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El capitán y el mecánico se despiden agitando la mano y vuelven al gran cohete. Tiurin nos invita a subir a nuestro automóvil.

En él se estaba bastante estrecho. Pero en compensación podíamos liberarnos de nuestros trajes y hablar.

Al mando se puso Sokolovsky, que ya conocía la construcción del pequeño cohete. Encendió la luz, accionó al aparato de oxígeno y conectó la calefacción eléctrica.

El interior del cohete recordaba un automóvil ordinario de pequeñas dimensiones. Sus cuatro asientos ocupaban la parte delantera del mismo. Dos terceras partes de la cabina estaban ocupadas por el combustible, las provisiones y mecanismos. Esta parte del vehículo llevaba una estrecha puertecilla, por la cual era difícil penetrar.

Al desvestirnos de nuestros trajes y escafandras sentimos frío a pesar que la calefacción eléctrica estaba ya conectada. Yo tenía escalofríos. Tiurin se echó encima un abrigo de pieles.

— Nuestro cohete se enfrió mucho. Tengan un poco de paciencia, pronto se calentará — dijo Sokolovsky.

— Ya empieza el alba — dijo Tiurin, mirando por la pequeña ventanilla de nuestro vehículo.

— ¿El alba? — pregunté yo extrañado—. ¿Cómo puede verse en la Luna el resplandor del amanecer si no hay atmósfera?

— Pues resulta que puede ser — contestó Tiurin. No había estado nunca en la Luna, pero como astrónomo sabía tanto de las condiciones lunares como de las terrestres.

Miré por la ventanilla y vi a lo lejos algunos puntos luminosos, como si fueran trozos de metal en fusión.

Eran los picos de las montañas iluminadas por los rayos del sol naciente. Su vivo reflejo iluminaba a otras cumbres. Su luz iba transmitiéndose más; y más allá debilitándose poco a poco. Esto era lo que creaba el original efecto de alba lunar. A su luz, empecé a distinguir las cordilleras que se hallaban a la sombra, las cavidades de los «mares» y los picos cónicos. Montañas invisibles se destacaban en el fondo del cielo estrellado, mostrando hendiduras con negros trazos de caprichos contornos dentados.

— Pronto va a salir el sol — dije.

— No tan pronto — replicó Tiurin—. En el ecuador de la Tierra sale en dos minutos, pero aquí será necesario esperar más de una hora hasta que todo el disco solar no se eleve sobre el horizonte. Pues los días en la Luna son treinta veces más largos que en la Tierra.

Quedé pegado a la ventanilla sin poderme separar ¡El espectáculo era magnífico! Las cumbres de las montañas se encendían con luz cegadora una tras otra, como si en ellas seres desconocidos estuvieran encendiendo bengalas de gran potencia. ¡Cuántos picos hay en la Luna! Los rayos del sol aún invisibles «cortaron» todas las cumbres de las montañas a una misma distancia de la superficie. Y parecía como si de pronto aparecieran en el «aire» montañas de extraños contornos, pero con iguales bases planas. Fueron aumentando más y más la cantidad de estas montañas en llamas hasta que, al fin, se divisaron sus «proyecciones» y ellas cesaron de parecer flotantes en el fondo negro.

Sus partes bajas eran de color ceniza plateada, y más arriba, de un blanco deslumbrante. Gradualmente fueron iluminándose, por los reflejos de la luz, las bases de las montañas. El «alba lunar» se hizo aún más luminosa.

Completamente encantado por este espectáculo, no podía retirar mis ojos de la ventana. Quería ver las particularidades y el trazado de las montañas lunares. Pero me di cuenta que eran casi como en la Tierra. En algunos puntos, las rocas colgaban de manera inverosímil sobre el abismo, como enormes cornisas, y no caían. Aquí ellas pesaban menos, la gravedad era menor.

En las llanuras lunares, como grandes campos de pasadas batallas, habían agujeros en forma de embudo de diversas medidas. Algunos pequeños, no más grandes de las que deja al explotar una granada de tres pulgadas, otros se acercaban a las medidas de un verdadero cráter. ¿Podrá ser que esto sean huellas de meteoritos caídos en la Luna? Quizá. En la Luna no hay atmósfera y, por lo tanto, no tiene la cubierta protectora que pueda evitar, como en la Tierra, que caigan enteras estas bombas celestes. Pero bueno, entonces aquí no estamos exentos de peligro. ¿Qué va a pasar si nos cae encima una de estas bombas-meteoro?

