La mona, de pronto, se puso a chillar.
— ¡Detén ya tu tocadiscos! — gritó el profesor—. ¡Buenos días, camaradas! — se dirigió a nosotros y, poniéndose de rodillas se levantó pesadamente.
«¿Cómo puede ir a la Luna en este estado?», pensé yo mirando a Kramer. Éste sólo meneó la cabeza.
— Pero si usted mismo, profesor, más de una vez me lo ha dicho: cuanto más movimiento, más felicidad… — insistía el negro.
Este argumento «filosófico» por parte de John, fue inesperado. Sin querer nos sonreímos, y Tiurin se puso rojo de ira.
— ¡Hace falta comprender! ¡Al menos intentarlo! — chilló él con voz aguda—. Hay diversas clases de movimiento. Estos movimientos físicos pesados estorban al movimiento superior de las células de mi cerebro, de mis ideas. Y además, cualquier movimiento es intermitente y tú quieres que marche sin descanso… ¡Me vas a matar!
Y se puso a caminar con aspecto de mártir, gimiendo y suspirando.
John me llevó a un lado y me dijo al oído:
— ¡Camarada Artiomov! Tengo mucho miedo por mi profesor. Está tan débil. Será peligroso que vaya a la Luna sin mí. Si incluso se olvida de comer y beber… ¿Quién va a cuidarlo en la Luna…?
A John la aparecían las lágrimas en los ojos. Quería a su profesor. Consolé a John como pude, y le prometí preocuparme de Tiurin durante la expedición.
— ¡Usted responde de él! — pronunció el negrito solemnemente.
— ¡Sí, claro! — asentí.
De vuelta a la Estrella, se lo conté todo a Meller. Ella meneó la cabeza con desaprobación.
— Tendré que ocuparme yo misma de Tiurin.
Y esta pequeña y enérgica mujer se dirigió efectivamente a la «sala de entrenamiento».
Yo tampoco perdí el tiempo: aprendí a volar en el espacio interplanetario, y según manifestó mi maestro Kramer, hice grandes progresos.
— Ahora ya estoy tranquilo porque durante la expedición a la Luna usted no se perderá en los abismos del cielo — dijo.
Pasados unos días Meller regresó de la «sala de entrenamiento» más satisfecha y declaró:
— A la Tierra aún no dejaría ir al profesor, pero para ir a la Luna está en «plena forma».
XIII — Hacia la órbita lunar
En vísperas de nuestro viaje a la Luna acompañé a Tonia al laboratorio del frío universal. La despedida fue breve, pero calurosa. Ella apretó mi mano con afecto y dijo:
— Sea prudente, cuídese…
Estas palabras sencillas me hicieron feliz.
A la mañana siguiente Tiurin, bastante animado, entró en el cohete. John, se despidió de él completamente afligido. Parecía que fuera a llorar de un momento a otro.
— ¡Usted responde del profesor! — me gritó al ir a cerrarse la puerta del cohete.
Resulta que volamos hacia la Luna no directamente, sino por la espiral, alrededor de la Tierra. Y no se sabe cuánto va a durar el viaje. En nuestro cohete pueden alojarse veinte personas. Y nosotros sólo somos seis: tres componentes de la expedición científica, el capitán, el piloto y el mecánico. Todo el espacio libre de la nave está ocupado por víveres de reserva, materias explosivas y oxígeno líquido. Y en la parte superior del cohete va sujeto una especie de vagón con ruedas, destinado a servir para los viajes por la superficie lunar. Como aquí no existe la resistencia del aire, el «automóvil lunar» no disminuirá la velocidad de vuelo de nuestro cohete.
Muy pronto el cohete abandonó el hospitalario cohetódromo de la Estrella Ketz. Y en seguida Tiurin se sintió mal. El caso era que, en cuanto aumentó la velocidad y las explosiones se hicieron más seguidas, el peso del cuerpo cambiaba. Y yo comprendí a Tiurin: se puede uno acostumbrar a la gravedad, a la ausencia de peso, pero acostumbrarse a que de repente el cuerpo deje de pesar, y de pronto pese como el plomo, es imposible.
