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— ¿O sea, puedo volar, doctor?

— Sí. Creo que puede. En el cohete, claro, hay tan sólo una décima parte de la presión atmosférica normal; en compensación, usted respirará oxígeno puro, sin mezclas de cuatro quintos de nitrógeno, como en la atmósfera terrestre. Esto es completamente suficiente para la respiración. Y en la Estrella Ketz hay cámaras interiores con presión normal. La Estrella se halla sólo a una altura de mil kilómetros.

— ¿Cuántos días durará el vuelo? — pregunté.

El doctor me miró de soslayo burlonamente.

— Veo, que usted entiende muy poco de viajes interplanetarios. Pues sí, querido amigo, el cohete tarda hasta la Estrella unos ocho o diez minutos… Pero como hay que trasladar a personas no avezadas, el vuelo se prolonga un poco más. Para aprovechar la fuerza centrífuga, el cohete vuela con un ángulo de veinticinco grados con respecto al horizonte y en dirección a la rotación de la Tierra. Los primeros diez segundos la velocidad aumenta hasta quinientos metros por segundo y tan sólo durante el tiempo de vuelo a través de la atmósfera disminuye algo la velocidad, para que luego, cuando la atmósfera empieza a enrarecerse, aumente de nuevo.

— ¿Por qué la velocidad disminuye durante el vuelo a través de la atmósfera? ¿Frenando?

— El frenado puede ser superado, pero es que durante el vuelo en la atmósfera a grandes velocidades, la fricción del cohete con ella hace que la envoltura exterior se caliente en extremo y también que aumente la sobrecarga. Y sentir que nuestro cuerpo aumenta de peso en diez veces, no es muy agradable que digamos.

— ¿Y no nos quemaremos con la fricción de la envoltura exterior con la atmósfera? — pregunté receloso.

— No, aunque puede ser que suba un poco. Pues la envoltura del cohete la forman tres capas. La interior es de metal duro, con ventanillas de cuarzo recubiertas de cristal ordinario, y con puertas que cierran herméticamente. La segunda es refractaria, de material que casi no transmite el calor. Y la tercera, exterior, a pesar de ser relativamente delgada, es de metal extraordinariamente refractario. Si la envoltura exterior llega a calentarse hasta el rojo, la intermedia retiene el calor y no lo deja penetrar al interior del cohete; además la refrigeración es inmejorable. Un gas refrigerante circula sin interrupción entre las envolturas, filtrándose a través de un material poroso y refractario que separa las envolturas entre sí.

— Usted, doctor, es un verdadero ingeniero — dije yo.

— Qué le vamos a hacer. Es más fácil adaptar el cohete al organismo humano, que el organismo a condiciones anormales. Por esto los técnicos no tienen más remedio que trabajar en contacto con nosotros. Si hubiera visto los primeros experimentos. ¡Cuántos fracasos! ¡Víctimas!

— ¿Y hubo víctimas humanas?

— Sí, también humanas.

Sentí un hormigueo en la espalda. Pero era ya tarde para retroceder.

Cuando volví al hotel, Tonia me comunicó muy alegre:

— Ya lo sé todo. Se ha arreglado todo maravillosamente. Volamos mañana al mediodía. No se lleve nada de sus cosas. Temprano, antes del vuelo, nos bañaremos y pasaremos por la cámara de desinfección. Recibiremos ropa y vestidos esterilizados. El doctor me comunicó que está usted perfectamente bien de salud.

Yo oía a Tonia como en sueños. No supe contestarle nada. El miedo me había paralizado. No creo valga la pena hablar de cómo pasé mi última noche en la Tierra, ni de todo lo que pasó por mi cerebro…

VI — El «Purgatorio»

Llegó la mañana. La última mañana en la Tierra. Miré con tristeza por la ventana de mi habitación; el sol iluminaba resplandeciente. No tenía apetito pero me impuse a mí mismo y desayuné. Seguidamente me dirigí a «limpiarme» de los microbios terrestres. Esto duró más de una hora. El médico bacteriólogo me habló de cifras astronómicas, miles de millones de microbios habitaban en mis vestidos. Resulta que yo llevaba en mí el tifus, el paratifus, la disentería, la gripe, la tosferina y hasta casi el cólera. En mis manos fueron descubiertos bacilos del carbunclo y de la tuberculosis. Mis botas estaban infectadas de una serie de microbios de raras enfermedades. En mis bolsillos, el tétanos. En los pliegues de mi gabán, fiebres de malta y afta. En el sombrero, rabia, viruela, erisipela… Ante todas estas novedades yo empecé a temblar. ¡Cuántos invisibles enemigos aguardaban el momento de caer sobre mí y tumbarme! Se diga lo que se diga, la Tierra tiene sus peligros. Esto me concilió un poco con la idea del próximo viaje a las estrellas.

