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El geólogo golpeaba con el martillo en los bloques de diamantes, con el enfurecimiento del minero atrapado por un desmoronamiento al abrir camino hacia su salvación. Bajo sus golpes, los diamantes saltaban en todas direcciones con chispas iridiscentes. La locura es contagiosa. Tiurin y yo recogíamos trozos de piedras diamantinas y las tirábamos allí mismo para recoger otras mejores. Llenamos nuestras bolsas, les dábamos vueltas en nuestras manos exponiéndolas a los rayos del sol, las lanzábamos al aire. A nuestro alrededor todo centelleaba y brillaba.

¡Luna! ¡Luna! Desde la Tierra te vemos de color uniforme plateado. ¡Pero cuántos y variados colores descubre el que llega a pisar tu superficie…!

Muchas veces fuimos sorprendidos con tales descubrimientos. Las piedras preciosas, como rocío policromo, sobresalían en las rocas de montañas y picos. Los diamantes, esmeraldas, las piedras preciosas más caras en la Tierra, no son raras en la Luna… Ya casi nos acostumbramos a tales espectáculos. No les dábamos valor. Pero no olvidaré jamás la «fiebre de diamantes» de la que fuimos presa en las orillas del Océano de las Tempestades…

De nuevo volamos hacia el este saltando a través de montañas y grietas. El geólogo recupera el tiempo perdido.

Tiurin, aferrado con una mano en el respaldo de su asiento, levanta solemne su otro brazo. Este gesto significa nuestro paso por la frontera de la superficie lunar visible desde la Tierra. Hemos entrado en las regiones desconocidas. Ni un sólo hombre ha visto jamás lo que ahora vemos. Mi atención se esfuerza hasta el límite.

Pero los primeros kilómetros nos desilusionaron. Es la misma sensación que se apodera de nosotros la primera vez que salimos al extranjero. Siempre parece que al traspasar la frontera todo será diferente. Sin embargo, te das cuenta que ves el mismo paisaje, los mismos campos, la misma vegetación… Sólo la arquitectura en algunos casos cambia y los vestidos de las personas varían. Después poco a poco se van descubriendo las particularidades del nuevo país. Aquí la diferencia era aún menos manifiesta. Las mismas montañas, circos, cráteres, valles, cavidades de antiguos mares…

Tiurin estaba extraordinariamente inquieto. No sabía que hacer: encima del vagón-cohete se veía todo mejor, pero en el interior era más cómodo efectuar apuntes. Lo que ganaba en uno, lo perdía en lo otro. Por fin, decidió sacrificar los apuntes: de todas maneras, la superficie de la parte «trasera» de la Luna será en un futuro próximo estudiada y medida cuidadosamente para, al final, ser llevada a un mapa. Ahora tan sólo es necesario recibir una idea general de esta parte del relieve lunar aún desconocido por el hombre. Decidimos pasar por el ecuador. Tiurin anotaba sólo los circos de mayores proporciones, los más altos cráteres y les daba al mismo tiempo sus nombres. Este derecho de primer explorador era para él motivo de gran satisfacción. Sin embargo, era tan modesto que no tenía prisa en poner su nombre a los cráteres y mares que descubríamos. Seguramente ya tenía preparado todo un catálogo, y ahora lo rellenaba con nombres de científicos, héroes, escritores y exploradores célebres.

— ¿Qué le parece este mar? — me preguntó con el aire de un rey que se dispone a recompensar con títulos y tierras a su vasallo—. ¿Le gustaría bautizarlo con el nombre de «Mar de Artiomov»?

Miré la profunda cavidad llena de grietas que se extendía hasta el horizonte. Este mar no se diferenciaba en nada de los otros mares lunares.

— Si me permite. — dije después de un momento de vacilación—, lo llamaremos «Mar de Antonino».

¿Antonio? ¿Marco Antonio, el ayudante de Julio César? — preguntó extrañado Tiurin. No había oído bien. Y, por lo visto, su cabeza estaba llena de nombres de grandes hombres y dioses antiguos—. Bueno, está bien. ¡Marco Antonio! No suena mal y me parece que es un nombre no utilizado aún por los astrónomos. Sea. Apuntó: «Mar de Marco Antonio».