Menos mal que teníamos suficientes reservas de alimentos y combustible, lo cual daba la posibilidad de no apresurarse y las explosiones eran moderadas. El sonido de ellas se transmitía únicamente por las paredes del cohete. A estos ruidos se podía uno acostumbrar, como al zumbido de motores, o al tic tac del reloj. ¡Pero no al aumento de peso!
Tiurin suspiraba, gemía. La sangre se le subía a la cabeza y su semblante se tornaba purpúreo, casi azul, o se retiraba el color y su cara se tornaba pálida, amarilla.
Sólo nuestro geólogo Sokolovsky, alegre y fuerte, con grandes bigotes lo soportaba bien y siempre estaba de buen humor.
Cuando volvió nuestro cuerpo al estado de imponderabilidad, el astrónomo empezó a hablar en voz alta, costumbre que había adquirido en su vida solitaria. Hablaba sin coherencia: comunicaba datos astronómicos de interés, desconocidos por los astrónomos terrestres, o pronunciaba sentencias «filosóficas».
— ¿Por qué es tan interesante el cine? Porque en él vemos movimiento…
Luego empezaba a gemir y retorcerse, para después hablar de nuevo.
Yo miraba por la ventanilla. A medida que nos alejábamos de la Tierra, ésta parecía más pequeña. Nuestro día se hacía más largo, las noches más cortas. En realidad esto no eran noches, sino eclipses solares.
En cambio con la Luna sucedían cosas chocantes.
Si nuestro cohete se encontraba en el punto opuesto de la órbita de la Luna, ésta aparecía pequeña, mucho más pequeña de como se ve desde la Tierra, y si nos acercábamos hacia la Luna por la órbita, ésta se hacía enorme.
Finalmente, llegó el momento en que la máxima dimensión de la Luna se igualó con la de la Tierra. Nuestro capitán, que más de una vez había hecho el viaje a la órbita lunar, nos dijo:
— Les felicito. Hemos superado las cuatro quintas partes de la distancia que nos separa de la Luna. Hemos sobrepasado cuarenta y ocho radios terrestres. Para nuestros viajes interplanetarios dentro del Sistema Solar, el radio terrestre — 6.378,4 kilómetros— sirve de unidad de medida. Es una especie de milla para los navegantes interplanetarios — aclaró.
Ahora el tamaño de la Luna variaba durante el día, que era el tiempo de la órbita del cohete alrededor de la Tierra. La mitad del día la Luna «engordaba», se hacía más grande, y la otra mitad «enflaquecía». Pero estos días empezaron a ser de mayor duración que los terrestres.
El día claro, sin nubes y resplandeciente aumentaba sin cesar.
El capitán dice que la atracción de la Luna se deja sentir más y más fuerte y altera la ruta del cohete. La velocidad del mismo aumenta o disminuye como resultado de los fuertes abrazos de nuestro satélite terrestre. La Luna no quiere dejarnos salir de su campo de atracción. Si no fuera por la fuerza de resistencia que suponen nuestros aparatos de explosión, ella nos haría prisioneros para la eternidad. ¡Cuánto más peligrosos serán los grandes planetas del Sistema Solar…!
En las primeras horas del vuelo, el capitán dejaba los mandos para que automáticamente el cohete volara por la ruta señalada. Esto no era peligroso. Pero después, pocas veces lo dejó, a pesar de estar mecanizados y automatizados.
Íbamos alrededor de la Tierra, aproximadamente por la misma órbita que la Luna, y por eso el viaje alrededor de la Tierra lo efectuamos con el mismo tiempo que la Luna — cerca de treinta días terrestres—. Nuestra noche, o sea el eclipse solar, se hizo tan rara, como los eclipses lunares en la Tierra. El cohete iba acercándose a la Luna igualando su velocidad a la de ella. Nuestra nave alcanzó la misma distancia de la Tierra que la Luna. El espacio que separaba al cohete de la Luna se hizo invariable.
Parecía que la Luna, la Tierra y el cohete estaban inmóviles, y que sólo la bóveda celeste se moviera continuamente.