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Saltó a la intemperie.

El océano centelleaba con billones de microorganismos; las nubes de un obscuro violáceo se estremecían atravesadas por un rayo silencioso; pero la tormenta se mantenía prudentemente lejos de la costa, como para guardar sus fuegos a salvo, a una distancia prudente de la mano prometeica del hombre allí de pie, en la playa.

Mathieu miró alrededor de él. Todo era color plata. Recogió un pedazo de madera arrojado por el mar y se puso de rodillas.

Entonces…

La noche era silenciosa y se podía confiar. La naturaleza contenía el aliento. No había ningún Chávez ni ningún Valenti, nadie para leer los signos y para garantizaran uso práctico, un consejo, algo nuevo de su teoría, un deleite artístico. Solamente el océano se removía inquieto, contemplando el osado trabajo del explorador.

…Entonces, mientras las estrellas empalidecían, y la charca comenzó nuevamente a hincharse por la marea que retornaba, Mathieu arrojó el palo.

El océano se acercaba cada vez más a los símbolos matemáticos sobre la arena, y los cubrió luego, con un estremecimiento desasosegado y un silbido apenas silencioso, como si temiera que alguno de ellos se le escapara. Pero el joven matemático ayudó al océano, corriendo sobre los signos, hundiendo en ellos los pies, para que cuando el sol saliera no quedara sobre la orilla ninguna señal de su trabajo.

…Se acostó sobre la playa, sonriendo, el corazón en paz.

Allá, a la distancia, seguía estremeciéndose una tormenta pasajera; después el estruendo celestial se convirtió en un murmullo, en el que el investigador reconoció la voz joven de los comienzos del mundo, como si nada se hubiese perdido y la oportunidad aún siguiera abierta, y las estrofas de un poema de Yeats resonaron en su mente como un eco:

Buscando estoy el rostro que tenía

Antes que el mundo fuese creado.

Más tarde llegaron las cartas de Valenti diciendo "te necesitamos"; luego Chávez voló desde París y encontró a Mathieu en la playa. La noche anterior había tenido otra recaída, y algunos de los signos matemáticos aún eran visibles sobre la arena. Mientras Mathieu flotaba de espalda en el agua azul, fumando un cigarro que sobresalía como un mástil diminuto de la embarcación humana, Chávez trató de descifrarlos.

Se sentó debajo de una palmera y esperó. Mathieu emergió del agua completamente desnudo, mientras que todo alrededor de él, el mar, los escollos, los picos de la isla Moorea en el horizonte, todo se transformó en púrpura, azul, gris y rosa, secreción del sol poniente como la de una fruta muy madura, aplastada y podrida. Al levantar los ojos, de pronto vio allí a Chávez, quien vestido con ropa de ciudad parecía un obscuro emisario del mundo de los impuestos, de los subterráneos y del óxido de carbón.

– ¿Qué diablos? ¿Qué estás haciendo aquí?

– No se nos ocurrió ninguna otra forma de sacarte a ti de este nirvana.

– No tengo ninguna intención de regresar. Acabo de encontrar la mejor hembra de la isla. Casi todos me han dicho que lo es; pero no les he creído.

– Tienes pasajes para el vuelo de mañana.

Mathieu rió. Solamente rió.

A lo largo de la playa se paseaban grandes y blancos cangrejos. El sol centelleaba sobre las palmeras que tenían aros metálicos colocados alrededor de los troncos para impedir que las ratas subieran en busca de los frutos.

– ¿Por qué tendría que regresar? Dame una sola razón. Solamente una. ¿Me necesita Francia? ¿Acaso De Gaulle me está apremiando para que le dé al viejo país el necesario avance científico?

– Lo único que te pido es que mires los papeles. Del portafolio extrajo un pequeño rollo de documentos. Excepto el resplandor rojizo sobre Moorea, ya estaba obscureciendo.

