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Subí al vagón, me senté con recelo y muy pronto se puso en movimiento.

La velocidad de la «corrida-vuelo» era en efecto extraordinaria. A través de las ventanillas el paisaje se difundía en rayas grises amarillentas. Tan sólo el cielo azul aparecía como de ordinario, pero las blancas nubes corrían hacia atrás con extraordinaria rapidez. Lo reconozco, a pesar de todas las comodidades de este nuevo método de comunicación, no pude por menos de esperar con impaciencia el final de nuestro corto viaje. He aquí que abajo centelleó un río, y en un instante lo pasamos sin puente alguno. Yo lancé una exclamación y sin poderlo evitar me levanté de mi asiento. Al ver tal atraso y provincianismo, todos los pasajeros se pusieron a reír ruidosamente. Tonia, al revés, se puso a aplaudir entusiasmada.

— ¡Esto sí que me gusta! ¡Esto es correr! — decía ella.

Yo ansiosamente ojeaba por la ventanilla: ¿cuándo va a terminar este turbio centellear?

En Andijan pedí un poco de reposo. Me hacía falta descansar después de todas estas superveloces carreras. Pero Tonia no quiso ni escucharme. Parecía dominada por un demonio indómito.

— Vas a estropearme todo mi gráfico. En mi horario concuerda todo con exactitud cronométrica.

Y nuevamente, como llevados por el mismo diablo, corrimos al aeródromo.

El camino desde Andijan a Osha lo hicimos en avión ordinario. Su velocidad normal, no pequeña por cierto — cuatrocientos cincuenta kilómetros por hora— le pareció a Tonia de tortuga. Por si fuera poco, un motor empezó a ratear y tuvimos que efectuar un aterrizaje forzoso. Mientras el mecánico reparaba el motor, yo salí de la cabina y me tumbé en la arena. Pero ésta era caliente en extremo. El sol abrasaba con sus rayos perpendiculares y no tuve más remedio que volver a la sofocante cabina.

Sudando a mares, maldecía en mi interior el viaje y soñaba con la fresca llovizna de Leningrado.

Tonia estaba nerviosa, temiendo retrasarse en Osha al despegue del dirigible. Para desdicha mía, no llegamos tarde y aterrizamos en el aeródromo con media hora de anticipación a la salida del dirigible. Este gigante metálico debía trasladarnos a la ciudad de Ketz. Corrimos hacia la torre de amarre, subimos rápidamente en el ascensor y entramos en la góndola.

El viaje en el dirigible dejó en mí un agradable recuerdo. Los camarotes de la góndola estaban refrigerados y bien ventilados. La velocidad era tan sólo de doscientos kilómetros por hora. Ni balanceo, ni trepidaciones y ausencia absoluta de polvo. Almorzamos magníficamente en la sala de oficiales. En la sobremesa se oían nuevas palabras: Alay, Karakul, Jorog…

El Pamir desde las alturas me produjo una impresión bastante sombría. No en balde este «techo del mundo» es también llamado «estribo de la muerte». Ríos de hielo, montañas, desfiladeros, morrenas, paredes de hielo y nieve coronadas por dientes de piedra negra, eran los adornos fúnebres de estas montañas. Y abajo en las profundidades tan sólo pastos de un intenso verdor.

Uno de los pasajeros, alpinista, mostrando los picos cubiertos de hielo con tonalidades verdosas explicó a Tonia:

— Esto es un glaciar liso, éste es de agujas, el de allí es quebrado, más allá forma olas y más abajo escaleras…

De pronto resplandeció la lisa superficie de un lago.

— Karakul. Altura: tres mil novecientos noventa metros sobre el nivel del mar — dijo el alpinista.

— ¡Mire, mire! — me llama Tonia.

Miro. Un lago como otro cualquiera. Brilla. Y Tonia se maravilla:

— ¡Qué hermosura!

— Sí, un lago brillante — digo yo, para no ofender a Tonia.

