El cohete se había elevado y volaba por encima de los altos picachos. Tiurin observaba con atención el contorno de las montañas. Se había olvidado de los embates que acompañaban los cambios de velocidades y también de su filosofía. Ahora era tan sólo un astrónomo.
— ¡Clavius! ¡Es él! Ya veo en su interior tres cráteres no muy grandes.
— ¿Lo llevo al mismo circo? — preguntó Sokolovsky sonriendo.
— Sí, al circo. ¡Bien cerca del cráter! — exclamó Tiurin, y empezó a cantar de alegría.
Eso fue para mí tan inesperado como oír cantar una araña. Creo que ya había dicho que Tiurin tenía una voz extremadamente fina, lo que desgraciadamente no se podía decir de su oído. En su canto no había ni ritmo, ni melodía. Sokolovsky me miró malicioso y sonrió.
— ¿Qué? ¿Qué pasa? — le preguntó de pronto Tiurin.
— Estoy buscando un lugar para bajar — respondió el geólogo.
— ¡Un lugar para posarse! — exclamó Tiurin—. Creo que hay sitios de sobra. El diámetro de Clavius tiene doscientos kilómetros. ¡Una tercera parte de la distancia que separa Moscú de Leningrado!
El circo de Clavius era una especie de valle rodeado por un alto terraplén. Tiurin dijo que la altura de este terraplén era de siete kilómetros. Más alto que los Alpes. Juzgando por la sombra dentada que proyecta en el valle, el terraplén tiene una cresta muy desigual. Las tres sombras de los cráteres se alargaban ocupando casi todo el circo.
— Es el mejor tiempo para hacer excursiones por el circo — dijo Tiurin—. Cuando el Sol se encuentre encima, el calor será insoportable. El suelo se pondrá candente. Ahora sólo empieza a calentarse.
— Es igual. Aguantaremos también el día lunar. Nuestros trajes resguardan tan bien del calor como del frío — respondió Sokolovsky—. Bajamos. ¡Sujétese fuerte, profesor!
Yo también me agarré a la butaca. Pero el cohete casi sin sacudida cayó sobre sus ruedas, dio un salto, voló unos veinte metros, cayó de nuevo, otra vez dio un salto ya más pequeño y finalmente corrió por una superficie bastante lisa.
Tiurin pidió ir hasta el centro del triángulo formado por los tres cráteres.
Rápidamente nos dirigimos hacia ellos. El suelo se hacía cada vez más irregular, más escabroso y empezamos a dar saltos en nuestros asientos.
— Será mejor que lo pasemos de un salto — dijo el geólogo—. O vamos a dejar las ruedas en esta «pista».
En ese mismo instante, sentimos un fuerte golpe. Algo se había roto debajo y nuestro bólido, tumbado hacia un lado fue dando brincos lentamente por los terrones.
— ¡Vaya, ya lo decía! — exclamó Sokolovsky con disgusto—. Una avería. Tendremos que salir fuera y repararla.
— Tenemos ruedas de recambio. Lo arreglaremos — dijo Tiurin—. En caso contrario iremos a pie. Hasta los cráteres sólo hay unos diez kilómetros. ¡Vistámonos!
Sacó con prisa la pipa y empezó a fumar.
— Yo propongo comer un poco — dijo Sokolovsky—. Ya es hora de desayunar.
Pese a sus prisas, Tiurin tuvo que obedecer. Comimos frugalmente y salimos al exterior. Sokolovsky movió la cabeza: la rueda estaba deshecha. Fue necesario poner una nueva.
— Bueno, mientras ustedes lo hacen, yo me voy — dijo Tiurin.
Y él, en efecto, empezó a correr. ¡Vaya con la gelatina! ¡Lo que puede la curiosidad! Sokolovsky admirado, abrió los brazos con gesto de sorpresa. Tiurin saltaba con facilidad grietas de más de dos metros y sólo las más anchas le obligaban a dar un rodeo. La mitad de su traje brillaba al sol y la otra casi se perdía en la sombra. Parecía como si en la superficie lunar se moviera un extraño monstruo, saltando sobre la pierna derecha y agitando el brazo también derecho. La pierna y brazo izquierdos centelleaban periódicamente con una estrecha franja luminosa. La «cuarta» parte de la figura de Tiurin iluminada se alejó rápidamente.
