Nuestro cohete corría hacia el este. Yo miraba hacia el sol y me asombraba: se elevaba bastante de prisa hacia el cenit. Súbitamente, Tiurin se echó la mano al costado.
— Creo que he perdido mi máquina fotográfica… El estuche está aquí pero el aparato no… ¡Atrás! ¡No puedo quedarme sin aparato fotográfico! ¡Seguramente se me cayó cuando lo puse en el estuche, después de fotografiar aquel nefasto esqueleto! Aquí los objetos tienen tan poco peso que no es difícil que caigan sin notarlo…
El geólogo movió la cabeza con disgusto pero dio la vuelta al cohete. Y entonces me di cuenta de un fenómeno inverosímiclass="underline" el sol se fue hacia atrás, hacia el este, bajando gradualmente hacia el horizonte. Me dio la sensación que estaba delirando. ¿Me habrán calentado la cabeza los rayos solares? ¡El sol se mueve en el cielo hacia un lado, y después hacia otro! No me atrevía a decirlo a mis compañeros y continuaba, callado, mi observación. Cuando llegábamos al lugar, disminuyó la velocidad de nuestro cohete hasta unos quince kilómetros a la hora y el sol se paró. ¡No puedo comprenderlo!
Tiurin, por lo visto, se dio cuenta que yo miraba a menudo el cielo. Sonrió y, acercando su escafandra a la mía, dijo:
— Veo que le inquieta el comportamiento del sol. Y, sin embargo, la razón es sencilla. La Luna es un cuerpo celeste pequeño y, por lo tanto, el movimiento de sus puntos ecuatoriales es muy lento: cruzan menos de cuatro metros por segundo. Por esto, si se va por el ecuador a una velocidad cercana a los quince kilómetros por hora hacia el oeste, el sol estará parado en el cielo y si se aumenta esta velocidad, el sol empezará a «ponerse» hacia el este. Y al contrario: cuando nosotros íbamos hacia el este, hacia el sol, entonces, al trasladarnos por la superficie lunar, obligábamos al mismo a aumentar su ascensión. En una palabra, aquí podemos dirigir el movimiento del sol. Quince kilómetros por hora es fácil hacerlos en la Luna, aunque sea a pie. Entonces el expedicionario que por el ecuador hacia el oeste vaya a tal velocidad, tendrá el sol siempre encima… Esto es muy cómodo. Por ejemplo, es muy conveniente ir siguiendo al sol cuando está cerca de la puesta. El suelo está aún caliente, hay luz suficiente y no existe ya el calor sofocante. A pesar que nuestros trajes nos preservan de los cambios de temperaturas, la diferencia entre la luz y la sombra se siente bastante.
Llegamos al lugar. Tiurin empezó la búsqueda de su aparato y yo aprovechando la oportunidad, empecé de nuevo la inspección del fondo del Océano de las Tempestades. Puede ser que algún día, en efecto, hubieran en la superficie de este océano espantosas tempestades. Que sus olas fueran cinco o seis veces más altas que en los mares terrestres. Que verdaderas montañas de agua se desplazaran alguna vez por este mar. Que centellearan relámpagos, iluminando sus aguas bulliciosas, que retumbara el trueno, que el mar estuviera lleno de monstruos de gigantesca estatura, mayores que los más grandes existentes alguna vez en la Tierra…
Llegué hasta el borde de una grieta. Tenía una anchura no menor de un kilómetro. ¿Por qué no mirar lo que hay en la profundidad? Encendí la lámpara eléctrica y empecé a descender por el lado de pendiente más suave. Era fácil el descenso. Empecé con precaución, luego, dando saltos y bajando más y más profundo. Encima brillaban las estrellas. A mi alrededor una oscuridad impenetrable. Me pareció que a medida que iba descendiendo aumentaba la temperatura. Quizás me calentara con mis rápidos movimientos. Lástima que no tomé el termómetro del geólogo. Habría podido comprobar la hipótesis de Tiurin, según la cual el suelo de la Luna tiene más calor de lo que los científicos suponen.
Por el camino empecé a encontrar restos extraños de piedras de forma cilíndrica. ¿Serían troncos de árboles petrificados? ¿Pero, cómo podrían haber ido a parar al fondo del mar, en esta profunda hendidura?
