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«Como una araña en su telaraña», pensé yo.

— ¿John? — preguntó él con una vocecita delgada, para mí inesperada.

— Buenos días, camarada Tiurin. Soy Artiomov. Vine…

— Sí, ya sé. El director me habló. ¿A la Luna? Sí. Volamos. Excelente idea.

Hablaba sin apartar los ojos del ocular y sin hacer el más leve movimiento.

— No le invito a sentarse: no hay dónde. Bueno, y no hace falta.

Yo traté de acercarme con cuidado al «araña», para ver mejor su cara. Lo primero que vi, fue un gran manojo de espeso pelo blanco como la nieve y un rostro pálido con nariz recta. Cuando Tiurin giró un poco su semblante hacia mí, encontré la viva mirada de sus negros ojos con párpados rojizos. Por lo visto, fatigaba mucho su vista.

Tosí.

— ¡No tosa hacia mí, va a desordenar mis cosas! — dijo con severidad.

«Ya empezamos — pensé yo—. Ni toser se puede.»

Pero, observando atentamente a mi alrededor, comprendí por qué no se podía toser.

Tiurin tenía dispersos por el aire libros, papeles, lápices, libretas, el pañuelo, su pipa, el paquete de tabaco y otros muchos objetos. Al más mínimo movimiento de aire todo volaría. Será necesario llamar a John para que le ayude, pues seguramente por sí mismo no le será fácil deshacerse de su telaraña. Probablemente con esta telaraña sostiene su cuerpo inmóvil cerca del objetivo del telescopio.

— Tiene un gran diámetro su telescopio — dije yo, para empezar la conversación.

Tiurin sonrió con satisfacción.

— Sí, los astrónomos terrestres no pueden ni soñar con un telescopio así. Sólo que no tiene tubo. ¿Al volar hasta aquí, no lo ha notado…? Perdone, antes que se me olvide debo dictar algunas palabras.

Y empezó a decir frases salpicadas de términos astronómicos y matemáticos. Luego, extendió levemente la mano hacia un lado y giró una manecilla de un pequeño armario que se hallaba también atado con cordones. Si se mostraran estos movimientos en la pantalla de cine, los espectadores asegurarían que el operador se había equivocado y la velocidad de la máquina era retardada.

— La grabación automática en la cinta es un secretario casero perfecto — aclaró Tiurin—. Encerrado en la caja, trabaja con exactitud y no pide de comer. Es más rápido que escribirlo uno mismo. Observo y dicto al mismo tiempo. Este aparato me ayuda también a efectuar cálculos matemáticos. Aunque por si acaso, tengo papel y lápiz cerca. No respire hacia mí… Sí, esto es un telescopio… En la Tierra no se podría construir. Allí el peso limita el tamaño. Esto es un telescopio reflector. Y no sólo uno. Los espejos tienen un diámetro de centenares de metros. Son reflectores gigantescos. Y están construidos aquí, con materiales celestes, el cristal está hecho de meteoros cristalinos. Yo organicé aquí una verdadera cacería de bólidos-meteoros… ¿Sí, de qué hablaba… Es acaso posible dedicarse a la astronomía en la Tierra? Allí son topos comparados conmigo. Aquí en dos años los adelanté en un siglo. Espere un poco, ya verá cuando se publiquen mis obras… Por ejemplo, el planeta Plutón. ¿Qué saben de él en la Tierra? ¿El tiempo de su revolución alrededor del Sol, lo saben? No. ¿La distancia media hasta el Sol? ¿La inclinación respecto de la elíptica? No. ¿Su masa? ¿Su densidad? ¿La fuerza de gravedad en el ecuador? ¿El tiempo de giro alrededor de su eje? No, no y no. ¡Se dice que descubrieron un planeta…!

Echó una risita de viejo.

— ¿Y los blancos planetas enanos, las estrellas dobles? ¿Y la estructura del sistema galáctico…? Bueno. ¡Qué se puede decir! ¡Si incluso no saben nada en concreto de la atmósfera de los planetas del Sistema Solar! Se pasan la vida discutiendo. En cambio, yo aquí tengo descubrimientos como para veinte Galileos. Yo no me vanaglorio de ello, pues en este caso no ha sido el hombre el que lo ha hecho posible, sino las posibilidades que han sido puestas a su disposición. Cualquier otro astrónomo en mi lugar habría hecho lo mismo. Yo no trabajo solo. Tengo toda una plantilla de astrónomos… Si alguien fue genial, éste fue el que imaginó el observatorio aéreo. Sí, Ketz. A él se lo debemos.

