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Tiurin se puso de buen humor. Salimos de la cuenca, dimos una vuelta para pasar una grieta, traspasamos la cadena rocosa de un circo y, recorriendo la suave planicie, levantamos el vuelo hacia las montañas.

Volando a través de ellas, vimos una grandiosa pared de montañas de unos quince kilómetros de altura. Esta pared nos cubría del sol, a pesar que éste estaba ya muy alto del horizonte. Por poco tropezamos ante esta barrera imprevista. Sokolovsky tuvo que dar un círculo para adquirir altura.

— ¡Esto sí que es un hallazgo! — exclamó Tiurin admirado—. Esta cadena de montañas no la podemos llamar Alpes, ni Cordilleras. Esto… Esto…

— ¡Tiurineros! — sugirió Sokolovsky—. Sí, Tiurineros. Un nombre suficientemente sonoro y digno para usted. Difícilmente encontraremos unos montes más altos.

— Tiurineros — repitió atónito Tiurin—. Bien…, Bien…, un poco inmodesto… Pero suena bien: ¡Tiurineros! Sea, lo que usted quiera — asintió. A través de su escafandra vi su rostro radiante.

Fue necesario dar un gran círculo para adquirir altura. Estas montañas llegaban hasta el mismo cielo… Finalmente vimos de nuevo el sol. ¡El cegador sol azul!

Instintivamente entrecerré los ojos. Y Cuando los abrí, parecía que habíamos dejado la Luna y volábamos por los espacios celestes… Me volví y vi detrás la radiante pared vertical de los montes Tiurineros. Su base se perdía abajo en el negro abismo. Y delante…, nada. Abajo, tampoco nada. Un negro vacío… El reflejo de la luz se apaga a medida que avanzamos y más allá…, tinieblas.

¡Vaya aventura! Resulta que la Luna en su parte posterior no tiene forma de hemisferio, sino una especie de corte en la esfera. Veo que mis compañeros están no menos alarmados que yo. Miro a la izquierda, a la derecha. Vacío. Recuerdo algunas hipótesis de cómo podía ser la parte invisible. Una en la que esta parte sería igual a la otra, sólo que con otros mares, montañas. Alguien emitió la opinión donde la Luna tenía forma de pera. En que la parte visible desde la Tierra tenía forma esférica, pero que la invisible era alargada como en la pera. Y que, debido a esto, la Luna dirige siempre hacia la Tierra su cara esférica, más pesada. Pero nosotros encontramos algo aún más inverosímiclass="underline" la Luna es la mitad de un globo. ¿Qué se ha hecho la segunda mitad?

El vuelo continuó algunos minutos más y nosotros continuábamos sobre el negro abismo. Tiurin estaba sentado, como aturdido. Sokolovsky pilotaba en silencio aumentando la velocidad del cohete: estaba impaciente para ver en qué acababa todo esto.

No sé cuánto tiempo estuvimos volando entre la negrura del cielo estrellado, pero, de pronto, hacia el este, se insinuó una franja iluminada de superficie lunar. Nos alegramos como navegantes en un mar desconocido que de pronto divisan la tierra esperada. ¿No nos hemos caído de la Luna? Entonces, ¿qué es lo que había debajo de nosotros?

Tiurin fue el primero en adivinarlo.

— ¡Una grieta! — exclamó, golpeándose en mi escafandra—. ¡Una grieta de extraordinaria profundidad y anchura.

Así era en realidad.

Pronto llegamos al otro lado de la grieta.

Cuando volví la vista atrás, no estaban los Tiurineros. Habían desaparecido detrás del horizonte. A nuestra espalda sólo estaba el espacio vacío.

Los tres estábamos muy impresionados por nuestro descubrimiento. Sokolovsky escogió un lugar para posarse, descendió y sentó el cohete no muy lejos del borde de la grieta.

Nos miramos en silencio. Tiurin se rascó con la mano la escafandra; quería rascarse la nuca, como hacen las personas completamente desconcertadas. Juntamos nuestras escafandras: todos queríamos comunicarnos nuestras impresiones.

— Pues bien, he aquí lo que sucede — dijo finalmente Tiurin—. Esto ya no es una grieta vulgar, como existen infinidad en la Luna. Esta depresión va de un extremo a otro de la superficie posterior de la Luna. Y su profundidad es probable que no sea menor de una décima parte del diámetro del planeta. Nuestro querido satélite está enfermo, y seriamente además, y nosotros no lo sabíamos. ¡Ay! La Luna resulta ser un globo roto, medio rajado.

