Kramer llamó de nuevo mi atención. Señalando el observatorio, acercó su escafandra a la mía y dijo:
— Tendrá tiempo de admirarlo. Apriete el botón del pecho y dispare. No podemos perder más tiempo.
Apreté el botón. Sentí un golpe en la espalda y salí disparado dando volteretas. El Universo empezó a dar vueltas. Tan pronto veía el Sol como la gigantesca Tierra, o el vasto espacio celeste cubierto de estrellas de diferentes colores. Lo veía todo confuso, la cabeza me daba vueltas. No sabía hacia dónde volaba, dónde estaba Kramer. Entreabriendo los ojos vi con espanto que caía vertiginosamente en el cohetódromo. Rápidamente apreté otro botón, recibí un empujón en el costado y salí hacia la izquierda del cohetódromo. ¡Qué desagradable sensación! Y lo peor, es que nada puedo hacer. Me contraía, me estiraba, me retorcía… ¡Nada ayudaba! Entonces cerré los ojos y apreté de nuevo el botón. Otro golpe a la espalda… El observatorio ya hacía mucho que lo había perdido de vista. La tierra azulada allá abajo se iluminaba. Su borde ya oscurecía: se acercaba la corta noche.
A la derecha se encendió una lucecita, seguramente una explosión del cohete portátil de Kramer. No, no voy a disparar más sin sentido. Estaba completamente desorientado. Y he aquí que en el momento crítico de mi desesperación, vi la Estrella Ketz en el lugar que menos esperaba. En mi alegría, sin darme cuenta, disparé mis cohetes y empecé otra vez a dar volteretas. Me entró miedo de verdad. Estos ejercicios de circo no eran para mí… Y de pronto algo me golpeó una pierna, luego el brazo. ¿No será un asteroide…? Si mis vestidos se rompen me convertiré instantáneamente en un pedazo de hielo y me asfixiaré… Sentí un hormigueo por todo el cuerpo. ¿Será posible? ¿Puede ser que tenga un agujero en mis vestidos y por allí penetra el frío interplanetario? Sentí que me asfixiaba. El brazo derecho está sujeto por algo. Oigo un golpe en la escafandra y luego la voz apagada de Kramer:
— Por fin le alcanzo. Me ha dado usted trabajo… Yo le creía más diestro. No dispare más, por favor. Saltaba usted de un lado a otro como un petardo de pirotécnica. Por poco le pierdo de vista. Podía perderse por completo.
Kramer apartó mi capa blanca, en la cual me había enredado por completo, y los rayos vivificantes del Sol me calentaron rápidamente. El aparato de oxígeno estaba en buenas condiciones, pero yo casi no respiraba debido a la excitación. Kramer me tomó por los sobacos, como en mi primera salida al espacio, disparó a la izquierda, a la derecha, hacia atrás. Y volamos. Sin embargo, yo no notaba el movimiento, veía sólo que «el universo estaba en su lugar». Que la Estrella Ketz parecía que caía hacia abajo y que a nuestro encuentro venía la estrella del observatorio. Su luz se encendía más y más viva, como la de una estrella variable.
Pronto pude distinguir el aspecto exterior del observatorio. Era una construcción extraordinaria. Imagínense un tetraedro regular: en el que todas sus caras son triángulos. En los extremos de estas pirámides triangulares, hay anexionadas grandes esferas metálicas con infinidad de ventanas redondas. Las esferas están unidas entre sí por tubos. Como supe después, estos tubos sirven como corredores para pasar de una esfera a otra. En las esferas se han erigido telescopios reflectores. Enormes espejos cóncavos están unidos a las esferas con ligeras armazones de aluminio. El tubo telescópico usado en la Tierra no existe en el telescopio «celeste». Aquí no es necesario: no hay atmósfera y por esto no hay dispersión de la luz. Además de los gigantescos telescopios, encima de las esferas se elevan otros instrumentos astronómicos relativamente pequeños: espectógrafos, astrógrafos y heliógrafos.