En la abertura del tabique se movió algo. Vi la mona y la rizada cabeza de John. Con sus dedos metidos en su espesa y enmarañada cabellera, la mona estaba sentada en la cabeza del negro.

— ¡Camarada profesor! ¿Usted no ha desayunado aún? — dijo John.

— ¡Fuera! — gritó Tiurin.

La mona emitió un chillido.

— Mire y «Mikki» también lo dice. Tome un poco de café caliente — insistió John.

— ¡Púdrete, márchate! ¡Vete con tu chillona!

La mona emitió un sonido aún más agudo.

— ¡No me la llevo hasta que usted no desayune!

— Bien, bien. Ya empiezo, bebo, como. ¿Lo ves?

Tiurin acercó el balón con cuidado y, abriendo el grifo del tubo, chupó una y otra vez.

La mona y la cabeza del negro desaparecieron, pero a los pocos minutos salieron de nuevo en el agujero. Así se repitió hasta que, a juicio del negro, el profesor no tomó lo suficiente para reconfortarse.

— Y esto cada día — dijo Tiurin con un suspiro—. Son mis verdugos. Claro está que sin ellos me olvidaría por completo de comer. ¡La astronomía es, amigo mío, tan apasionante…! ¿Usted piensa que la astronomía es una ciencia? ¡Ja! Hablando sinceramente, es una concepción del mundo. Una filosofía.

«Ya empieza», pensé asustado. Y, para esquivar el tema peligroso, pregunté:

— Dígame, por favor. ¿Cree usted necesario que vaya un biólogo a la Luna?

Tiurin volvió con cuidado la cabeza y me miró escrutador, con desconfianza.

— ¿Y usted qué, no quiere ni hablar de filosofía?

Recordando los consejos de Kramer, contesté apresuradamente:

— Todo lo contrario, yo me intereso mucho por la filosofía, pero ahora… falta muy poco tiempo, y es necesario prepararse. Yo quería saber…

Tiurin se volvió al ocular del telescopio y enmudeció. ¿Se habrá enfadado? Yo no sabía cómo salir de esta situación embarazosa. Pero Tiurin, de improviso, empezó a hablar:

— Yo no tengo a nadie en la Tierra. Ni esposa, ni hijos. En el sentido ordinario de la palabra, estoy solo. Pero mi casa, mi patria, son toda la Tierra y todo el cielo. Mi familia son todos los trabajadores del mundo: los buenos mozos como usted.

Al oír este cumplido me sentí aliviado.

— ¿Usted piensa que aquí, sentado en este nido de arañas, he perdido el contacto con la Tierra, con sus intereses? No. Nosotros llevamos a cabo una gran tarea. Usted tendrá tiempo de conocer todos los laboratorios que hay en la Estrella Ketz.

— De algo me he enterado ya en la biblioteca. «La Columna Solar»…

Tiurin extendió la mano suavemente, conectó su aparato «secretario automático» y dictó algunas frases; por lo visto grababa sus últimas observaciones o ideas. Luego continuó:

— Yo observo el cielo. ¿Y qué es lo que más sorprende a mi mente? El eterno movimiento. El movimiento es vida. El cese del movimiento, la muerte. Movimiento es felicidad. La falta de independencia, el paro, son sufrimiento, desdicha. La dicha está en el movimiento, el movimiento de los cuerpos, de las ideas. Fundándose en esto se puede erigir incluso una moral. ¿No cree usted?

— Creo, que usted tiene razón — pude decir al fin—. Pero esta profunda idea es necesario meditarla bien.

— ¡Ah! ¿Usted, de todas maneras, cree que ésta es una profunda idea? — exclamó alegre el profesor y, por primera vez, se volvió hacia mí rápidamente. La telaraña empezó a oscilar. Menos mal que aquí es imposible caerse…

— Voy a profundizar esta idea sin falta — dije, para ganarme la simpatía de mi futuro compañero de viaje—. Pero ahora vendrá a por mí el camarada Kramer, y yo quería…