Выбрать главу

En el momento en que yo había perdido las esperanzas y me preparaba para el final, vi el gran cañón. Tuve una alegría tan grande como su hubiera salido de pronto a la Gran Avenida de la isla Vasilevskaia en Leningrado.

¡Vaya suerte! ¿Será el instinto el que me llevó aquí?

Sin embargo, mi alegría pronto cambió en alarma. ¿Hacia que lado seguir? ¿A la derecha o a la izquierda? ¡He perdido por completo la orientación! Probé de poner a prueba mi «instinto», pero esta vez guardaba silencio. Di un paso a la izquierda — el instinto no se oponía— a la derecha, lo mismo.

Fue preciso dirigirse de nuevo en petición de ayuda al «cerebro». A pensar. Cuando salí del cohete tiré hacia la derecha. O sea que ahora hay que girar a la izquierda. Vayamos por la izquierda.

Seguí en esta dirección por lo menos una hora. El hambre se dejaba sentir. Y el final del cañón no se veía aún. Es extraño. Si la primera vez fui hasta la vuelta menos de media hora. O sea que no había visto bien. ¿Volver atrás? ¡Cuánto tiempo perdido! Seguí adelante tenazmente. Súbitamente el cañón se estrechó. Está claro: no voy bien, me he equivocado de lado. ¡Atrás rápidamente!

El sol quemaba sin compasión. Tuve que cubrirme con la capa blanca. El hambre me atormentaba, empezaban a faltarme las fuerzas, pero yo saltaba y saltaba, como si detrás de mí vinieran acosándome monstruos desconocidos. De pronto me cerró el camino una grieta. No era muy grande, se podía traspasar. ¡Pero esta grieta no la vi cuando vine! ¿O es que, pensando, no me di cuenta de ella? Un sudor frío cubrió mi cuerpo. El corazón me latía febrilmente. ¡Me muero! Tuve necesidad de echarme para descansar un poco y volver en sí. Desde el negro cielo me miraba el azul, muerto sol. Así, indiferente, iluminará mi cadáver… ¡No! ¡No! ¡Aún no he muerto! Tengo aún reservas de oxígeno y energía… Poniéndome de pie de un salto, traspasé la grieta y eché a correr… ¿Adónde? ¡Delante, atrás: es igual, lo que importa es moverse!

El cañón se ensanchó. Salté sin parar no menos de una hora, hasta que caí desvanecido. Aquí, por primera vez sentí verdaderamente que me faltaba el aire. Esto ya no era engaño. Con mis carreras había gastado demasiado oxígeno y la provisión se terminaba antes de tiempo.

Es el fin… Adiós, Tonia… Armenia…

Mi cabeza empezó a turbarse…

Inesperadamente vi encima de mí, vivamente iluminado por el sol, uno de los lados de nuestro cohete. ¡Me buscan! ¡Estoy salvado! Reuniendo mis últimas fuerzas, doy un brinco, agito los brazos, grito, olvidando por completo que mi grito no saldrá de la escafandra… ¡Ay! Mi alegría se apagó con igual rapidez que se había encendido: no me vieron. El cohete voló sobre el cañón y se perdió tras las montañas…

Era el último destello de energía. La indiferencia se apoderó de mí. La insuficiencia de oxígeno se hacía sentir. Miles de soles azules centellearon ante mis ojos. Sentí ruidos en los oídos y perdí el conocimiento.

No sé cuanto tiempo estuve tendido sin sentido.

Luego, sin abrir los ojos, aspiré profundamente. El vivificante oxígeno penetraba en mis pulmones. Abrí los ojos y vi encima de mí a Sokolovsky. Con la preocupación en su semblante, miraba a través de mi escafandra. Yo estaba tendido en el suelo, en el interior del cohete donde, por lo visto, me habían llevado. Pero, ¿por qué no me sacan la escafandra?

— Tengo sed… — pronuncié débilmente, sin pensar en que no me oían. Pero Sokolovsky había comprendido mi ruego por el movimiento de los labios. Me sentó en el sillón y acercando su escafandra a la mía, preguntó:

— ¿Tiene hambre y sed, verdad?

— Sí.

— Desgraciadamente, tendrá que esperar. Tenemos una avería. El alud de piedras causó algunos desperfectos en el cohete. Están rotos los vidrios de las ventanillas.

