«Cuando alguna de las «lunas» vuele cerca del cohete, podrán ver que no es redonda. Estas «lunas» tienen formas muy variadas. Un asteroide, digamos, parece una pirámide, otro que se acerca tiene forma de esfera, un tercero se parece a un tosco cubo, la mayoría, son sencillamente informes trozos de rocas. Algunos vuelan en grupos, otros bajo la influencia de la atracción mutua, se unen formando como un «racimo de uva»… Su superficie en estos casos varía, puede ser mate, o reluciente como el cristal de roca. «Lunas» a la derecha, «lunas» a la izquierda, arriba, abajo… Cuando el cohete disminuye su velocidad, parece como si las «lunas» de pronto fueran hacia delante, pero cuando el cohete de nuevo adquiere velocidad, entonces ellas parece que frenan. Finalmente el cohete las adelanta y las «lunas» se quedan atrás.
«Es peligroso volar más despacio que los asteroides. Pueden alcanzarte y destrozar el cohete. Por el contrario, es completamente seguro volar en la misma dirección y a su misma velocidad. Pero entonces se ven únicamente los asteroides que te rodean. Parece que todo está inmóviclass="underline" el cohete, las «lunas» de la izquierda, las de la derecha, las de arriba y las de abajo. Tan sólo la cúpula celeste avanza lentamente, pues, a pesar de todo, los asteroides y el cohete vuelan y cambian de posición en el cielo.
«Nuestro capitán preferiría volar un poco más veloz que los asteroides. Entonces la masa de asteroides no se echan encima. Y además te mueves entre ellos, entre un enjambre de «lunas», las observas, escoges. En una palabra, intervienes como en el personaje del diablo de Gogol, que quería robar la Luna al cielo. Sólo que pequeña. No tenemos aún la fuerza suficiente para arrancar de su órbita a un gran asteroide y luego arrastrarlo hasta la Estrella Ketz. Tenemos miedo de gastar todo el combustible en la «pelea» y quedarnos prisioneros del asteroide que nos llevaría con él… Los primeros tiempos escogíamos los más pequeños. Era necesario una gran destreza y sangre fría para acercarse al asteroide sin golpes, y tomarlo «en abordaje». El capitán dirigía el cohete de manera que volando a su lado procuraba acercarse lo más posible. Luego los disparos de lado cesaban y poníamos en acción el electroimán: pues casi todos los asteroides, menos los cristalinos, están compuestos principalmente de hierro. Finalmente, cuando la distancia era mínima, desconectábamos el electroimán, dejando que la fuerza de gravedad hiciera lo restante. Al cabo de unos instantes sentíamos un insignificante golpe. Y seguíamos volando junto con nuestro satélite. Los primeros intentos de «abordaje» no siempre salieron a pedir de boca. Algunas veces nos golpeamos bastante fuerte. En estos casos, el asteroide — sin notarlo nosotros— se desviaba de su órbita y nuestro cohete, como era más ligero, salía despedido a un lado, haciéndose necesario maniobrar de nuevo. Luego ya nos dimos maña en «abordar» de manera más limpia. Quedaba sólo «atar» el asteroide al cohete. Probamos de sujetarlo con cadenas, probamos de aguantarlo con electroimanes, pero todo esto no daba resultado. Finalmente, aprendimos incluso a soldar los meteoros a la cubierta metálica del cohete. Para esto nos servíamos de aparatos de soldadura heliógena, aprovechando la energía solar.
— Pero, ¿para esto era necesario salir del cohete? — dije yo.
— Claro. Y salíamos. Incluso hacíamos excursiones por los asteroides. Recuerdo un caso — continuó Sokolovsky riéndose—. Llegamos a un gran asteroide en forma de grandiosa y rústica bomba de piedra un poco achatada. Salí del cohete, me agarré a uno de los ángulos del asteroide e intenté hacer un «viaje» alrededor de aquel mundo. ¿Y qué cree usted que pasó? Pues que en los «polos» achatados de este planeta me podía mantener de pie, pero en el prominente «ecuador» el centro de gravedad se había desplazado y tuve que ponerme cabeza abajo «con los pies arriba». Así caminé por él aferrándome con las manos.
