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Vi al lado a Tonia. Ella también llevaba su satélite, bien atado a su lazo. Yo quería acercarme a ella, pero mi acompañante me cerró el paso.

A través del cristal de la escafandra vi sonreír su joven rostro. Acercó su escafandra a la mía para que pudiera oírle, y dijo:

— ¡Agárrese fuerte de mi mano!

Yo obedecí. Mi acompañante sacó el pie de la abrazadera y saltó hábilmente. De su espalda salió una llamarada, yo sentí un empujón y salimos despedidos hacia delante sobre la superficie de la esférica «luna». Mi acompañante estaba equipado con una mochila-cohete para los vuelos a corta distancia, en los espacios interplanetarios. Disparando con habilidad los «revólveres» de la mochila, el de arriba o el de abajo, los de los lados o el de atrás, me llevaba más y más allá por el arco de la superficie del globo. A pesar de la destreza de mi acompañante, dábamos ligeras volteretas, como los payasos en la arena del circo. Tan pronto cabeza abajo, como arriba, pero esto casi no nos ocasionaba ninguna congestión de la sangre.

Muy pronto desapareció en el horizonte el cohete en el cual arribamos. Recorríamos el espacio vacío que separaba el cohetódromo de la Estrella Ketz. Sin embargo, si hay que hablar de mis sensaciones debo decir que me pareció que estábamos parados y que venía hacia nosotros un tubo brillante que aumentaba de volumen paulatinamente. He aquí que el tubo ha girado y vemos su extremo, cerrado por una brillante semiesfera. Desde este lado el tubo parecía un pequeño globo en comparación con la «luna-cohetódromo». Y este globo, como una bomba, se dirigía directamente hacia nosotros. La sensación no era del todo agradable: un poco más y la brillante bomba nos aplastará. De improviso la bomba, con rapidez inverosímil, describió en el cielo un semicírculo y se puso a nuestra espalda. Mi acompañante me giró de espaldas a la Estrella para frenar nuestra marcha. Algunos cortos disparos, unos golpecitos de una invisible mano a la espalda y mi compañero se aferró a una de las abrazaderas en la superficie del semicírculo.

Nos esperaban seguramente. En cuanto «amarramos», en la pared del semicírculo se abrió una puerta. Mi acompañante me empujó al interior, entró y la puerta se cerró.

De nuevo una cámara de aire iluminada por una lámpara eléctrica. En la pared un manómetro, barómetro y termómetro. Mi acompañante se dirigió a los aparatos y empezó a observar. Cuando la presión y temperatura fueron suficientes empezó a desnudarse y, con un gesto, me propuso hacer lo mismo.

— ¿Qué tal las volteretas? — preguntó riéndose—. Lo hice adrede.

— ¿Quería divertirse?

— No. Yo temía que usted sufriera calor o frío al no saber utilizar la capa reguladora de la temperatura. Por eso le daba vueltas, como un pedazo de carne en el asador, para que usted se «asara» con el sol — dijo él, deshaciéndose por completo del vestido interplanetario—. Bueno, permítame presentarme. Kramer, laborante-biólogo de la Estrella Ketz. ¿Y usted? ¿Viene a trabajar con nosotros?

— Sí, soy también biólogo. Artiomov, Leonid Vasilevich.

— ¡Estupendo! Trabajaremos juntos.

Yo empecé a desnudarme. Y de pronto sentí que la ley física — «la fuerza de la acción es igual a la fuerza de la reacción»— se descubre aquí en sentido puro, sin ser obscurecida por la atracción terrestre. Aquí todas las cosas y hasta las mismas personas se convierten en «aparatos reactivos». Tiré el vestido, hablando en lenguaje terrestre, «hacia abajo», y yo mismo, empujado por él, subí hacia arriba. Resultó que o yo había tirado el vestido, o él me había lanzado a mí.

— Ahora debemos limpiarnos. Tenemos que pasar por la cámara de desinfección — dijo Kramer.

— ¿Y usted por qué? — pregunté yo extrañado.

— Porque yo lo he tocado a usted.

«¡Vaya! Como si yo viniera de un lugar afectado por la peste», pensé.

Y he aquí que tuve que pasar otra vez por el «purgatorio». De nuevo una cámara con zumbantes aparatos que atraviesan mi cuerpo con rayos invisibles. Ropa nueva, limpia y esterilizada, un nuevo examen médico, el último, en el pequeño y blanco laboratorio del médico «estelar».