III — Me transformo en detective

Bueno, ya vamos a aterrizar. Veo desde el dirigible la vista general de la ciudad. Está situada en un valle muy largo y estrecho, entre altas montañas con picos cubiertos de nieve. El valle va casi en dirección recta de oeste a este. Cerca de la misma ciudad el valle se ensancha. En la parte sur de la ciudad, en su extremo, hay un gran lago. El alpinista dice que es muy profundo.

Unas doscientas casas brillan con sus planos tejados metálicos. La mayoría de ellos son blancos como el aluminio, pero los hay también oscuros. En la vertiente norte de la montaña hay grandes edificios con cúpula, seguramente son observatorios. Más allá de las casas de vivienda se ven los grandes cuerpos de las fábricas.

Nuestro aeródromo está situado, en la parte oeste de la ciudad, al este se ve un extraño camino de hierro de grandes y anchas vías. Este va hasta el final del valle y allí, por lo visto, queda cortado.

¡Al fin tierra firme!

Nosotros vamos al hotel. Yo me niego a recorrer la ciudad, estoy cansado del viaje, y Tonia caritativa me deja ir a descansar. Me saco las botas y me tumbo en el ancho diván. ¡Qué bienestar! En mi cabeza siento aún toda clase de ruidos de motores, los ojos se me cierran. ¡Bueno, ahora sí que voy a descansar bien!

Parece como si llamaran a la puerta. O es que aún oigo los zumbidos de los motores… Vaya, en verdad están llamando. ¡Qué inoportunos!

— ¡Entren! — chillo enfadado mientras me levanto del diván.

Aparece Tonia. Parece que se ha propuesto hacerme perder los estribos.

— ¿Qué tal ha descansado? Vámonos — dice ella.

— ¿Adónde vamos? ¿Por qué vamos? — grito yo.

— ¿Cómo que dónde? ¿A qué hemos venido aquí?

Bueno, está bien. Hemos venido a buscar una persona con barba negra. Entendido… Pero ya es tarde y sería mejor empezar nuestras pesquisas mañana al amanecer. Por otra parte veo que es inútil protestar. Callo y me pongo mi gabardina, pero Tonia solícita me previene:

— Póngase el abrigo de pieles. No olvide que nos encontramos a algunos miles de metros de altura, y el sol ya se ha puesto.

Me pongo mi abrigo de pieles y salimos a la calle.

Aspiro el aire helado y siento que se me hace difícil respirar. Tonia se da cuenta como «bostezo», y dice:

— Usted no está acostumbrado al aire enrarecido de estas alturas. No es nada, pronto pasará.

— Es extraño que en el hotel no lo haya notado — digo asombrado.

— Es que en el hotel el aire es más denso, hay compresores — me dice Tonia—. No todo el mundo está acostumbrado al aire de las montañas. Algunos ni tan sólo salen a la calle y con ellos se efectúan las consultas en casa.

— ¡Qué lástima que este privilegio no lo tengan los especialistas en búsquedas de barbas negras! — repuse yo tristemente.

Íbamos por las calles de esta ciudad limpia y bien iluminada. Aquí estaba el pavimento más liso y más fuerte del mundo: de granito natural, nivelado y pulido. Un pavimento monolítico.

Frecuentemente nos encontrábamos con barbas negras; por lo visto, entre los habitantes había muchos meridionales.

Tonia cada minuto me tiraba de la manga y me preguntaba:

— ¿No es él?

Yo sombríamente meneaba la cabeza. Sin darnos cuenta llegamos a orillas del lago.

De pronto oímos el aullar de una sirena. El eco repercutió en las cumbres, y las encolerizadas montañas respondieron con melancólico sonido. Resultó un concierto que helaba el alma.

En las orillas del lago se encendieron luminosos faroles y el lago se iluminó como un espejo en un marco de diamantes. Seguidamente se encendieron decenas de potentes proyectores que dirigían sus rayos azules hacia el espejado cielo vespertino. La sirena se calló. Cesó su eco en las montañas. Pero la ciudad despertó.

En el lago, cerca de sus orillas, empezaron a correr rápidas canoas y botes. Una masa de gente afluía hacia el lago.