— Sería seguramente un pequeño planeta giratorio y no es que se hubiera desplazado el centro de gravedad, sino la gravedad relativa — rectificó Tiurin—. En la superficie de los polos de rotación la gravedad tiene su máximo valor y la dirección normal hacia el centro. Pero cuanto más lejos del polo, menor es la fuerza de gravedad. Así que una persona que vaya del polo al ecuador es como si descendiera de una montaña, además la pendiente aumenta sin cesar. Entre los polos y el ecuador la dirección de la gravedad coincidía con el horizonte y a usted le parecía que bajaba por una pendiente casi vertical. Más allá ya le parecía el suelo como un techo inclinado y tenía que agarrarse donde podía para no ser despedido del planeta… Desde la Tierra, con los mejores telescopios — continuó Tiurin—, se distinguen planetas con diámetros no menores de seis kilómetros. Pero hay asteroides del tamaño de una partícula de polvo.
— ¡En cuántos he tenido que estar! — dijo Sokolovsky—. En algunos la fuerza de gravedad es tan insignificante que es suficiente un pequeño salto para salir disparado de su superficie. Estuve en uno de estos que tenía una circunferencia de diecisiete kilómetros y medio. Al saltar a un metro de altura tardaba veintidós segundos en volver a tocar la superficie. Al hacer un movimiento como para traspasar una puerta en la tierra, podía aquí subir a la altura de doscientos diez metros…, un poco menos que la torre Eiffel. Tiraba piedras y ya no volvían a caer.
— Volverán, pero pasado un tiempo — añadió el astrónomo.
— He estado en un planeta relativamente grande con un diámetro sólo seis veces más pequeño que la Luna. En él levantaba con una sola mano veintidós personas, todos mis compañeros. Allí se podía uno columpiar en un columpio atado con delgados cordeles, construir torres de seis kilómetros y medio de altura. Probé a disparar con el revólver. ¡No puede usted imaginar lo que sucedió! Si yo mismo no hubiera sido despedido del planeta por el disparo, mi bala hubiera podido matarme por detrás, después de volar sobre alrededor del asteroide. Seguro que aún ahora sigue dando vueltas al planeta, como si fuera un satélite.
— Los trenes en un planeta así podrían ir a velocidades de mil doscientos kilómetros por hora — dijo Tiurin—. A propósito, podrían acercarse algunos de estos planetas a la Tierra. ¿Por qué no organizar una mejor iluminación de las noches terrestres? Y luego poblar estos planetas. Envolverlos en fundas de cristal como si fueran invernaderos. Sembrar plantas. Criar animales. Con el tiempo podría asimismo poblarse la Luna.
— En la Luna hace mucho frío y mucho calor — dije yo.
— Una atmósfera artificial bajo una cúpula de vidrio con cortinas reduciría el calor del Sol. En lo que se refiere al frío del suelo durante las noches lunares, tengo mi opinión — añadió Tiurin en tono significativo—. ¿No hemos renunciado a la teoría del núcleo candente de la Tierra con temperaturas extraordinariamente altas? Y a pesar de esto nuestra Tierra es cálida…
— El Sol y el abrigo de la atmósfera… — empezó el geólogo, pero Tiurin lo interrumpió.
— Sí, sí, pero no es tan sólo esto. En la corteza terrestre se desarrolla el calor de la desintegración radiactiva que tiene lugar en sus entrañas. ¿Por qué no puede suceder esto también en la Luna? ¿Incluso en más alto grado? La desintegración radiactiva puede calentar el suelo de la Luna. Y además el magma no enfriado aún debajo de su corteza… La Luna no es tan fría como parece. Y si además hay restos de atmósfera… He aquí por qué usted, biólogo, ha sido incluido en esta expedición — dijo dirigiéndose a mí.
Sokolovsky movió la cabeza con incertidumbre.
— En los asteroides no he podido encontrar ningún calentamiento del suelo ocasionado por la desintegración radiactiva de los elementos.
— Los asteroides son menores que la Luna — contestó el astrónomo gritando.