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El aullar de la sirena ahogó las palabras del doctor. Se abrió la escotilla del cohete. Descendió la escalera.

— ¡Bueno, ya es hora! ¡Que lo pasen bien! — exclamó el doctor escondiendo de nuevo las manos a la espalda—. ¡Escriban!

La escalera tenía tan sólo diez peldaños pero mientras subía por ellos, mi corazón latía como si quisiera salir del pecho. Detrás de mí subió Tonia, luego el mecánico. El piloto hacía ya mucho que estaba en su sitio. Con dificultad nos instalamos en la estrecha cámara, iluminada por una lámpara eléctrica. La cámara era parecida a la cabina de un pequeño ascensor.

La puerta se cerró suavemente. «Como la tapa de un ataúd», pensé yo.

Los vínculos con la Tierra estaban rotos.

VII — Un corto viaje

Los postigos de las ventanillas de nuestra cabina estaban cerrados; yo no vi lo que pasaba en el exterior y con los nervios en tensión esperaba la primera sacudida. Las saetas del reloj se juntaron en las doce, pero nosotros continuábamos completamente inmóviles. Es raro. Por lo visto, algo hacía retrasar nuestro despegue.

— ¡Parece que nos movemos! — exclamó Tonia.

— Yo no noto nada.

— Esto, seguramente, es debido a que el cohete va lenta y suavemente sobre sus ruedas-bolas.

De pronto sentí una suave presión que me echaba hacia el respaldo del sillón.

— ¡Claro que nos movemos! — exclamó Tonia—. ¿Lo nota? La espalda presiona más y más al respaldo.

— Sí, empiezo a sentirlo.

Resonó el estrépito de una explosión que fue dilatándose hasta llegar a un aullido. El cohete empezó a temblar. Ahora ya no había ninguna duda: volábamos. A cada segundo aumentaba el calor. El centro de gravedad fue desplazándose hacia la espalda. Finalmente parecía que no estuviera sentado en el sillón, sino acostado en la cama, levantando hacia mí las piernas dobladas por las rodillas. Evidentemente, el cohete tomaba la posición vertical.

— Parecemos escarabajos vueltos patas arriba — dijo Tonia bromeando.

— Y además aplastados con un buen ladrillo — añadí yo—. Siento bastante presión en el pecho.

— Sí. Y los brazos parecen de plomo. Imposible levantarlos.

Cuando las explosiones cesaron, se notó una mejoría. A pesar de las capas aislantes y los refrigeradores, hacía mucho calor: estábamos atravesando la atmósfera. El cohete se calentaba con la fricción.

Otra tregua. No hay explosiones. Respiré más libremente. Súbitamente, una corta explosión y sentí que caía hacia el lado derecho. Claro, una catástrofe. Ahora caeremos con estrépito sobre el Pamir. Convulsivamente sujeto el hombro de Tonia.

— Seguramente una colisión con un bólido… — musito.

La cara de Tonia es pálida, en sus ojos se lee el miedo, pero ella dice tranquila:

— Agárrese como yo al respaldo del sillón.

Pero la posición del cohete se endereza. Las explosiones cesan. Dentro va bajando la temperatura. Por el cuerpo se difunde una sensación de ligereza. Yo levanto los brazos, agito las piernas. ¡Qué agradable liviandad! Intento levantarme e, imperceptiblemente, me separo del sillón, quedando flotando en el aire, luego, despacio, desciendo de nuevo a mi asiento. Tonia agita los brazos como un pájaro sus alas y canta. ¡Nos reímos! Extraordinaria y agradable sensación.

Inesperadamente se abren los postigos de las ventanillas. Ante nosotros el cielo. Está completamente cubierto de estrellas que no centellean y un poco teñido de color carmín. Se ve la Vía Láctea sembrada de estrellas de diferentes colores. No tiene el color lechoso con que se la ve desde la Tierra y que le ha dado su nombre.

Tonia me llama la atención enseñándome una gran estrella cerca de la alfa de la Osa Mayor, una nueva estrella en la conocida constelación.

— Es Ketz… La Estrella Ketz — dice Tonia.

Entre la innumerable cantidad de estrellas sin centelleo, es la única que se distingue con sus rayos palpitantes, ahora rojos, luego verdes y después anaranjados. Tan pronto se ilumina vivamente como se apaga para iluminarse de nuevo… La estrella crece ante nuestros ojos y se acerca poco a poco hacia el lado derecho de la mirilla. Esto quiere decir que la nave se acerca a ella en línea curva. La estrella arroja largos rayos azulados y sale de nuestra visibilidad. Ahora en el oscuro fondo del cielo se ven únicamente lejanas estrellas y algunas nebulosas blanquecinas. Parecen muy cercanos estos lejanos mundos de estrellas…

Se cierran los postigos. De nuevo trabajan los aparatos de explosión. El cohete hace maniobras. Sería interesante ver cómo amarra en el cohetódromo celeste…

Un pequeño golpe. Parada. ¿Es posible que sea el final del viaje? Sentimos una extraña sensación de imponderabilidad.

La puerta de la cabina del capitán se abre. El capitán, acostado en el suelo, desciende sosteniéndose de unos pequeños asideros. Tras el capitán, también a rastras, le sigue un joven, al cual no habíamos visto antes.

— Perdonen por los desagradables segundos que les ocasionamos durante el viaje. La culpa fue de mi joven practicante: giró con demasiada violencia el timón de dirección y ustedes seguramente salieron despedidos de sus asientos.

El capitán toca con el dedo pulgar al joven y éste, suavemente, como una brizna, sale despedido hacia un lado.

— Bueno, todo terminó bien. Vístanse los trajes y las máscaras de oxígeno. Filipchenko — este era el nombre del joven piloto—, ayúdelos.

El mecánico de a bordo salió ya vestido. Parecía un buzo, aunque la escafandra era más pequeña, y en los hombros llevaba una capa confeccionada con material brillante, como de aluminio.

— Estas capas — explicó el capitán—, apártenlas a un lado si tienen frío. Dejen que los rayos del sol les calienten. Y si tienen demasiado calor, entonces tápense con ellas. Rechazan los rayos solares.

Con ayuda del mecánico y del capitán, pronto nos ataviamos con los vestidos interplanetarios y, emocionados, esperamos al momento de salida del cohete.

VIII — Una criatura celestial

Fuimos traspasados a otra cámara de la cual empezaron a extraer poco a poco el aire. Muy pronto se formó el «vacío interplanetario» y se abrió la puerta.

Traspasé el umbral. No había escalera; el cohete descansaba en uno de sus lados. En estos instantes estaba deslumbrado y aturdido. Bajo mis pies brillaba la superficie de un inmenso globo de algunos kilómetros de diámetro.

No tuve tiempo de dar el primer paso cuando ya apareció a mi lado un «habitante de la estrella» con atuendo interplanetario. Con rara habilidad y ligereza enlazó mi mano con un lazo de cordón de seda. No empezamos mal. Yo me enfadé, tiré de mi mano, di una patada con ira…, y en un instante me elevé unas decenas de metros. El «habitante de la estrella» en seguida tiró de mí por medio del cordón hacia la superficie del brillante globo. Entonces comprendí que si no me hubiera atado, al primer descuido en mis movimientos hubiera volado al espacio y no habría sido fácil mi captura. Pero, ¿cómo no me había llevado conmigo al hombre que me tenía atado del lazo? Miré a «tierra» y vi que en su brillante superficie había un sinnúmero de abrazaderas, de las cuales se sujetaba mi acompañante.