Era violento corregir al profesor. Así recibió Marco Antonio unas posesiones a título póstumo en la Luna. Bueno. Para mí y Tonia aún quedaban bastantes mares.

Tiurin pidió hacer una parada. Estábamos en una cuenca donde aún no llegaban los rayos del sol.

Descendimos y el astrónomo sacó el termómetro y lo hundió en el suelo. El geólogo descendió del cohete después de Tiurin. Pasado un tiempo Tiurin sacó el termómetro del suelo y, una vez observado lo entregó a Sokolovsky. Acercaron sus escafandras y, por lo visto, compartieron sus impresiones. Luego subieron precipitadamente a la plataforma del cohete. Allí empezaron de nuevo a hablar. Yo, con mirada interrogante, contemplé a Sokolovsky.

— La temperatura del suelo es de cerca de doscientos cincuenta grados bajo cero por la escala de Celsius — me dijo Sokolovsky—. Por eso Tiurin está de mal humor. Cree que esto es debido a que en este lugar hay pocas materias radiactivas, cuya desintegración calentaría el suelo. Dice que también en la Tierra los océanos se formaron allí donde el suelo era más frío. En el fondo de los mares tropicales, la temperatura es incluso menos que en los mares de latitud norte. Afirma que aún hallaremos zonas calentadas por la desintegración radiactiva. A pesar que, entre nosotros, debo decirle que en régimen térmico de la Tierra, la desintegración radiactiva constituye una magnitud insignificante. Pienso que en la Luna, pasará lo mismo.

Sokolovsky propuso subir a un lugar más elevado para poder observar mejor el relieve de la superficie lunar de la región en que nos encontrábamos.

— Tendremos todo un mapa ante nosotros. Será posible fotografiarlo incluso — dijo Tiurin.

El astrónomo aceptó. Nos asimos fuertemente y Sokolovsky aumentó las explosiones. El cohete empezó a tomar altura. Tiurin fotografiaba sin descanso. En un lugar, en una pequeña elevación del terreno, vi un montón de piedras o rocas en forma de ángulo recto.

«¿Será acaso una construcción de los habitantes lunares, de los que pudieron existir antes que el planeta se convirtiera en este desolado satélite sin atmósfera?», pensé yo y en seguida deseché esta absurda idea. De todos modos, la regular forma geométrica quedó grabada en mi cerebro como uno de los enigmas a descifrar en el futuro.

Tiurin se movía en su asiento. Por lo visto el fracaso con el termómetro le había causado un gran disgusto. Cuando volamos sobre el siguiente «mar», exigió a Sokolovsky bajar hasta la parte sombría del mismo y midió de nuevo la temperatura del suelo. Esta vez el termómetro marcó ciento ochenta grados bajo cero. Una diferencia enorme, a no ser que fuera causada por un mayor calentamiento del suelo por el sol. Sin embargo, Tiurin contempló a Sokolovsky con mirada de vencedor y declaró categóricamente:

— «Mar Caluroso», así se llamará.

¡Un calor de ciento ochenta grados bajo cero! Sin embargo. ¿Es esto peor que el «Mar de las Lluvias» o el «Mar de la Abundancia»? ¡Son unos bromistas estos astrónomos!

Tiurin propuso recorrer unos cientos de kilómetros «sobre ruedas», para poder, en dos o tres lugares, volver a medir la temperatura.

Íbamos ya por el fondo de otro mar, al que yo, de buen grado, le hubiera dado el nombre de «Mar de las Sacudidas». Todo el fondo estaba cubierto de montículos, algunos de los cuales tenían una superficie aceitosa. ¿Serían capas petrolíferas? Éramos zarandeados despiadadamente pero continuábamos la marcha. Tiurin medía con mucha frecuencia la temperatura. Cuando en un paraje el termómetro marcó doscientos grados bajo cero, el astrónomo acercó solemnemente el termómetro a los ojos del geólogo. ¿Qué pasa? Pues que, si la temperatura descendió de nuevo a pesar de aproximarnos al día lunar, quiere decir que las causas hay que buscarlas no sólo en el calentamiento del suelo por el sol. Quizás el profesor tenga razón.