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El joven general se dio cuenta de que la prueba decisiva sería la visita al hospital. Al acercarse el edificio rodeado por algunos cientos de baldosas blancas perladas, distribuidas en forma de obelisco, pertenecientes a los acumuladores o captadores, no muy diferentes de los pozos de petróleo, sintió que un recelo se apoderaba de él. Como soldado había visto morir a sus mejores camaradas y había leído en los ojos la última súplica de muda imploración. Pero esto era diferente, porque no había ojos que lo mirasen y, sin embargo, mientras caminaba entre los exhaladores, todos sus nervios parecían estar recibiendo un mensaje de angustia. Trató de decirse que estaba siendo víctima de la histeria colectiva, mas no pudo sustraerse a la sensación de que el llamado, el mensaje, era casi físico, que dentro de él había algo que ahora actuaba como un receptor interno. Era casi como si los seres humanos pudiesen incorporarse uno dentro del otro, como si existiese una especie de unidad orgánica, una fraternidad, y como si algo esencial no se pudiera capturar o destruir sin que una herida interior se propalase de un hombre a otro a través de la humanidad entera.

Advirtió que estaba en el jardín del hospital y que el doctor Han Tse lo miraba con curiosidad.

– ¿No se siente bien, camarada general? Pei lo miró fijamente y asintió.

– Estaba pensando en el nuevo futuro que la ciencia comunista abre ante nosotros -dijo.

– Nuestro pueblo está completamente convencido de ello -dijo rápidamente el doctor Han Tse-. Desde que hemos hecho explotar nuestra primera bomba atómica no ha habido más que alegría y regocijo en todas partes.

La sala de espera se encontraba en la planta baja. Allí estaban sentadas aproximadamente treinta personas entre hombres y mujeres. Al principio Pei creyó que eran enfermos que concurrían al hospital para seguir tratamientos. Pero luego reparó en los receptores que cada uno sostenía sobre las rodillas. Estaban sentados como si estuviesen esperando que se les distribuyera comida. Los envases eran todos del mismo tamaño, el tamaño de una lata de nueve litros deformada.

– Estamos llevando a cabo una distribución de exha para uso individual -explicó el doctor Han Tse-. Lo realmente notable al respecto es la multiplicidad de usos de las pilas. Cada envase puede ser conectado sin dificultad a una heladera o a una cocina. Un muchachito hábil puede ponérselo a su bicicleta para transformarla en una moto. Al principio hubo algunos incidentes. Desaparecieron algunos de los envases, y los encontramos tirados en el campo; tenían muestras de que algún rufián estuvo tratando de abrirlos. Por supuesto, no pueden hacerlo; están hechos con estalagnita. Puro vandalismo. Dentro de pocas semanas tendremos iluminación en las calles y calefacción para toda la ciudad suministradas solamente por el hospital.

Pei miraba a un muchacho que encabezaba la fila, y que sostenía el envase sobre las rodillas. Sus ojos miraban la luz verde sobre el calibrador. Pei vio que la luz verde se desvanecía y, poco a poco, se enrojecía. El exhalador estaba alimentado.

Nuevamente pensó en Lan.

Del bolsillo extrajo un pañuelo y se enjugó, la frente. El muchacho continuó mirando la luz roja; luego se levantó de la silla y empezó a alejarse.

Parecía tener una cierta dificultad para caminar.

– ¡Oh, estará bien! -aseguró el doctor Han Tse-. Algunos de estos chicos todavía tienen a su alcance literatura occidental, y ocasionalmente experimentan alguna reacción de decadencia burguesa. Probablemente también escuchen música occidental.

Subieron hasta los pabellones de los enfermos.

– Todavía no hemos instalado ascensores. Por supuesto, haremos que el hospital se sustente por sí mismo. No se desperdiciará ni un átomo de energía. Creo, camarada general, que mucho depende del informe que usted haga. Me doy cuenta completamente de que no es solamente una cuestión técnica. Que está involucrada una decisión básica ideológica. Aunque soy reacio a admitirlo, el experimento tiene un aspecto técnico que es un tanto perturbador. Este nuevo adelanto hace que los trabajadores chinos sean más vulnerables a la propaganda de Occidente.

