Estuvo callado durante mucho tiempo y de pronto volvió con su filosofía, como si en su cerebro, fueran paralelas dos líneas de ideas.
Estrellas muertas que ya no parpadean miran por la ventanilla de nuestro cohete. La lluvia de estrellas, atravesando la bóveda celeste, se va hacia un lado y a lo alto. El cohete gira.
— Hemos ya recogido muchos asteroides — me dice Sokolovsky en voz baja, sin prestar atención a Tiurin que, como una pitonisa, pronuncia sus sentencias—. Ante todo «pusimos los cimientos» debajo de nuestro cohetódromo. Cuanto mayor fuere su masa, más estabilidad tendría. Los golpes casuales de los cohetes al llegar no podrían desplazarlo en el espacio. También proveemos de asteroides a nuestras fábricas, usted aún no conoce esta faceta. No hace mucho pudimos cazar un pequeño planeta interesantísimo. Bueno, era tan sólo un trozo que según la medida terrestre tendría como tonelada y media de peso. Imagínese un pedazo casi por entero formado por oro… ¡Vaya hallazgo! Yacimientos de oro en el cielo…
Por lo visto Tiurin oyó estas palabras y comentó:
— En los grandes planetas los elementos se disponen desde la superficie hacia el centro, según su peso específico: arriba el silicio y el aluminio «sial», debajo del silicio el magnesio («sima», más abajo el níquel, el hierro) «nife», el hierro y otros metales más pesados: platino, oro, mercurio, plomo… Vuestro asteroide de oro sería un trozo del núcleo central de un planeta destrozado. Es un caso raro. No cuenten con encontrar muchos de éstos.
Tenía sueño. Mi organismo aún no se había deshabituado al régimen de vida terrestre. Del cambio de día y noche.
— ¿Se duerme? — me preguntó Tiurin—. Buenas noches, que descanse. Yo ya he perdido la costumbre de dormir por la noche. En el observatorio perdí por completo el hábito de dormir regularmente. Y ahora me parezco a aquellos animales que duermen a cortos intervalos. Como un gato, por ejemplo.
Y continuó hablando, pero yo me dormí. No había explosiones. Silencio, tranquilidad… Soñé con mi laboratorio de Leningrado…
Cuando después de un día miré al cielo, quedé extrañado del aspecto de la Luna. Ésta ocupaba la séptima parte del cielo y daba miedo su gran tamaño. Estábamos tan sólo a dos mil kilómetros de ella. Las montañas, los valles y los «mares sin agua» se veían como en la palma de la mano. Se destacaban bruscamente los contornos de algunas cordilleras y los conos de volcanes apagados, sin vida, como todo en la Luna. Se veían incluso las profundas grietas…
El astrónomo miraba la Luna fijamente. Conocía desde hacía mucho tiempo «cada piedra de su superficie», como él se expresaba.
— Vean allí en el extremo. Es Clavius, debajo Tycho, y más allá Alfonso, Ptolomeo, a la derecha Copérnico, y más lejos los Apeninos, Cáucaso, Alpes…
— Falta el Pamir y el Himalaya — añadí yo.
— Así vamos a bautizar los picos de la otra cara invisible de la Luna — dijo el geólogo sonriendo—. Allí aún no tienen nombre.
— ¡Vaya que Luna…! — decía Tiurin admirado—. Cien veces más grande que la «terrestre». ¡Ay, ay! — gimió—, otra vez la sobrecarga.
— El capitán está frenando — dijo el geólogo—. La Luna nos atrae cada vez con más fuerza. Dentro de media hora llegaremos.
Yo me alegré pero también me asusté un poco. Que me llame cobarde aquel que ya haya pisado la Luna y no se haya emocionado ante su próximo «alunizaje».
La Luna está debajo de nosotros. Ocupa la mitad del cielo. Sus picos crecen ante nuestros ojos.
Pero es extraño: la Luna, al igual que la Tierra, desde la altura parece cóncava y no prominente. Aparece como una sombrilla vuelta al revés.
Tiurin se quejaba: las contraexplosiones aumentaban. A pesar de esto no dejaba de mirar. Pero de pronto empezó a moverse hacia un lado. Y sólo porque mi cuerpo se hizo más pesado de un lado, comprendí que el cohete había cambiado de nuevo de dirección. La gravedad se desplazó tanto que la Luna se «percibía» ya encima de nosotros. Se hacía difícil hacerse a la idea de cómo podríamos andar por «el techo».
