— Muy pronto construiremos colonias aquí — rompió el silencio Sokolovsky.
— No, no, señor mío, no tan pronto — contestó Tiurin—, antes es necesario encontrar materiales aquí. No los vamos a traer de la Tierra. Al contrario, nosotros debemos enviar a la Tierra algunos regalos «celestes». Ya hemos enviado toda una colección de meteoritos. Todo un enjambre de leónidos.
Y Tiurin sonrió satisfecho.
— Es verdad — dijo Sokolovsky—. Necesitamos mucho hierro, níquel, acero y cuarzo para la construcción de nuestros alojamientos.
— ¿Y de dónde van a sacar estos minerales? — pregunté yo. La palabra «mineral» hizo reír a Sokolovsky.
— No son minerales, sino «aéreos» estos materiales — dijo—. Los meteoritos son nuestros «minerales». No en balde yo corría tras ellos.
— La explotación de meteoritos la organicé yo. ¡Esto fue mi idea! — rectificó Tiurin.
— No discuto esto, profesor — dijo Sokolovsky—. La idea fue suya y la ejecución mía. Por ejemplo, ahora he enviado a Evgenev a una nueva exploración.
El nombre de «Evgenev» hizo rememorar en mí todo el camino que me había llevado aquí. ¿Quién lo iba a decir? ¡Cómo lo personal había pasado a último plano ante las extraordinarias impresiones recibidas aquí!
— ¿Usted seguramente no sabía que encontramos todo un enjambre de pequeños meteoritos no muy lejos de la Estrella Ketz? — me dijo Sokolovsky—. Más arriba se encontraron más grandes. Al analizarlos se halló hierro, níquel, sílice, alúmina, óxido de calcio, feldespato, hierro cromado, óxidos de hierro, grafito y otras materias. En una palabra, todo lo necesario para la construcción y además oxígeno para los vegetales y el agua. Poseyendo la energía solar podemos transformar estos materiales y recibir todo lo que necesitamos, incluso lápices. El oxígeno y el agua, claro está, no se hallan aquí en estado ya preparado, sino en estado «ligado», pero para los químicos esto no es problema.
— Estudié según sus datos los movimientos de estos restos de cuerpos celestes — intervino Tiurin—, y he llegado a interesantes conclusiones. Parte de estos meteoritos vino desde lejos, pero la mayoría giraban alrededor de la Tierra, en la misma órbita que la Estrella Ketz…
— Sobre esto, profesor, fui yo quien le llamé la atención — dijo Sokolovsky.
— ¡Sí, claro! Pero las conclusiones las hice yo.
— No discutamos — añadió Sokolovsky reconciliador.
— No discuto. Yo sólo quiero exactitud. No en balde soy científico — replicó Tiurin levantándose incluso del sillón, pero en seguida se dejó caer y empezó a quejarse.
— Meller tiene razón — dijo—. Me he debilitado por completo en los años que he pasado en el mundo de la imponderabilidad. Hace falta cambiar de régimen.
— La Luna será un buen entrenamiento — rió el geólogo.
— Sí… Bueno, yo quería hablar sobre mi hipótesis — continuó Tiurin—. Son tantos los meteoritos que giran alrededor de la Tierra que nos obliga a pensar que deben ser los restos de un pequeño satélite de la Tierra desaparecido, una segunda Luna. Ésta sería una Luna muy pequeña. Cuando calculemos exactamente la cantidad y masa de estos meteoros, podremos restaurar las medidas que tenía este satélite, así como los paleontólogos restauran los huesos de los animales desaparecidos. ¡Una pequeña Luna! Aunque ésta seguramente lucía no menos que la actual, pues se encontraría más cerca de la Tierra.
— Perdone, profesor — intervino de pronto el joven mecánico parecido a un indio por su color de piel—. A mí me parece que a tan corta distancia la Tierra hubiera atraído a esta pequeña Luna.
— ¿Qué? ¿Qué? — gritó Tiurin en tono amenazador—. ¿Y la pequeña Estrella Ketz, por qué no cae a la Tierra? ¿Eh? Todo depende de la rapidez de movimiento… Pero la pequeña Luna de todas maneras sucumbió — dijo conciliador—. Las fuerzas en lucha (su inercia y la atracción terrestre) la hicieron trizas. ¡Ay! ¡Esto es lo que también amenaza a nuestra Luna! Se desintegrará en pequeños trozos. Y la Tierra tendrá un magnífico aro como el de Saturno. Yo creo que este aro lunar dará tanta luz como la Luna actual. Adornará las noches de los habitantes terrestres. Pero de todas maneras será una pérdida — terminó el profesor con un suspiro.