Recordé los golpes «de lado», que había sentido cuando salíamos del «Cañón de la Muerte». Entonces no les había prestado atención.

— Tenemos cristales de repuesto — prosiguió Sokolovsky—, pero para colocarlos y soldarlos es necesario no poco tiempo. En una palabra, vamos a ir rápidamente hasta nuestro cohete grande. Habrá que terminar la expedición lunar.

— ¿Y por qué me llevaron al interior del cohete?

— Pues debido — contestó Sokolovsky—, a que tendré que desarrollar una gran velocidad cósmica para ir hasta el cohete en dos o tres horas. Las explosiones serán fuertes, el aumento de la gravedad del cuerpo será extraordinario. Y usted está aún demasiado débil para poderlo resistir arriba. Además, el profesor Tiurin también estará aquí.

— ¡No sabe lo contento que estoy porque esté usted vivo! — oí la voz de Tiurin—. Ya habíamos perdido las esperanzas de encontrarle…

En su voz había un calor insospechado.

— Ahora échese mejor en el suelo. Yo también lo voy a hacer, y el camarada Sokolovsky se sentará en el mando.

Después de un minuto nuestro cohete, con los vidrios rotos, se había ya elevado sobre las cimas de las montañas. Viraje hacia el oeste. Por un momento, el cohete casi se puso de lado. Debajo vi el abismo de la gran grieta lunar, que por poco nos pierde, con la plazoleta y el cañón. El cohete vibraba por las explosiones. Mi cuerpo se hacía pesado como el plomo. La sangre afluía tan pronto a la cabeza como a los pies. Sentí que, otra vez, perdía el conocimiento… Caí en un leve desvanecimiento, que esta vez superé yo mismo. El oxígeno es un magnífico medio vivificante. Se notaba que Sokolovsky se había preocupado porque a mi escafandra llegara en fuertes dosis. Pero la presión no debía sobrepasar una atmósfera, pues de lo contrario, podría fallar el vestido. Y tanto se había hinchado que daba la impresión que me había engordado.

Al final de este viaje, me había recobrado hasta el punto en que pude ya salir por mi mismo del pequeño cohete y trasladarme a la gran nave interplanetaria.

¡Con qué gusto me deshice de la ropa de «buzo»! ¡Y comí y bebí por cinco!

Pronto volvió a nosotros el buen humor. Yo contaba ya riendo mis aventuras, mis descubrimientos científicos, y no podía perdonarme el haber dejado escapar la «tortuga lunar» que había tomado por una piedra. Por otra parte ya empezaba a dudar de su existencia. Puede ser que esto fuera tan sólo una broma de mi trastornada imaginación. Pero los «musgos» estaban en mi bolsa, como un trofeo traído del «País de los Sueños».

Nuestra expedición a la Luna, a pesar de su breve duración, dio inmensos resultados científicos. Estos darían, sin duda, mucho que hablar a los científicos terrestres.

El viaje de retorno se hizo sin dificultades. No existía ya la depresión natural que siempre sobrecoge al hombre ante lo desconocido. Volábamos hacia la Estrella Ketz, como si volviéramos «a casa». Pero, ¿dónde está? Miré al cielo. En lo alto pendía sobre nosotros la hoz de la «tierra nueva». Debajo, la Luna ocupaba la mitad del horizonte. A pesar del hecho que por poco muero en ella, su vista no me causaba miedo.

Había caminado por esta Luna y huellas de nuestros pies habían quedado en su superficie. Llevábamos a Ketz, a la Tierra, «pedazos» de Luna… Este sentimiento nos acercaba a ella.

XV — Días de trabajo en la estrella

— ¡A ver, muéstrense, muéstrense! — nos decía Meller mirando sobre todo a Tiurin por todos lados—. Se ha curtido, ha vuelto más joven «la araña». ¡Si parece un novio! ¿Y los músculos? Bueno, no salte, no presuma. Déjeme palpar sus músculos. Los bíceps son debiluchos. Pero las piernas se han reforzado bien. ¿Por cuántos años va a encerrarse de nuevo en su telaraña?

— ¡No, ahora no voy a atarme! — respondió Tiurin—. Voy a volver a la Luna. Hay mucho trabajo allí. Y también a Marte y a Venus quiero ir.