— Sí, trabajo no falta — contesté, muy interesado por las palabras de Meller—. Este trabajo es necesario no sólo para las colonias celestes, sino también para la Tierra. ¡Cómo se abren los horizontes del saber sobre la naturaleza viva y muerta! Yo estoy entusiasmado porque la casualidad me haya traído aquí.
— Tanto mejor. Necesitamos trabajadores entusiastas — dijo Meller.
El recuerdo de «la casualidad me ha traído aquí», me llevó a pensar en Tonia. Cautivado por las nuevas impresiones, me había incluso olvidado de ella. ¿Cómo está y cómo va su búsqueda?
Me despedí de Meller y salí volando al corredor. Allí se oían alegres risas, voces, canciones y el particular zumbido de las alas; a pesar de haber ya un poco de gravedad, la juventud actuaba como de costumbre con las alas. Les gustaba dar saltos volando unos metros, como peces voladores. Algunos se ejercitaban en andar pisando el suelo. ¡Cuántas caras jóvenes, alegres y bronceadas! ¡Cuántas diversiones y travesuras!: he aquí que un grupo de chicas se las han ingeniado para jugar a «la pelota», haciendo servir de pelota a una de ellas, una pequeña regordeta. Ésta chillaba mientras «volaba» de unas manos a otras.
Todos se sentían alegres y despreocupados. Por lo visto no les cansaba el trabajo en este mundo de «poco peso». Pasando por un lado, cerca de la pared, pude llegar hasta la habitación de Tonia. Ella estaba sentada en una ligera silla de aluminio. Al parecer habían ya traído muebles del almacén.
A través de la ventana, en el negro cielo se veía un enorme resplandor; era el círculo de la Tierra «en la noche». La luz del resplandor coloreaba la cara y manos de Tonia. Estaba pensativa.
Quise alegrarla. Llegué hasta ella y dije riéndome:
— Bueno, ¿cuánto pesa usted ahora?
Y sin pensarlo mucho, la tomé por los hombros y la levanté fácilmente. Probablemente se me contagió la alegría de los jóvenes que acababa de ver.
Ella se apartó en silencio.
— ¿Por qué está triste? — pregunté, sintiéndome violento.
— Nada…, estaba pensando en mamá.
— ¿Actúa la «atracción terrestre»? ¿Nostalgia?
— Puede ser — contestó.
— ¿Sabe algo de Evgenev?
— Aún no he podido comunicar con él. El aparato está siempre ocupado. ¿Y cómo fue su conversación con el director?
— Mañana salgo hacia la Luna.
Ella levantó su mirada hacia mí.
— ¿Para mucho tiempo?
— No lo sé. El vuelo, dicen que tarda unos cinco o seis días. Y no se sabe cuánto tiempo estaremos en la Luna.
— Es muy interesante — dijo Tonia mirándome fijamente—. Con gusto iría con ustedes. Pero me han enviado por algún tiempo al laboratorio, el cual se encuentra a tal distancia de la Tierra que allí no llega la radiación terrestre. Allí, en la sombra, reina el frío del espacio universal. Vamos a montar un nuevo laboratorio para el estudio de la electroconductibilidad de los metales a bajas temperaturas…
Sus ojos se avivaron.
— ¡Hay un problema interesantísimo! Usted sabe que con la disminución de la temperatura, disminuye en los metales la resistencia a la corriente eléctrica. A temperaturas cercanas al cero absoluto, la resistencia es también casi igual a cero… En la solución de estos problemas trabajó ya Kapitza. Pero en la Tierra se exigían esfuerzos colosales para conseguir bajas temperaturas. Y en el espacio interplanetario esto es sencillo. Imagínese un aro metálico colocado en el vacío a la temperatura de cero absoluto. En él se dirige corriente inducida. Esta corriente puede ser de una potencia enorme. Y circulará por el aro eternamente, mientras no aumente la temperatura. Al subir la temperatura se produce una descarga instantánea. Si utilizamos estos aros dándoles altas tensiones, podremos tener una especie de relámpago en conserva, cuya actividad se manifestará en cuanto se eleve la temperatura. Aunque existe el problema del hecho que, al faltar la resistencia disminuye la tensión, o sea la potencia… Es necesario hacer un cálculo. ¡Cómo me serviría Paley en este caso! — exclamó casi con apasionamiento.
Esto, claro, era la pasión del científico, pero yo no pude disimular mi disgusto.
No pudo salir la expedición al día siguiente: enfermó Tiurin.
— ¿Qué le pasa? — pregunté a Meller.
— Se ha agriado nuestro filósofo — contestó ella—, enfermó de la «alegría», todo es debido al movimiento. En realidad no es nada. Se queja de dolor en las piernas. Le duelen las pantorrillas. Es poca cosa. Pero, ¿cómo enviarlo a la Luna en este estado? Les crearía muchos problemas. Con una décima parte de la gravedad terrestre está así. Y en la Luna hay una sexta parte. Allí a buen seguro no podrá con sus huesos. He decidido darle unos cuantos días para entrenarse. Aquí tenemos un almacén de los asteroides captados por nuestros hombres. Todas estas piedras, trozos de planetas, se han amontonado en forma de globo. Para que no volaran trozos de esta masa nuestros heliosoldadores han fundido y soldado la superficie de estos pedazos. A una de estas «bombas» hemos atado una esfera vacía con un cable de acero y luego le dimos movimiento circular. Resultó una fuerza centrífuga; la gravedad en el interior de la esfera hueca es igual a la de la Luna. En este globo se ejercita Tiurin. La presión y cantidad de oxígeno en la esfera son las mismas que en la escafandra del vestido interplanetario. Vuele hasta allí y hágale una visita. Pero no vaya solo. Que vaya Kramer con usted.
Hallé a Kramer en la sala gimnasio. Estaba efectuando tales números que le hubieran envidiado los mejores artistas del trapecio si le hubieran podido ver.
— Voy a ir con usted, eso sí, pero ya es hora de aprender a volar solo. Va a ir pronto a la Luna. ¡Y no sabemos lo que puede suceder en un viaje así!
Kramer me ató a un largo cordón y me dejó volar hasta el campo de entrenamiento de Tiurin. Ya no daba volteretas y «disparaba» con bastante acierto, aunque no supe amarrar a la esfera en movimiento. Kramer vino en seguida en mi ayuda. A los cuatro minutos de haber partido ya entrábamos en la esfera metálica.
Fuimos recibidos con ensordecedores chillidos y alaridos. Extrañado miré hacia el interior del globo iluminado por una gran lámpara eléctrica y vi a Tiurin sentado en el «suelo» golpeando con los puños una alfombra de goma. Cerca de él daba saltos gigantescos el negrito John. La mona «Mikki» con alegres chillidos, saltaba desde los hombros del negro hasta el «techo», allí se asía de las correas, cayendo otra vez a la cabeza de John. La gravedad «lunar» parecía gustarles, lo que no se podía decir de Tiurin.
— ¡Levántese profesor! — gritó John—. La doctora ha ordenado que ande unos quince minutos y usted no ha andado ni cinco.
— ¡No me levanto! — chilló enojado Tiurin—. ¡Yo no soy un caballo! ¡Verdugos! ¡No puedo más!
En este momento llegamos nosotros. Primero nos vio John y se alegró:
— Mire, camarada Artiomov — dijo dirigiéndose a mí—, el profesor no me hace caso, de nuevo quiere meterse en su telaraña…