Fue necesario soportar un lavado de estómago e intestinos, además de someterme a nuevas radiaciones con aparatos desconocidos. Estos debían eliminar a los microbios dañinos que se encontraban en el interior de mi cuerpo. Terminé bastante atormentado.

— Doctor — dije yo—. Todas estas precauciones no van a dar ningún resultado. En cuanto salga de aquí, los microbios de nuevo van a lanzarse sobre mí.

— Esto es verdad, pero usted, cuando menos, se ha librado de aquellos microbios que había traído de la gran ciudad. En un metro cúbico de aire del centro de Leningrado hay miles de bacterias; en los parques sólo centenares, y ya en las alturas de Isaakiya tan sólo decenas. Aquí, en el Pamir, unidades. El frío y el fuerte sol, la ausencia de polvo y el clima seco son excelentes desinfectantes. En la Estrella Ketz tendrán que pasar de nuevo por el «purgatorio». Aquí la limpieza ha sido sólo superficial. Allí será a fondo. ¿Desagradable? Qué se le va a hacer. En compensación, ustedes podrán estar tranquilos porque no van a padecer ninguna enfermedad infecciosa. Cuando menos allí el peligro se ha reducido al mínimo. Aquí el riesgo es mucho mayor.

— Esto es muy consolador — dije yo, mientras me vestía con las ropas desinfectadas—, a menos que uno se queme, se asfixie, o…

— Quemarse y asfixiarse es posible también en la Tierra — me interrumpió el doctor.

Cuando salí a la calle, nuestro coche nos estaba ya esperando. Pronto Tonia salió de la sección femenina de cámaras de desinfección. Sonrió y se sentó a mi lado. El automóvil se puso en marcha.

— ¿Se ha lavado bien?

— Sí, el baño era excelente. Me he quitado de encima trescientos cuatrillones doscientos trillones cien billones de microbios.

Miré a Tonia. Fresca, bronceada, en sus mejillas aparecía el rojo. Ella se hallaba completamente tranquila, como si nos dirigiéramos al parque a dar un paseo. Sí, he hecho bien en aceptar volar con ella…

Mediodía. El sol cae casi vertical sobre nuestras cabezas. El cielo es azul, transparente como cristal de roca. Brilla en las montañas la nieve, azulean los helados ríos de los glaciares, abajo rumorean alegres los arroyos formando pequeñas cascadas, más abajo verdean los campos, y en ellos, como bolitas de nieve, se ven rebaños de ovejas que pacen. A pesar del caliente sol, el viento trae el helado aliento de las montañas. ¡Qué bonita es nuestra Tierra! Y dentro de algunos minutos la voy a abandonar para volar hacia el negro abismo del cielo. Verdaderamente, estas cosas es mejor leerlas en las novelas…

— ¡Mire, nuestro cohete! — gritó Tonia con alegría—. Se parece a una vejiga de pescado. Vea, el regordete doctor ya nos espera.

Salimos del automóvil, y yo como de costumbre ofrecí la mano al doctor, pero él las escondió rápidamente.

— No olvide que está usted desinfectado. No toque nada terrestre.

¡Ay! He renunciado a la Tierra. Menos mal que Tonia también es «celeste». La tomé de la mano, y nos dirigimos al cohete.

— He aquí nuestra obra — dijo el doctor, señalando el cohete—. Vean que no tiene ruedas. En lugar de rieles, se desliza por canales de acero. En el cuerpo del cohete hay unos pequeños hoyos para las bolas, y él resbala sobre éstas. La corriente para la carrera de despegue la proporciona una central eléctrica terrestre. Como conductor de la misma, sirve el canal de acero… Usted ya tiene un color de cara normal. ¿Se acostumbra? Muy bien, muy bien. Transmitan mis saludos a los habitantes celestes. Ruegue a la doctora Anna Ignatevna Melles, me transmita con el cohete «Ketz-cinco» el informe mensual. Es una mujer muy simpática. Una doctora con la menor práctica del mundo. Pero de todas maneras no le falta trabajo…