceso ha terminado? Muchos han vuelto ya y se sienten maravillosamente. Sin embargo, nos hemos desviado del asunto… Pues sí, camarada Artiomov, necesitamos mucho a los biólogos. Hay aquí una enormidad de trabajo. Nuestra primera tarea es la de abastecer a la Estrella con frutos y verduras de nuestro propio invernadero. Hasta ahora lo consigue con éxito nuestro «hortelano» Andrey Pavlovich Shlikov, pero ocurre que constantemente ampliamos nuestros dominios celestes. En la Tierra, las personas pueden establecerse sólo en cuatro direcciones: al este, al oeste, al sur o al norte. Pero aquí además, arriba y abajo; en una palabra hacia todos lados. Gradualmente nos engrandecemos, nos enriquecemos con toda clase de empresas auxiliares. Estamos construyendo un nuevo invernadero. Allí trabaja el ayudante de Shlikov, Kramer.

— Ya nos conocemos.

El director asintió con la cabeza.

— Pues bien… — continuó él, agitando el brazo en el que tenía el lápiz.

El lápiz se escapó de sus dedos y salió disparado casi rozándome. Quise atraparlo al vuelo, pero mis pies se separaron del suelo, las rodillas se elevaron hacia el vientre y quedé flotando en el aire. Sólo después de un minuto pude recobrar la posición normal.

— Aquí las cosas son desobedientes, siempre intentan marcharse — bromeó el director—. Pues sí. Nosotros producimos frutos y verduras en condiciones de casi completa imponderabilidad. Piense usted, cuántos interesantísimos problemas se abren al biólogo. ¿Cómo se porta en los vegetales el geotropismo faltando la fuerza de gravedad? ¿Cómo se opera la división de las células, el metabolismo, el movimiento de la savia? ¿Cómo influyen los rayos ultracortos? ¿Los rayos cósmicos? ¡Es difícil enumerarlos! Shlikov hace continuos descubrimientos. ¿Y los animales? Pensamos criarlos también aquí. Tenemos ya algunos ejemplares en experimentación. Sin lugar a dudas un laboratorio aéreo como éste es un verdadero tesoro para el científico que ama su profesión. Veo que le brillan los ojos.

Yo no vi mis ojos, pero las palabras del director en verdad me alegraron. Lo confieso. En aquel momento yo me olvidé no sólo de Armenia, sino incluso de Tonia.

— Estoy impacienté para empezar a trabajar — dije.

— Y mañana mismo podrá empezar — dijo el director—. Pero no aquí de momento, no en el invernadero. Estamos organizando una expedición a la Luna. Irán nuestro viejo astrónomo Fedor Grigorievich Tiurin, el geólogo Boris Mijailovich Sokolovsky y usted.

Al oír esto, en seguida me acordé de Tonia. Dejarla, quizás para mucho tiempo… No saber lo que sucede aquí sin mí…

— ¿Y para qué un biólogo? — pregunté—. Si la Luna es un planeta completamente muerto.

— Hay que pensar que así es en realidad. Pero no se excluye la posibilidad… Hable usted con nuestro astrónomo, el cual tiene algunas hipótesis sobre el asunto — el director sonrió—. Nuestro viejo está algo chiflado. Tiene una obsesión filosófica: «Filosofía del movimiento». Temo que le llene la cabeza. Pero en su materia es una gran celebridad. ¡Qué le vamos a hacer! ¡En la vejez los hombres a menudo tienen su «hobby»! Como dicen los ingleses, su manía. Vaya usted ahora a ver a Tiurin y trabe conocimiento con él. Es un interesante vejete. Sólo que no le deje charlar mucho de filosofía.

El director pulsó uno de los muchos botones.

— Usted ya conoce a Kramer. Lo llamo para que le ayude a trasladarse al observatorio. Recuerde que allí no hay ni la pequeña fuerza de gravedad que existe aquí.

Irrumpió Kramer. El director le explicó todo. Kramer asintió con la cabeza, me tomó del brazo y salimos volando al corredor.