En este celeste ambulatorio no había ni mesas ni sillas. Sólo unas ligeras vitrinas con instrumentos, asidas a las paredes con débiles fijaciones.

Nos recibió la pequeña y vivaz doctora, Anna Ignatevna Meller. Con un ligero vestido de color plateado, a pesar de sus cuarenta años parecía una adolescente. Yo le transmití los saludos y el ruego del «doctor terrestre» de la ciudad de Ketz.

Después de la desinfección ella me comunicó que en mis vestiduras se habían descubierto aún no pocos microbios.

— Sin falta voy a escribir a la sección sanitaria de la ciudad de Ketz, haciendo constar que allí ponen poca atención en las uñas. En sus uñas había una colonia entera de bacterias. Es necesario cortar y limpiar bien las uñas antes del envío a la Estrella. En general está usted sano y ahora relativamente limpio. Le llevarán a su habitación y luego le darán de comer.

— ¿Llevarán? ¿Darán? — pregunté con asombro—. Pero si no soy un enfermo que tenga que estar en cama. ¡Ni una criatura! Creo que podré ir a comer solo.

— ¡No sea jactancioso! En el cielo es usted aún un recién nacido.

Y me dio un golpecito en la espalda. Yo rodé precipitadamente al otro extremo de la habitación; tomando impulso apoyándome en la pared logré llegar al centro y quedé «suspendido», agitando las piernas con impotencia.

— ¿Qué, se convenció? — exclamó Meller riendo—. Y eso que aquí aún existe gravedad. Es usted un bebé. ¡Vamos a ver, camine!

¡Qué va! Sólo después de un minuto logré que mis pies tocaran el suelo. Probé a dar un paso y de nuevo subí al aire, golpeándome la cabeza en el techo sin sentir casi el golpe, agitaba mis brazos desamparado…

Se abrió la puerta y entró mi amigo Kramer, el biólogo. Al verme soltó la carcajada.

— Bueno, tome a remolque esta criatura y llévelo a la habitación seis — dijo la doctora a Kramer—. Aún soporta mal el aire enrarecido. Dele la mitad de la ración de aire.

— ¿No puede darme para empezar la presión normal? — pedí yo.

— Es suficiente la mitad. Hay que acostumbrarse.

— Deme la mano — dijo Kramer.

Ensartando sus pies en las correas agarraderas del suelo, con bastante rapidez, llegó hasta mí, me tomó por la cintura y salió al amplio corredor. Dándome vuelta, como si yo fuera una pelota, me tiró a lo largo del corredor. Yo lancé un grito y volé. La fuerza con que me tiró estaba tan bien calculada que, volando unos diez metros en línea oblicua, llegué hasta la pared.

— ¡Agárrese de la correa! — gritó Kramer.

Había correas en todos lados: en las paredes, en el suelo, en el techo. Yo me agarré con todas mis fuerzas esperando un tirón al pararme, pero en el mismo instante noté con asombro que mi mano no sentía ninguna tensión. Kramer estaba ya a mi lado. Abrió la puerta y tomándome por los sobacos entró en una habitación de forma cilíndrica. Aquí no había ni camas, ni sillas, ni mesa. Tan sólo correas por todas partes y una amplia ventana cubierta por un material verdoso y transparente. Y por eso la luz de la habitación era también de un tono verdoso.

— Bueno, tome asiento y siéntase como en su casa — bromeó Kramer—. Ahora daré más oxígeno.

— ¿Dígame, Kramer, por qué el cohetódromo está separado de la Estrella?

— Es una innovación que hemos realizado no hace mucho. Antes los cohetes amarraban directamente en la Estrella Ketz. Pero no todos los pilotos son iguales en destreza. Es difícil amarrar sin dar ningún golpe. Y una de las veces sucedió que el capitán de la nave «Ketz-siete», golpeó con fuerza a la Estrella. Sufrió deterioros el gran invernadero: se rompieron los cristales, y parte de las plantas murieron. Los trabajos de reparación aún continúan. Después de este accidente decidieron construir el cohetódromo separado de la Estrella. Inicialmente, éste era un grandioso disco plano. Pero en la práctica se vio que para el amarraje, es más cómoda una semiesfera. Cuando termine la reparación del invernadero, obligaremos a la Estrella Ketz a girar junto con el invernadero, sobre su eje transversal. De ello resultará una fuerza centrífuga y aparecerá la gravedad.