— Aguante un poco profesor — dijo el geólogo dirigiéndose a Tiurin—. Quedan sólo dos o tres kilómetros. El cohete vuela ya muy despacio: no más de unos cientos de metros por segundo. La presión de los gases del cohete es igual a la atracción lunar, y va sólo por inercia.
De nuevo nos sentimos ligeros. El peso desapareció.
— ¿Y dónde bajamos? — preguntó Tiurin reanimado.
— Parece que cerca de nuestro vecino Tycho Brahe. Quedan tan sólo quinientos metros — dijo Sokolovsky.
— ¡Ay, ay! ¡Otra vez contraexplosiones! — gimió Tiurin.
Bueno, ahora todo está normal. La Luna ya está debajo.
— Ahora descendemos… — dijo Sokolovsky con emoción—. Con tal de no destrozar nuestro «automóvil lunar» al caer.
Pasaron unos diez segundos y sentí un ligero golpe. Las explosiones cesaron. Con bastante suavidad caímos hacia un lado.
XIV. En la Luna
— ¡Hemos llegado! — dijo Sokolovsky—. Todo ha resultado bien.
— No hemos cerrado las ventanillas al caer — refunfuñó Tiurin—. Esto ha sido una imprudencia. El cohete podía haber caído de lado y romper el cristal.
— Bueno, no es la primera vez que nuestro capitán «aluniza» — replicó Sokolovsky—. Bien, queridos camaradas, pónganse los trajes interplanetarios y trasládense al «automóvil lunar.»
Nos vestimos rápidamente y salimos del cohete.
Respiré profundamente. Y a pesar que respiraba el oxígeno de mi aparato, me pareció como si el gas tuviera aquí otro «gusto». Esto, claro está, era todo imaginario. Mi segunda impresión, ya real por completo, fue la sensación de ligereza. Ya antes, durante los vuelos en los cohetes y en la Estrella Ketz, donde había una completa ingravidez, había experimentado esta ligereza, pero aquí, en la Luna, la gravedad se sentía como una «magnitud constante», sólo que bastante menor que en la Tierra. ¡No era broma! ¡Yo ahora pesaba seis veces menos que mi peso terrestre!
Miré a mi alrededor. Encima de nosotros se hallaba el mismo cielo lúgubre con sus estrellas sin centelleo. El Sol no se veía y tampoco la Tierra. Oscuridad completa, atenuada tan sólo por los rayos de luz de las ventanillas de nuestro cohete. Todo esto se hacía extraño por la idea terrestre que tenemos de nuestro satélite reluciente. Luego adiviné: el cohete cayó más al sur de Clavius, en el lado de la Luna invisible desde la Tierra. Y aquí ahora era de noche.
Todo alrededor era silencio y desierto sin vida. No sentía frío dentro de mi traje electrificado. Pero el aspecto de este negro desierto inhóspito me helaba el alma.
Salieron también del cohete el capitán y el mecánico para ayudar a sacar el automóvil. El geólogo me invitó con un gesto a tomar parte en el trabajo. Miro el cohete-auto. Tiene forma de vagón-huevo. A pesar de ser pequeño debe pesar lo suyo. Pero no veo ni cuerdas, ni cables, ni grúas, en una palabra ningún aparato para bajarlo. El mecánico trabaja allá arriba destornillando las tuercas. El capitán, Sokolovsky, Tiurin y yo estamos debajo preparados para recibir el cohete. Nos va a aplastar… Pero bueno, estamos en la Luna. No es fácil acostumbrarse tan pronto. La parte trasera del «huevo» está destornillada. Empieza a deslizarse por este lado. Sokolovsky tira de él. El capitán está a la mitad y yo en la parte delantera. Ahora el cohete se vendrá abajo… Yo estoy preparado para sujetarlo y al mismo tiempo pienso en cómo y dónde saltar, si el peso resulta demasiado para mis fuerzas. Sin embargo, mis temores son vanos. Seis brazos, deteniendo el deslizante automóvil, sin grandes esfuerzos lo ponen sobre sus ruedas.