— Una pérdida irreparable — añadí.
— Quizá sea reparable. Tengo algunos proyectos, pero por ahora me los callo.
— ¿Y cómo cazaban los meteoros? — pregunté a Sokolovsky.
— Es una caza divertida — contestó el geólogo—. Yo tuve que cazarlos no sólo en la órbita de la Estrella Ketz y…
— En la zona de asteroides entre las órbitas de Marte y Júpiter — interrumpió Tiurin—, los astrónomos terrestres han hallado poco más de dos mil Asteroides allí. Pero mi catálogo pasa ya de los cuatro mil.
«Estos asteroides son también restos de un planeta, pero más importante que nuestra segunda Luna. Según mis cálculos este planeta era mayor que Mercurio. Marte y Júpiter lo desintegraron con sus atracciones. ¡No lo compartieron! El aro de Saturno es también un satélite suyo que sucumbió destrozado a pedazos. Ya ven cuántos cadáveres hay en nuestro sistema solar. ¿Quién los va a seguir? ¡Ay! ¡Ay! ¡Otra vez estos empujones!
De nuevo miré por la ventanilla sujetándome en el respaldo. A través de ella se veía el mismo cielo negro cubierto de estrellas. Así se puede volar durante años enteros, siglos y el cuadro será el mismo…
De pronto recordé un viaje que hice en un vagón de un tren ordinario con la vieja locomotora de vapor. Verano. Atardecía. El sol se ocultaba tras el bosque dorando las nubes. Por la abierta ventanilla del vagón entraba la humedad del bosque con aromas de acónito y tilo. En el cielo, tras del tren, corre la joven Luna en su cuarto creciente. El bosque deja paso a un lago, el lago a unos promontorios, en ellos están dispersas casas con frondosos jardines. Luego vinieron los campos con aromas de trigo maduro… Cuántas impresiones diferentes, cuánto «movimiento» para los ojos, el oído, el olfato, expresándose según Tiurin. Y aquí, ni viento, ni lluvia, ni cambio de tiempo. Ni noche, ni verano, ni invierno. Siempre esta lúgubre bóveda celeste, el espantoso sol azulado y el clima invariable en el cohete…
No, por interesante que sea estar en el cielo, en la Luna, en otros planetas, yo no cambiaría esta vida «celeste» por la terrestre…
— ¡Pues bien…! La caza de asteroides es una de las más atractivas — oí de pronto la voz de bajo del geólogo Sokolovsky.
Me gusta escucharle. Habla de manera sencilla, como si charlara en casa, en su gabinete, reunido con amigos que han venido a pasar el rato. A él, por lo visto, no le produce ninguna sensación la situación extraordinaria en que nos hallamos.
— Acercándose a la zona de asteroides hay que estar muy atento — dice Sokolovsky—. De lo contrario, es posible que algún «trocito» del tamaño del Palacio de los Soviets de Moscú, o más grande aún, caiga sobre el cohete y…, ¡recuerde como se llamaba! Por eso hay que volar por la tangente, acercándose más y más hacia la dirección de los asteroides… ¡Qué hermoso cuadro! Nos acercamos a la zona de asteroides. El aspecto del cielo cambia… ¡Mire el cielo! En realidad no se puede decir que sea completamente negro. El fondo es negro, pero en él hay una masa compacta de estrellas. Y he aquí que en esta luminosa masa se notan unas rayas oscuras. Es el vuelo de los asteroides no iluminados por el Sol. Algunos dibujan en el cielo trazos luminosos como la plata. Otros dejan rastros de color rojo bronceado. Todo el cielo queda lleno de trazos más o menos luminosos. A medida que el cohete gira hacia la dirección del movimiento de los asteroides y aumenta su velocidad, cuando vuela Casi al igual que ellos, dejan de aparecer rayas. Ustedes se encuentran en un mundo extraordinario y vuelan entre innumerables «lunas» de diversas formas y tamaños. Todos vuelan en una dirección, pero aún siguen avanzando hacia el cohete.