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— Me parece que tendremos que contentarnos con este examen y elevarnos de nuevo — dijo Sokolovsky.

En él recaía toda la responsabilidad de nuestras vidas y de la integridad del cohete: no quería arriesgarse. Pero Tiurin puso su mano en la suya, como si le prohibiera con este gesto actuar con la palanca de altura.

El vuelo se prolongó una hora, dos, tres…, no puedo decirlo con exactitud.

Al fin vimos una plazoleta, bastante inclinada por cierto, pero en la cual, a pesar de todo, pudimos posarnos. El cohete se paró en el espacio, luego, despacio, fue bajando. ¡Detención! La nave «alunizó» con una inclinación de unos treinta grados.

— Bien — dijo Sokolovsky—. Conseguimos llegar, pero no sé cómo vamos a salir de aquí.

— Lo importante, es que hemos alcanzado nuestro objetivo — respondió Tiurin.

Ahora no quería pensar en nada más y se ocupó en medir la temperatura del suelo. Con inmenso placer comprobó que el termómetro marcaba una temperatura de ciento cincuenta grados bajo cero. No era una temperatura demasiado alta, pero de todos modos parecía que sus hipótesis se justificaban.

Y el geólogo ya estaba picando con su martillo. De él salían chispas, pero ni un solo pedazo de roca se desprendía. Al final, cansado por su vano trabajo, se levantó y acercando su escafandra a la mía, dijo:

— Hematites puras. Lo que podía esperarse. Habrá que contentarse con fragmentos ya rotos. — Y se puso a buscar muestras por los alrededores.

Miré arriba y vi las estrellas, franjas de la Vía Láctea y los bordes radiantes de nuestra grieta vivamente iluminados con fulgores de diferentes colores. Luego dirigí la mirada hacia donde iluminaban los proyectores del cohete. Me pareció que cerca de una pequeña hendidura de la pared la luz oscilaba. Me acerqué al agujero. Verdaderamente, una corriente imperceptible casi de gas o vapor salía de las profundidades. Para comprobar si era verdad, recogí un puñado de cenizas y lo tiré al agujero. La ceniza saltó hacia un lado. Esto se ponía interesante. Encontré una piedra cerca del abismo y la tiré a él, para que el temblor del suelo llamara la atención de mis compañeros y vinieran hacia mí. La piedra cayó al abismo. Pasaron al menos diez segundos, antes que yo sintiera un leve temblor del suelo. Luego le siguió otro, un tercero, cuarto…, más y más fuertes. No podía comprender que estaba sucediendo. Algunas sacudidas eran tan fuertes que la vibración del suelo se transmitía a todo el cuerpo. De pronto vi cómo una enorme roca pasaba cerca de mí. Al pasar por una franja de luz, brilló como un meteorito y desapareció en el oscuro abismo. Las peñas temblaban. Comprendí que había cometido una fatal equivocación. Sucedió lo mismo que en las montañas, cuando la caída de un pequeño guijarro provoca inmensos desprendimientos de rocas. Y he aquí que ahora caían de todas partes piedras, rocas y trozos de peñas. Se precipitaban golpeando en las rocas, saltando, chocando unas con otras soltando chispas… Si nos hubiéramos encontrado en la Tierra, habríamos oído un tronido, un estruendo parecido a cañonazos repercutido interminablemente por el eco de las montañas. Pero aquí no había aire y por eso reinaba un silencio absoluto. El sonido, más exactamente, la vibración del suelo, se transmitía únicamente a través de los pies. Era imposible adivinar hacia dónde correr, de dónde vendría el peligro… Helado de espanto, seguramente habría muerto de miedo si no hubiera visto a Sokolovsky que frenéticamente agitaba sus brazos desde la plazoleta en la que estaba la nave para que fuera hacia allá. ¡Sí! ¡Claro! ¡Sólo el cohete podía salvarnos!

De algunos saltos llegué al cohete, sin parar salté a la plataforma y, al instante, Sokolovsky tiró de la palanca. Bruscamente fuimos echados hacia atrás y durante algunos minutos volamos con las piernas hacia arriba, tan brusca era la subida, la posición casi vertical que Sokolovsky había dado al cohete. Fuertes explosiones en las toberas del cohete lo hacían estremecer.

El geólogo dirigió el cohete en ascenso hacia la derecha, lejos de la vertiente de la grieta. ¡Era asombroso cómo podía dirigir el cohete en posición tan incómoda! Juzgando por su entereza, era un hombre experimentado, que no perdía nunca el dominio de sí mismo. Y, sin embargo, parecía un sencillo hombre «de su casa» chistoso y alegre.

Sólo cuando nuestra nave entró en el espacio iluminado por el sol y se alejó lo bastante del borde del desfiladero, disminuyó Sokolovsky la velocidad y el ángulo de vuelo.

Tiurin subió a la butaca y frotó la escafandra. Por lo visto el profesor se había magullado la nuca.

Como a menudo sucede en las personas que acaban de pasar un gran peligro, nos sobrevino de repente una alegría nerviosa. Nos mirábamos unos a otro a través de las escafandras y nos reíamos, reíamos…

Tiurin señaló hacia el iluminado declive de la grieta lunar. La casualidad nos brindaba una plazoleta para tomar tierra. ¡Y qué plazoleta! Ante nosotros había una enorme terraza, en la cual sin grandes trabajos podrían alojarse docenas de naves. Sokolovsky giró el cohete y muy pronto corríamos por él sobre las ruedas, como en una pista de asfalto. Rodando casi hasta la misma pared, nos paramos. La pared rocosa o férrea tenía unas grietas enormes en sentido vertical. En cada una grietas enormes en sentido vertical. En cada grieta podrían haber entrado varios trenes.

Descendimos al suelo del «cohetódromo». Nuestra excitación no había pasado aún. Sentíamos necesidad de movernos, de trabajar, para poner nuestros nervios a tono.

Relaté a Tiurin y Sokolovsky sobre el hallazgo del «géiser» lunar y me confesé culpable del alud de piedras ocasionado, que por poco nos destruye. Pero Tiurin, interesado por el «géiser», no hizo caso de mi acto temerario.

— ¡Pero si esto es un descubrimiento grandioso! — exclamó—. Yo siempre he dicho que la Luna no es un planeta tan muerto como parece. En él deben existir aún, por insignificantes que sean, restos de gases, sea cual fuere su composición, de su vida anterior. Estas serán, seguramente, salidas de gases sulfúreos. En algún lugar de la masa lunar, queda aún magma caliente. Los últimos latidos, el último fuego del gran incendio que se extingue. En la profundidad de esta grieta que penetra, seguramente, hacia el interior de la Luna, no menos de un cuarto de su radio, los gases encontraron salida. Y nosotros no los hemos analizado. Es necesario hacerlo pase lo que pase. Esto producirá sensación entre los científicos del mundo. ¡El «Géiser de Artiomov»! ¡No ponga objeciones! Tiene derecho a ello. Volvamos ahora mismo.

Y saltó al cohete, pero Sokolovsky movió la cabeza negativamente.

— Por hoy tenemos bastante — dijo—. Es necesario descansar.

— ¿Qué quiere decir «por hoy»? — protestó Tiurin—. El día en la Luna dura treinta días terrestres. ¿Y usted piensa quedarse inmóvil durante treinta días?

— Me moveré — contestó Sokolovsky en tono conciliador—. Pero si usted hubiera estado pilotando cuando salimos de esta grieta del diablo, comprendería mi estado de ánimo y razonaría de otra manera.