Me enganché en algo agudo y faltó poco para que desgarrara mi traje. Un sudor frío de angustia me invadió: esto hubiera sido mortal. Me encogí rápidamente y palpé con la mano el objeto: unos extraños dientes. Giré la lámpara. De la roca salía una larga y negra sierra de dos filos exactamente igual a la de nuestros peces sierra. No, «esto» no podía ser coral. Dirigí la luz a diferentes lados y todo a mi alrededor estaba lleno de sierras, colmillos rectos en espiral como los de los narvales, láminas cartilaginosas, costillas… Todo un cementerio de animales desaparecidos… Era muy peligroso pasear entre todas estas armas de ataque petrificadas. A pesar de esto yo vagaba entre ellas como encantado. ¡Un descubrimiento extraordinario! Sólo por eso valía la pena efectuar un viaje interplanetario. Ya me imaginaba cómo descendería a esta hendidura una expedición especial y los huesos de estos animales que perecieron millones de millones de años atrás, serían recogidos y llevados a Ketz, a la Tierra, a los Museos y Academias de Ciencias, donde los científicos restaurarían los animales lunares…
¡Esto sí que son corales! Y no sólo seis, sino diez veces más grandes que los mayores terrestres. Todo un bosque de «cuernos ramificados». Algunos de ellos conservaban aún su colorido. Unos eran de color marfil, otros rosa, pero la mayoría eran rojos.
Sí, se puede afirmar que en la Luna existió la vida. Puede ser que Tiurin tenga razón y podamos descubrir restos de esta vida. No sólo los despojos mortales, sino los restos vivos de los últimos representantes del mundo animal y vegetal…
Una pequeña piedra me pasó rozando y fue a caer en una mata de coral cercana.
Esto me volvió a la realidad. Levanté la cabeza y vi en el borde superior de la hendidura unas lucecitas que centelleaban. Mis compañeros hacía tiempo que me estaban dando señales. Era necesario volver. Les hice señales con mi linterna, de prisa recogí las muestras más interesantes y llené mi bolsa de campaña. En la Tierra este tesoro pesaría seguramente no menos de sesenta kilos. O sea que aquí no pesa más de diez. Este lastre no me molestó mucho y rápido subí a la superficie.
Tuve que escuchar una reprimenda por parte del astrónomo por haberme separado de la expedición, pero cuando le conté mi hallazgo, se ablandó un poco.
— ¡Usted ha hecho un gran descubrimiento! ¡Le felicito! — dijo—. Naturalmente, organizaremos una expedición. Pero ahora no vamos a detenernos más. ¡Adelante, sin demora de ninguna clase!
Pero sobrevino a pesar de esto una demora. Estábamos ya en el extremo del océano. Ante nosotros se levantaban las peñas «costeras» iluminadas por el sol. ¡Un espectáculo encantador! Sokolovsky paró la máquina sin querer.
Debajo, las rocas eran de pórfidos rojizos y basaltos de los más variados coloridos y matices: verde esmeralda, rosa, gris, azul, pajizo y amarillo… Parecía una alfombra mágica oriental tornasolada por todos los colores del arco iris. En algunos sitios se veían contrafuertes de blanco níveo y obeliscos rosáceos. Sobresalían en las rocas enormes cristales que resplandecían con luz cegadora. Como gotas de sangre colgaban los anaranjados rubines. Cual flores transparente lucían su hermosura los jacintos, los rojo-sangre pirones, los oscuros zafiros melanitas, los almandinos violetas. Nidos enteros de zafiros, esmeraldas, amatistas… De uno de los lados, en un borde agudo del peñascal, brotó un haz de vivos rayos irisados. Así, sólo podían brillar los diamantes. Seguramente eran rupturas recientes de la roca y por esto su brillo no había sido empañado aún por el polvo cósmico.
El geólogo frenó en seco. Tiurin por poco no volvió a caer. Paramos. Sokolovsky, sacando el martillo de geólogo de su bolsa, ya saltaba por las rocas fulgurantes. Tras él iba yo y Tiurin detrás de nosotros. Sokolovsky fue preso de la locura «geológica». No era la codicia del buscador de piedras preciosas. Era la codicia del científico que encuentra un yacimiento de minerales raros.