Pei ya no escuchaba. Habían entrado en una de las salas y caminaban entre dos filas de camas.

– Ésta es la sala de psiquiatría, ¿no es verdad?

El doctor Han Tse estaba profundamente molesto.

– No, -dijo disgustado-. No, solamente los casos que ya se consideran incurables.

– Noto que se les ha dicho.

– Tuvimos que decírselo. Es la base de todo el experimento. Queríamos estudiar las reacciones.

Pei, de pie, en el centro de la sala, trataba de no mirar y de no escuchar. Era más de lo que podía soportar. Tenía que valerse de toda su voluntad para no apretarse las orejas. Jamás en toda su vida había escuchado nada igual. Muchas veces había caminado por los campamentos de emergencia de las líneas de combate escuchando las voces de los soldados heridos que yacían en el barro antes de que llegaran las camillas y que se les administrara una inyección. Pero, esto era completamente diferente. No había palabras para describirlo, porque ahora era tal el aceleramiento del progreso que todas las palabras pertenecían al pasado. Se recorría una gama que iba desde la risa de un imbécil hasta los gemidos y ladridos de hombres transformados en perros. Ni siquiera empezaba a transmitir el lamento de los seres humanos enfrentados aun terror mucho más grande que todo lo que la vida puede ofrecer.

– Tuvimos que decirles -musitó el doctor Han Tse-. No había otra forma…

– ¿Dónde está el teléfono?

– Afuera, en el vestíbulo…

Pei hizo un movimiento hacia la puerta; en seguida se detuvo.

– Detendremos el experimento inmediatamente -dijo rápido-. En este mismo instante. ¿Me escucha? Quiero que todos los envases de la sala de espera se apaguen ahora mismo y que todos los acumuladores exteriores sean desconectados. ¡Corra, hombre, corra! Tomo toda la responsabilidad. Estoy aquí bajo órdenes especiales del presidente Mao Tse-tung. Suspenda, me escucha, suspenda todo ya mismo. Deberá anunciarlo sin dilación por el alto parlante. Quiero que al instante se anuncie a todos los enfermos aquí presentes que por orden del Comité Central del Partido Comunista… no, por orden personal de Mao Tse-tung,… no serán utilizados. Repito, no serán utilizados. Quiero que esta orden se cumpla en el acto.

Corrió hasta el pasillo y se apoderó del teléfono. Le llevó apenas unos minutos conseguir con Pekín; luego pasó la señal que indicaba que tenía la suficiente autoridad como para hablar personalmente con Mao Tse-tung.

El general Pei tuvo que esperar más de veinte minutos, lo que le dio tiempo para recobrarse. También le dio tiempo para pensar con mayor mesura y rigor y para efectuar una autocrítica de sí mismo.

Los científicos ya lo habían prevenido sobre los efectos traumáticos de lo que se conocía como el "escape" de exha: la histeria, el desequilibrio emocional, el sentimentalismo, todo lo cual tendía a causar engaños típicamente burgueses, pseudo humanitarios, individualistas y espirituales. Su propia reacción ante lo que había presenciado en el hospital demostraba cuan fácil era ser presa de todos los escombros podridos de la cultura "idealista" burguesa. El otro factor evidente era la preponderancia que tenía en su mente el amor que sentía por Lan, antepuesto a las consideraciones esenciales marxista-leninistas. La idea de que su exhalación sería usada para alimentar el sistema energético que trabajaba eternamente en alguna planta industrial, le resultaba aborrecible y, por supuesto, no era nada más que individualismo reaccionario que demostraba cuan firmemente seguía influido aún por el obscuro pasado supersticioso del pueblo. Recordó las palabras pronunciadas por Chou En-lai: "El pensamiento guía de un científico socialista debe alcanzar a la sociedad sin clases. Una vez que su pensamiento ha sido adquirido por las masas, la fuerza espiritual se volverá fuerza material.