Recordé diferentes hipótesis sobre la destrucción, el final de la Luna. Unos afirmaban que la Luna, al girar alrededor de la Tierra, se aleja más y más de ella. Y por esto las generaciones futuras verán la Luna cada vez más pequeña. Primero se verá igual que Venus, luego como una sencilla estrella pequeña y, finalmente, nuestro fiel satélite huirá para siempre al espacio universal. Otros, por el contrario, afirman que la Luna será atraída por la Tierra y caerá en ella. Algo singular parece que ya sucedió con un segundo satélite terrestre: una pequeña luna que en tiempos remotos cayó en la Tierra. Esta caída, según ellos, provocó la cavidad del Océano Pacífico.

— ¿Qué va a pasar con la Luna? — pregunté alarmado—. ¿Caerá a la Tierra o se irá al espacio interplanetario cuando se desintegre en pedazos?

— Ni lo uno, ni lo otro. Lo más seguro es que girará alrededor de la Tierra infinidad de tiempo, pero en otro aspecto. Si se rompe sólo en dos pedazos, entonces la Tierra tendrá dos satélites en vez de uno. Dos «medias lunas». Pero lo más fácil es que se desintegre en pequeñas partes y entonces se formará alrededor de la Tierra un anillo luminoso, como el de Saturno. Un anillo de pequeños trozos. Yo había ya predicho esto pero, francamente, no creía que este peligro estuviera tan cerca… Sí, da lástima nuestra vieja Luna — continuó, mirando hacia las tinieblas de la grieta—. Mal… Mal… ¿Y si no se esperara hasta el inevitable final y se precipitara? Si en esta grieta se colocara una tonelada de nuestro «potental», seguramente sería suficiente para partirla en partes. Si está ya condenada a morir, al menos que esto suceda por nuestra voluntad y en la hora que nosotros decidamos.

— Es interesante. ¿Cuán profunda penetra la grieta en la corteza lunar? — dijo Sokolovsky. A él, como geólogo, no le interesaba la suerte de la Luna, sino las posibilidades de penetrar casi hasta el centro del planeta.

Tiurin aprobó efectuar esta expedición.

Empezamos a discutir el plan de acción. Tiurin propuso descender lentamente con el cohete-vagón por la inclinada pendiente de la grieta, frenando el descenso por medio de explosiones.

— Se pueden hacer paradas y mediciones de la temperatura — dijo.

Pero Sokolovsky consideró que este descenso sería difícil e incluso peligroso. Además, al hacerlo despacio, se gastaría demasiado carburante.

— Mejor será descender directamente hasta el fondo. En la vuelta se pueden hacer dos o tres paradas, en caso de hallar lugar adecuado para ello.

Sokolovsky era nuestro capitán y Tiurin, por esta vez, tuvo que conformarse. Sólo pidió que no descendiera demasiado aprisa y que lo hiciera acercándose todo lo posible al borde de la grieta para poder examinar la composición geológica del declive.

Y así empezamos el descenso.

El cohete se elevó sobre el negro abismo de la hendidura y, describiendo un semicírculo, empezó a descender. El sol, que estaba ya bastante alto, iluminaba parte del declive hasta una profundidad considerable. Pero la pendiente contraria de la grieta aún no se veía. El cohete iba perdiendo altura, inclinándose más y más. Nos teníamos que echar hacia atrás, apoyando los pies. Tiurin fotografiaba.

Vimos unas rocas negras, casi lisas. Algunas veces parecían azuladas. Luego aparecían rojizas, amarillas, con matices verdosos. Yo interpreté esto como una señal del hecho que aquí la atmósfera tardó más en desaparecer y los metales, sobre todo el hierro, sufrieron una mayor influencia del oxígeno y, como en la Tierra, se oxidaron. Más tarde Tiurin y Sokolovsky confirmaron mi suposición.

De pronto nos sumergimos en una profunda oscuridad. El cohete entró en la zona de sombra. El cambio fue tan brusco que al principio quedamos como ciegos. El cohete giró a la derecha. En la oscuridad era peligroso volar cerca de las rocas. Se encendieron las luces de los proyectores. Dos tentáculos de luz escudriñaban en la oscuridad sin encontrar dónde posarse. El descenso se hizo más lento. Pasaban los minutos y continuábamos volando en el vacío. Si no fuera por la ausencia de las estrellas, se podría decir que volábamos en el espacio interplanetario. Inesperadamente, la luz del proyector resbaló por una afilada peña. Sokolovsky disminuyó aún más la velocidad de vuelo. Los proyectores iluminaban las angulosas capas de estratos. A la derecha se presentó una pared. Giramos a la izquierda. Pero también allí nos encontramos con una pared. Ahora volábamos por un estrecho cañón. Montones de puntiagudas piedras se acumulaban por todos lados. No había dónde asentar la nave. Volábamos kilómetros y más kilómetros, pero el desfiladero no se ensanchaba.