Kramer disminuyó la velocidad del vuelo y cambió de dirección. Nos acercábamos a una de las esferas y nos paramos junto al tubo que las une, pero sin tocarlo. Tal precaución, como después me explicó Kramer, se debía a que el observatorio no debe experimentar ni el más leve choque. Mal lo va a pasar el visitante que al abordar empuje el observatorio. Tiurin se pondrá colérico y casi seguro dirá que le han estropeado la mejor fotografía del estrellado cielo, o que le han arruinado su carrera…
Kramer apretó con cuidado un botón en la pared. La puerta se abrió y penetramos en la cámara atmosférica. Cuando el aire la llenó nos despojamos de nuestros trajes y mi acompañante dijo:
— Verdaderamente este vejete ha echado raíces en su telescopio. No se separa de él ni para comer. Colocó a su lado balones y potes de los que chupa por medio de un tubito mientras continúa sus observaciones. Usted mismo lo verá. Mientras queda hablando con él, yo vuelo hasta el nuevo invernadero. Voy a ver como van los trabajos.
De nuevo se vistió la escafandra. Y yo, abriendo la puerta de entrada al interior del observatorio, me encontré en un corredor iluminado por luz eléctrica. Las lámparas se encontraban debajo de mis pies: resulta que había entrado en el observatorio cabeza abajo. Para no romper las lámparas me apresuré a agarrarme a las correas de la pared. Tenía las alas plegables, pero no me atreví a usarlas en el santuario del temible viejo. Así me lo dibujaba mi imaginación, después de las referencias dadas por Kramer y el director.
Había un silencio sepulcral. El observatorio parecía completamente deshabitado. Tan sólo se oía el zumbido de los ventiladores y en algunos lugares un silbido apagado, seguramente proveniente de los aparatos de oxígeno. No sabía hacia dónde dirigirme.
— ¡Eh! oigan — grité sin alzar mucho la voz y tosí.
Silencio absoluto.
Tosí más fuerte, luego grité:
— ¿Hay alguien aquí?
De una puerta a lo lejos salió la cabeza rizada de un joven negro.
— ¿Quién? ¿Qué? — preguntó.
— ¿Está en casa Fedor Grigorievich Tiurin? ¿Recibe? — bromeé yo.
En la negra cara brillaron los dientes con una sonrisa.
— Recibe. Yo estaba durmiendo. Siempre duermo cuando en Florida es de noche. Usted me ha despertado a tiempo — dijo el locuaz negro.
— ¿Cómo desde Florida ha venido a parar al cielo? — continué yo.
— En barco, tren, aeroplano, dirigible, cohete.
— Sí, pero… ¿Por qué?
— Porque soy curioso. Aquí hace el mismo calor que en Florida. Yo ayudo al profesor — la palabra «profesor» la pronunció con respeto—. pues él es como un niño. Si no fuera por mí, se habría muerto de hambre al lado de su ocular. Tengo una mona que se llama «Mikki». Con ella no se aburre uno. Hay libros. Y hay también un libro muy grande e interesante: el cielo. El profesor me habla de las estrellas.
«Por lo visto este vejete no es tan temible», pensé yo.
— Vuele recto por el corredor hasta la esfera. En ella verá una cuerda que le llevará hasta el profesor Tiurin.
Se oyó el chillido de la mona.
— ¿Qué? ¿No puedes mirar quién hay aquí? ¿Con quién hablo? ¡Ja, ja! Está forcejeando en el aire en medio de la habitación y no puede bajar hasta el suelo. Seguramente le van a salir alas — añadió el negro con convencimiento—. Sin alas aquí se pasa mal.
Volé hasta la pared esférica en la que se terminaba el corredor, abrí la puertecita y entré en la esfera. En las paredes había sujetas máquinas, aparatos, armarios, balones. Desde la puerta de entrada a través había tendida una cuerda bastante gruesa. Ésta se perdía en una abertura del tabique que dividía la esfera en dos partes. Me tomé de la cuerda y empecé a avanzar, abajo o arriba, no puedo decirlo. Es necesario despedirse para siempre de las nociones terrestres.
Finalmente pasé por el agujero y vi a una persona. Estaba acostada en el aire. De ella, salían delgados cordones de seda atados a las paredes.