Mathieu miró los papeles, desalentado. Conocía bien el diagrama básico y sólo le llevó cinco minutos comprender el porqué de la llegada de Chávez. Ahora era factible. Ciertamente, lo habían conseguido, o casi. Todo lo que aún se necesitaba era una inspiración genuina, un relámpago de poesía pura que haría toda la diferencia entre el esfuerzo elaborado, por demás complicado e imperfecto, y la simplicidad de la belleza. Les faltaba solamente una idea y no sabían dónde encontrarla, o más bien lo sabían, y era por eso que Chávez había venido a buscarlo. Ahora se podía ejecutar, en forma actual, desmañada y complicada, aunque requeriría enormes recursos financieros e industriales.

Habían trabajado bien, pero en el mundo se encontraban por lo menos media docena de científicos buscando la solución final, aunque todavía no podían llegar a ella. Lo que se necesitaba era una chispa poética…

– Felicitaciones -dijo Mathieu juntando los papeles-. Han debido trabajar como perros… Chávez asintió nervioso.

Mathieu recordaba bien el momento. No había entonces electricidad en Paanavia y el chalet estaba iluminado con lámparas de querosene. Por el techo se estaban deslizando las lagartijas, produciendo un furtivo y acelerado ruido de paja. Su vahiné de turno -ya no recordaba el nombre- se peinaba la cabellera tranquilamente sobre la estera mientras leía una revista de cine. Detrás de la oreja lucía la típica flor blanca de las tahitianas y tenía el mismo aspecto de cincuenta años atrás, cuando se acostaba con Guaguin, sólo que ahora se conocía la penicilina. Había pinturas inacabadas contra la pared que parecían promisorias por el hecho de estar inconclusas, y también algunas terminadas que habían quedado más allá de toda esperanza.

Unos pocos años atrás había probado el violín. Cualquier cosa para encauzar el talento, empero no había escapatoria. La compulsión era idéntica a la de cualquier compositor o poeta para el que el sentido de la vida radica nada más que en la creación. Uno podría preguntarse solamente qué es lo que Picasso habría logrado hacer para el mundo de haber nacido físico. Pensamiento aterrador…

Buscó el lápiz dentro del bolsillo.

Un deleite puramente estético. La armonía de la perfección absoluta. Comunión misteriosa y extraña, como si un fragmento de divinidad le hubiese caído entre las manos.

No estaba pensando; escuchaba. Era una música que el universo ejecutaba alrededor de él, mientras que se limitaba a transcribir nada más que lo que le era dado percibir.

Alejó impaciente los papeles que Chávez le había traído. "Dinosaurios", pensó.

Cuando arrojó el lápiz eran las cinco; hacía media hora que había amanecido. Sentado del otro lado de la mesa, Chávez tenía un aspecto de cansancio aun mayor que el de Mathieu, las mejillas hundidas, y la primera luz del día, que se le reflejaba sobre los lentes y la cara, mostraba ahora humillación y derrota.

– ¿Bueno? -preguntó Mathieu.

– Colocarme a la par tuya me llevará por lo menos una semana.

"Ahora -pensó Mathieu-, hay varias cosas que un hombre que no es solamente un hombre, sino también un ser humano, podría hacer en estas circunstancias. Colgarse una gran piedra del cuello y ahogarse. O apoderarse de los papeles y quemarlos".

Pero tarde o temprano otros científicos seguirían sus huellas y llegarían a lo mismo. Siempre ha habido magníficas manos ávidas de recoger la antorcha caída.

No tenía por qué reprocharse nada. No era más que un Stradivarius tocado por algún Paganini cósmico.

Encendió un cigarrillo.

– ¿Sabes, Chávez, lo que dijo el kaiser Guillermo después de haber causado la muerte de millones de personas? Dijo: Ich habe das nicht gewollt. No fue mi intención que esto sucediera. Un epitafio digno de la humanidad.

– ¿Y de aquí adonde vamos? -preguntó Chávez.