Estuvimos ocupados con la rueda algunos minutos. Cuando todo estuvo reparado, Sokolovsky me propuso ir a la plataforma superior abierta del cohete, donde había un segundo mando de dirección del mismo. Renovamos nuestro camino siguiendo las huellas de Tiurin. Cabalgar en la plataforma superior era más interesante aún. Desde allí podía verse todo a nuestro alrededor. A nuestra derecha cuatro sombras de montañas proyectaban en el valle vivamente iluminado por el Sol sus siluetas. A la izquierda «ardían» sólo las cimas de las montañas y sus bases estaban sumergidas en el crepúsculo lunar. Desde la Tierra esta parte de la Luna parece de color ceniza. Las cordilleras eran de declives más suaves de lo que yo esperaba, íbamos por el mismo borde del «cuarto creciente», o sea por la línea «terminal», como dijo Tiurin, el límite de la luz y la sombra.
Súbitamente Sokolovsky me dio un suave golpe con el codo y con la cabeza me señaló hacia delante. Ante nosotros había una enorme grieta. Más de una vez habíamos pasado de corrida grietas de esas dimensiones, y si era demasiado ancha, volábamos sobre ella. Seguramente, Sokolovsky me había avisado antes del salto, para que yo no me cayera. Yo le miré interrogante. El geólogo acercó su escafandra a la mía y dijo:
— Mire, nuestro profesor…
Eché una mirada y vi a Tiurin que acababa de salir de la franja de sombra. Corría agitando los brazos, a lo largo de una extensa grieta, en dirección a nosotros. Por lo visto no podía saltarla.
— Tiene miedo a que pasemos delante de él y seamos los primeros en llegar al centro del circo — dijo el geólogo—. Tendremos que parar.
En cuanto paramos, Tiurin subió a la plataforma de un salto. Verdaderamente la Luna lo había rejuvenecido.
Sin embargo, exageró un poco. Tiurin cayó sobre mí con todo su cuerpo y se veía cómo su vestido se levantaba convulsivamente en el pecho. El viejo estaba extraordinariamente cansado.
Sokolovsky «pisó el pedal» ante la grieta. Se oyó una explosión y al mismo tiempo el cohete dio un tirón hacia arriba. En este instante vi ante mis ojos los pies de Tiurin. El cansancio se hizo sentir: no tuvo tiempo de aferrarse fuerte de la barandilla y fue derribado. Vi cómo su cuerpo describía un arco y empezaba a caer. Caía despacio, pero desde una altura considerable. Mi corazón dejó de latir ¡Se ha matado…!
Y nosotros ya volábamos encima de la ancha grieta. Sokolovsky giró bruscamente el cohete, con lo cual por poco no salto también yo, y rápidamente descendimos a la superficie, no lejos de donde yacía Tiurin. Estaba tendido y no se movía. Sokolovsky, como persona entendida, revisó ante todo, el estado del traje. El más pequeño agujero podría ser mortaclass="underline" el frío convertiría en un momento el cuerpo del profesor en un pedazo de hielo. Por fortuna el vestido estaba entero, sólo manchado en algunos sitios por el negro polvo, y tenía algunos rasguños sin importancia, que no había llegado a agujerearlo. Tiurin levantó una mano, movió el pie… ¡Vivo! Inesperadamente se levantó y sin ayuda de nadie se dirigió al cohete. Yo quedé admirado. Sólo en la Luna se puede caer con tanta suerte. Tiurin subió a su sitio y sin decir palabra señaló con el brazo adelante. Miré a través del cristal de su escafandra. ¡Estaba sonriendo!
Después de unos minutos llegamos al lugar. El profesor, con aire solemne, bajó primero del cohete. Realizaba un rito. Este cuadro se grabó en mi memoria. El cielo negro sembrado de estrellas. El Sol, azulado. Por un lado, las montañas de un brillo cegador; por el otro, picos montañosos «encendidos» hasta el blanco, «pendientes en el vacío». El amplio valle del circo, casi la mitad cubierto por sombras de bordes dentados; las huellas de nuestro automóvil-cohete en el suelo rocoso cubierto de cenizas y polvo. Estas huellas en la superficie lunar producían un efecto singular. En el mismo límite de la sombra pisa con solemnidad una figura, parecida a un buzo dejando tras de sí huellas… ¡Huellas del pie del hombre! Pero he aquí que esta figura se para. Mira el cráter, hacia nosotros, el cielo. Recoge algunas piedras y forma una pequeña pirámide. Luego se agacha y dibuja con el dedo en la ceniza: