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— Creo que en el laboratorio, o en el invernadero.

— ¿No oyó la alarma?

— No.

— Entonces, es que estaba en el laboratorio, alejado de Ketz. De otro modo la hubiera oído. La sirena silbaba furiosamente. Yo, en aquel momento, me encontraba con Parjomenko. ¡Si hubiera visto qué revuelo se armó en la Estrella!

— ¿Y qué había provocado la alarma?

— Un rarísimo acontecimiento, el primero en la historia de la Estrella. Un pequeño meteoro, quizás más pequeño que un grano de arena, traspasó de parte a parte nuestra Estrella, agujereando en su paso las hojas de las plantas y el hombro de una de las colaboradoras. El meteoro era insignificante. Esto es lo que parece, ya que la brecha que ha abierto en la envoltura de Ketz, se ha soldado ella misma después de fundirse primero por el impacto. Pero Goreva, que le ha traspasado el vestido y el hombro, dijo que vio como una chispa y un chasquido como de un relámpago. Inmediatamente se dio la alarma. Pues el meteoro podía haber perforado una gran brecha, el gas habría salido y el frío del Universo penetraría en la Estrella. He aquí por qué nuestro satélite está dividido en compartimientos cerrados. Las puertas se cierran instantáneamente y se evita el escape de la atmósfera. Al compartimiento donde existe la avería, son enviados especialistas que para estos casos van provistos de escafandras. Goreva tuvo tiempo de salir de su habitación antes que se cerraran las puertas automáticamente. En todo caso, también existen llaves para cuando no se ha tenido tiempo de salir y poder abrir las puertas. A pesar del sobresalto, todos han respondido con gran disciplina y serenidad. Meller examinó la lesión de Goreva, manifestando que nunca había visto una herida tan «esterilizada». Claro que no sé si se puede llamar herida a un agujero un poco mayor que el pinchazo de una aguja. No ha sido necesario ni vendarla. Pero le estoy cansando — dijo el ingeniero mirando su reloj—. ¡Sí que le espero!

Le prometí que sin falta iría a visitar la fábrica. Aunque esta promesa no había de poder cumplirla. Me ocuparon otros sucesos.

Casi se puede decir que me fui a vivir en el zoolaboratorio, pues muchas veces no iba a comer a Ketz: el tener que vestirme con la escafandra, y la cámara atmosférica, me quitaban demasiado tiempo y yo aprovechaba cada minuto. Pues un solo minuto en este laboratorio daba más que horas enteras en la Tierra: tan rápidos transcurrían aquí durante los experimentos los diferentes procesos biológicos. La mutación de las moscas drosófilas se operaba literalmente ante mis ojos. Yo me admiraba de la diversidad de nuevas y nuevas variedades. Estaba absorbido por completo en el estudio de las leyes que dirigían todas estas variaciones. El comprenderlas suponía tener una nueva arma para dirigir a voluntad el desarrollo de los animales. Estudié los núcleos de las células y los cromosomas en ellos encontrados — portadores de los signos de herencia— y también los conjuntos de cromosomas o completos. Después de esto ya podía recibir generaciones de moscas drosófilas de cualquier género y tamaño.

¡Qué perspectivas para el desarrollo de la ganadería en la Tierra! Claro, allí no hay rayos cósmicos de tal intensidad. Pero ya se han descubierto métodos artificiales para la obtención de rayos cósmicos. Allí resulta aún muy caro, pero los experimentos se pueden realizar aquí y los resultados transmitirlos. Y entonces en la Tierra van a someter a los animales a una radiación artificial en cámaras especiales, ya seguros de obtener los resultados apetecidos. En los rebaños se van a obtener tantos toros y vacas como nos sean necesarios, y no los que quiere la naturaleza. Podremos obtener animales gigantes. La vaca «elefante» dará cada día decenas de cubos de leche. ¿No es eso una tarea seductora?

A pesar del trabajo, no olvidaba a «Dgipsi». Él, decididamente, me había tomado afecto y no se separaba de mí. Con él no tenía tiempo de aburrirme. Verdad es que no era fácil acostumbrarse a su apariencia extraordinaria. Pero yo me habitué y la impresión de su monstruosidad se atenuó. Incluso los ojos de «Dgipsi» se hicieron más alegres.