— En este vuelo tengo interés en aprender a moverme solo en el espacio interplanetario — dije yo.

— ¡De acuerdo! — contestó Kramer—. El abuelo que vamos a ver es un buenazo, aunque se enfada fácilmente. Es miel con vinagre. Usted no le contradiga cuando se enfrasque en su filosofía. De lo contrario se enojará y no le podrá hablar en todo el viaje a la Luna. A pesar de todo es un vejete admirable. Le queremos todos.

Mi situación se complicaba. El director me recomendó no dejar filosofar mucho a Tiurin. Kramer me advierte que no irrite al viejo astrónomo filósofo. Tendré que ser muy diplomático.

XI — El sabio araña

Con los trajes interplanetarios y las mochilas cohetes detrás de la espalda pasamos por la cámara atmosférica, abrimos la puerta y «caímos» al exterior. Un empujón con el pie fue suficiente para que nos encontráramos flotando en el espacio. En el cielo, de nuevo había «tierra nueva». Como una enorme «palangana» cóncava, la Tierra ocupaba medio horizonte «ciento doce grados», afirmó Kramer.

Yo vi el contorno de Europa y Asia, el norte cubierto por las manchas blancas de las nubes. En los claros se veían los brillantes hielos de los mares polares del norte. En los oscuros macizos de los montes asiáticos blanqueaban las manchas de los nevados picos. El sol se reflejaba en el lago Baical. Sus contornos eran precisos. Entre verdosas sombras serpenteaban los plateados hilos del Obi y Yenisey. Claramente se distinguían los conocidos perfiles de los mares Caspio, Negro y Mediterráneo. Se destacaban netamente el Irán, Arabia, la India, el Mar Rojo y el Nilo. Los contornos de la Europa Occidental aparecían borrosos. La península de Escandinavia estaba cubierta de nubes. Los extremos sur y occidental de África también se veían mal. Como una mancha desdibujada, un borrón, se destacaba entre el azul del Océano Indico, Madagascar. El Tíbet se veía maravillosamente, pero el este de Asia se sumergía en la niebla. Sumatra, Borneo, la sombra blancuzca de las costas occidentales de Australia… Las islas del Japón casi invisibles: ¡Maravilloso! Veía, al mismo tiempo, el norte de Europa y Australia, las costas orientales de África y el Japón, nuestros mares polares y el Océano Índico. Nunca el hombre había abarcado un espacio tan enorme de la Tierra con una sola mirada. Suponiendo que en la Tierra, al mirar cada hectárea, se gastara tan sólo un segundo, se necesitarían unos cuatrocientos o quinientos años para verla toda; tan grande es.

Kramer apretó mi mano y señaló un punto luminoso a lo lejos, el objetivo de nuestro viaje. Tuve que dejar de admirar el grandioso espectáculo de la Tierra. Miré a la Estrella Ketz y al cohetódromo, semejante a una gran luna reluciente. Lejos, muy lejos, en la oscura profundidad del cielo, se encendía y apagaba una desconocida estrella roja. Yo adiviné: un cohete que desde la Tierra venía hacia nuestro cohetódromo. Alrededor de la Estrella Ketz, en el oscuro espacio celeste, había muchas estrellas cercanas. Examinándolas con atención me percaté que ellas eran creaciones de la mano del hombre. Eran las «empresas auxiliares» de las que me había hablado el director; yo aún no las conocía. La mayoría tenían apariencia de cilindros luminosos, pero había otras diferentes: cubos, globos, conos, pirámides. Algunas construcciones tenían además anexos; desde ellas salían una especie de mangas, tubos o discos, la utilidad de los cuales era desconocida para mí. Otras «estrellas» lanzaban periódicamente rayos luminosos. Parte de ellas estaban sin movimiento, otras giraban despacio. Había también algunas que se movían unas cerca de otras, en grupos, unidas seguramente por cables invisibles a distancia. Con este movimiento, por lo visto, se creaba en ellas una gravedad artificial.