Comuniqué a Tiurin mis inquietudes. Él me miró, sonriendo.

— Parte de los cráteres son de origen volcánico pero otros son, sin duda, hechos por meteoritos al caer — dijo él—. ¿Usted teme que uno de ellos caiga sobre su cabeza? Esta posibilidad existe, pero el cálculo de probabilidades nos demuestra que el peligro es un poco mayor que en la Tierra.

— ¡Un poco mayor! — exclamé—. ¿Caen muchos meteoros grandes en la Tierra? Se buscan como una gran rareza. Por el contrario aquí toda la superficie está cubierta de ellos.

— Eso es verdad — dijo tranquilamente Tiurin—. Pero usted se olvida de algo: La Luna hace ya mucho que no tiene atmósfera. Y existe desde hace millones de años; además del hecho que al no existir aquí ni vientos ni lluvias, las huellas quedaron intactas. Estos cráteres son los anales de muchos millones de años de vida. Si en la Luna cae un meteoro de grandes dimensiones cada cien años, ya es mucho. ¿Vamos a tener tanta mala suerte que precisamente ahora, cuando estamos aquí, va a caer este meteoro? Yo no tendría nada en contra, claro está, siempre que no nos cayera precisamente sobre nuestras cabezas, sino cerca de nosotros para poderlo ver.

— Vamos a discutir sobre el plan de nuestras operaciones — dijo Sokolovsky.

Tiurin propuso empezar con un examen general de la superficie lunar.

— ¡Cuántas veces he admirado con mi telescopio el circo de Clavius y el cráter de Copérnico! — dijo—. Quiero ser el primer astrónomo que pise estos lugares.

— Yo propongo empezar con el examen geológico del suelo — añadió Sokolovsky—. Sobre todo porque la parte invisible desde la Tierra, aún no está iluminada por el sol y aquí empieza a «amanecer».

— Se equivoca usted — replicó Tiurin—. O sea, no es muy exacto. En la Tierra ahora ven la Luna en cuarto creciente. Nosotros podemos recorrer este «cuarto» — el extremo oriental de la Luna— en cuarenta y cinco horas, si ponemos nuestro bólido a doscientos kilómetros por hora. Vamos a parar únicamente en Clavius y Copérnico. ¿Además, quién es el jefe de la expedición, usted o yo? — terminó acalorándose.

El paseo por el «cuarto» me interesó.

— Verdaderamente, ¿por qué no admirar los más grandiosos circos y cráteres de la Luna? — dije—. Su estructura geológica tiene también un gran interés.

El geólogo se encogió de hombros. Sokolovsky ya había estado en la parte de la Luna que se ve desde la Tierra. Pero si la mayoría quería…

— Pero, ¿usted no subió al cráter, verdad? — preguntó Tiurin con temor.

— No, no — sonrió Sokolovsky—. El pie del hombre no ha pisado aún aquellos lugares. Usted será el primero. Yo estuve en el «fondo» del Mar de la Abundancia. Y puedo confirmar que este nombre es justificado, hablando de materiales geológicos. Yo recogí allí una colección extraordinaria… Bien, no perdamos tiempo. ¡Vamos entonces, vamos! Pero permítanme ir a gran velocidad. En nuestro coche podemos hacer más de mil kilómetros por hora. Sea, voy a llevarles a Clavius.

— Y a Copérnico — añadió Tiurin—. Por el camino veremos los Cárpatos. Se hallan un poco más al norte de Copérnico.

— ¡De acuerdo! — respondió Sokolovsky, tirando de la palanca.

Nuestro cohete se estremeció, recorrió un trecho sobre sus ruedas y, dejando la superficie, fue tomando altura. Vi nuestro gran cohete posado en el valle, luego un vivo rayo de luz me cegó: ¡El Sol!

Estaba aún muy bajo en el horizonte. ¡Era un sol de madrugada, pero no se parecía en nada al que nosotros vemos desde la Tierra! La atmósfera no lo enrojecía. Tenía un color azulado, como siempre en este cielo negro. A pesar de esto su luz era deslumbrante. A través del cristal de la ventanilla sentí en seguida su calor.