Las personas no siempre son amables con sus amigos cuadrúpedos. Sobre todo este Kramer. «¡Eh tú, gato pelado!», saludaba grosero a «Dgipsi» al encontrarse con él. «¡No te acerques!», lo amenazaba con el puño. Se comprendía que «Dgipsi» no pudiera ni verlo.

El enseñar a «Dgipsi» a «hablar» se resumía a la creación de una «lengua convencional». Yo debía recordar aquellos sonidos que emitía «Dgipsi» para tal o cual motivo. Estos sonidos poco se parecían a los humanos, pero a pesar de todo se diferenciaban entre sí. El mismo «Dgipsi» me ayudó, prestando atención en la entonación, fuerza de tono y pausas. Así, progresivamente, empezamos a entendernos bastante bien uno a otro. El inconveniente principal fue que a pesar de todo, «Dgipsi» continuaba siendo un «extranjero» al que sólo yo podía entender. Debido a esto valoraba aún más mi amistad. A menudo, lamía mi mano: esta costumbre perruna había quedado en él. Sin embargo, ¿de qué otra manera podía exteriorizar el pobre perro sus sentimientos cariñosos?

Era divertido ver a «Dgipsi», cuando con inmensa solicitud y paciencia enseñaba a los cachorros moverse, a «volar» en el espacio sin gravedad. ¡Lástima que estos cuadros no fueron tomados en película!

Mirándole, me decía: «¡qué mal utilizamos aún a los animales en servicio del hombre!» Dgipsi con sus garras membranosas está poco adaptado para moverse en la Tierra. Sus músculos y esqueleto son, seguramente, débiles. Pero nada más fácil que crear aquí un tipo de perros de gran desarrollo, útiles para las condiciones terrestres. Sería necesario tan sólo mantenerlos en cámaras especiales con fuerza de gravedad artificial. El desarrollo de su cerebro bajo la acción de los rayos cósmicos intensivos, es aquí mucho más rápido que en la Tierra. Noté en «Dgipsi» un extraordinariamente fino olfato y oído. El podría haber sido no sólo un guardia excelente, que llegado el caso podría conectar luces de señales, pulsar un timbre, o llamar con su ladrido por teléfono, sino también una especie de reactivo vivo en la producción. El siente el más mínimo cambio del olor, temperatura, sonido y color, pudiendo en seguida señalizarlo. Esto, claro está, lo hacen de manera ideal nuestros automáticos. Pero «Dgipsi» no es un autómata, y él puede más: no sólo «distinguir», sino que también variar la dirección del trabajo con ayuda de aquellos automáticos.

Le gustaba mucho que le mandara con diferentes misiones, cumpliéndolas casi siempre sin equivocación. Si no me entendía, meneaba la cabeza. «Sí» y «no» ya lo transmitía con los sonidos «vvi», y «vvo».

Su fidelidad era infinita. En una ocasión vino a nuestro laboratorio un empleado llegado no hacía mucho de la Tierra y agitó inexperto sus abanicos ante mí. «Dgipsi» pensó que el muchacho quería pegarme, se abalanzó sobre él y lo lanzó a un lado. El pobre por poco muere del susto al verse aquel monstruo encima.

No será fácil separarme de «Dgipsi», pero llevarlo a la Tierra es imposible. Allí se sentiría muy mal.

En una palabra, estaba muy satisfecho de «Dgipsi». Por el contrario, Falieev me tenía cada vez más preocupado. Este hombre cambiaba extraordinariamente ante mis ojos. Cada día se hacía más torpe. Algunas veces, «flotaba» largo rato ante mí, no comprendiendo cosas sencillas. Su trabajo no marchaba. Se olvidaba de todo, cometía miles de equivocaciones. Incluso exteriormente se había abandonado, no se afeitaba, no cambiaba sus vestidos y tenía que llevarle a la fuerza al baño. Lo más extraño era que empezó a cambiar físicamente. Yo no quería dar crédito a mis ojos, pero al fin me convencí que verdaderamente se hacía más alto, de mayor estatura… Su cara también se había alargado. La mandíbula inferior sobresalía más y más. Los dedos de las manos y pies se estiraban, los cartílagos y huesos se engrosaban. En una palabra, con él sucedía lo que en las personas enfermas de acromegalía. En una ocasión lo llevé ante el espejo, en el cual hacía meses que no se había mirado, y dije: