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– ¿Ca va, Rene?

– Ca va… Salvo que a Nanette la aplazaron nuevamente en el examen de conducir…

La acongojada Nanette, vestida con negras botas y minifalda de cuero, se dejaba consolar por sus compañeras. Debido al alza del nivel de vida, las prostitutas de la calle Forgeot estaban tratando de motorizarse para poder ejercer mejor la profesión.

– Dígale que siga probando -dijo Mathieu-. Lo importante es mantener el espíritu.

Miró alrededor de él. Challet, el guardaespaldas personal, conversaba con las chicas. Desde hacía cinco años y hasta ese momento, el francés lo había estado "protegiendo", no porque estuviesen indebidamente preocupados por su seguridad, sino porque temían la posibilidad de que él "abandonara" y ofreciera a otra potencia los inapreciables servicios de su cerebro. Mathieu constituía una cosa deliciosamente cómica, un "riesgo de alta seguridad" o, en otras palabras, un hombre al que no se le podían confiar sus propios descubrimientos.

La mesa del ruso del KGB debía ser probablemente la que estaba junto a la puerta del WC. Estaba ocupada por un obrero típicamente francés. Ningún obrero francés, en esas activas horas de la mañana, estaría saboreando un café. Enseguida descubrió al hombre de CÍA, se acercó a la mesa y se sentó.

Starr rió.

– Felicitaciones -le dijo-. Un ojo de halcón. Siento enterarme de que soy tan notorio.

– Siempre y en cualquier parte es fácil reconocer a un norteamericano -dijo Mathieu.

– Gracias, estaba harto de que me dijeran que parecía un prusiano.

– Yo lo mismo.

Starr guiñó un ojo irónico.

– Profesor, no me diga ahora que usted es uno de esos tipos "que odian a todos los norteamericanos". Desde que usted difundió en forma imparcial su descubrimiento a todas las grandes potencias, he pensado que usted es profundamente desprejuiciado. En otras palabras, yo creía que usted nos odiaba a todos…

Gastón, el muy amado sobrealimentado y envejecido fox terrier de Rene, se acercó a retozar junto a ellos, y Mathieu le dio una media luna.

– En realidad -prosiguió Starr- nuestros expertos psicólogos lo describen como un idealista, que tiene una relación de amor-odio respecto de la humanidad…

– Me hace sentir muy banal, coronel -dijo Mathieu.

El "obrero francés" de la mesa de enfrente aguzaba tanto los oídos que debería haberse hecho acreedor a un premio por ponerse en evidencia.

– ¿Cómo anda la planta energética experimental de los Estados Unidos?

– Tenemos nuestros problemas. No es fácil mantener los ensayos extraoficiales bajo el máximo secreto.

Mathieu palmeaba el perro.

– ¿Por qué no se lo dicen a la gente?

– No creo que esté preparada.

– Se equivoca, coronel -dijo Mathieu tranquilamente-. Lo está.

Encendió un Gauloise.

– De todos modos, no se lo podrá mantener bajo las cobijas durante mucho tiempo. Tengo mis dudas de que en el Hospital de Bellevue puedan seguir utilizando exhaladores para capturar la exhalación y que pase inadvertido durante mucho tiempo más.

– A nadie le gusta el silencio, pero nadie aún ha conseguido encontrar una explicación racional, clara y científica del fenómeno. No podemos dirigirnos a la gente y decir simplemente: "Miren, no toquen". Solamente un país despiadado, totalitario y ateo puede hacerlo. Aún existe una cosa que es la fe religiosa. Si echamos la situación a la cara de la gente, es posible que tengamos que afrontar algo parecido a una postración mental, a nivel nacional. La mayoría de la gente simplemente no está preparada para pensar que nuestros esquemas industriales y militares, y nuestras plantas energéticas se alimenten de la "exhalación" humana, como la llama usted tan simpáticamente en los papeles. Nuestro nivel de educación no es tan elevado.

Mathieu le hacía comer a Gastón otra media luna.

– Folklore religioso -dijo.

– No creo que sea tan simple, monsieur le professeur. Hasta el ateo más endurecido experimenta una cierta… inquietud. Una cosa un poquito fría que le sube por la médula…

Los ojos de Mathieu se achicaron irónicos detrás del humo del cigarrillo.

– Coronel, si tiene la palabra "alma" en la mente, permítame tranquilizarlo. No es nada de eso. Si lo fuera, habría un condenado problema por resolver: el de la contaminación de un aire viciado… No es más que un producto envasado. ¿Por qué exactamente, ha querido usted verme?

– Por una sola razón. Deseo expresarle categóricamente que no hemos tenido nada que ver en el asesinato del profesor Goldin ocurrido hace dieciocho meses. Tal vez usted no esté dispuesto a aceptar mi palabra…

– ¡Oh, claro que sí!…

El fox terrier había hundido la cabeza en las rodillas de Mathieu que mantenía los dedos de las manos hundidos en los repliegues adiposos de Gastón. Mientras hablaba continuaba sonriéndole al perro. En su voz había tristeza, un tono de desesperación.

– Pero vea usted, mon colonel, me es totalmente indiferente cuál de las grandes potencias hizo asesinar a Goldin… El motivo detrás del "crimen inexplicable", como lo llamara la prensa, es tan obvio para usted como para mi… Ellos sabían que si llegaba la información a Juan XXIII, el Pontífice hubiese iniciado una protesta, una cruzada contra lo que hubiese indudablemente, llamado en su insólito lenguaje fuerte, "la esclavitud y el último envilecimiento del espíritu humano…" ¿No es así?

– Muy probable.

– Entonces, una de las grandes potencias quiso borrar a Goldin. No me importa cuál. Sin embargo, como usted sabe, no consiguieron detener a Goldin por completo… Los papeles le llegaron a Juan XXIII y tuvieron un efecto tan destructivo que el Pontífice murió… Lo mató. ¿No es así?

– Juan XXIII era un hombre muy enfermo.

– Ahora nadie se interpone en el camino…

– El Vaticano sigue discutiendo las consecuencias, profesor.

Según nuestras informaciones hoy llegarán a una conclusión. Es un problema teológico difícil…

Mathieu no escuchaba. Con la cabeza del fox terrier en las manos, parecía estar hablando consigo mismo… -Ahora no hay nadie que se interponga.

Starr lo miró sorprendido.

– Parece muy amargado, monsieur le professeur. En realidad, parece como si estuviera en contra de su propio trabajo y de sus propios éxitos… En realidad contra usted mismo.

Suavemente, Mathieu empujó el perro lejos de sí, y sonrió.

– No es nada en especial, coronel. Un viejo caso de desdoblamiento de personalidad. Retrocede en el tiempo. Pascal lo llamó el affaire de l'homme… Usted ¿cómo lo llamaría en inglés?

Se puso lentamente de pie y recogió el impermeable.

Más tarde, en el informe sobre el affaire, Starr escribiría: "Alrededor de él flotaba un aire de desesperación y de angustia, un aire tal de frustración, que de pronto me encontré tratando de consolar a un hombre que, ciertamente, era una de las criaturas menos tranquilizadoras que han existido…"

– Bueno, como le dije, la Iglesia Católica todavía discute las consecuencias…

– Enterrarán el asunto -contestó Mathieu.

16

El Papa Pablo VI se definió, tomó su "decisión", según la denominó irónicamente el cardenal Sandomme; y entre las 19,20 y las 21, un automóvil salió por la Puerta de Bronce y tomó la ruta del cementerio de Fizzoli.

La repulsiva tarea le había sido encomendada a monseñor Domani, ascendido a jefe de la Secretaría Papal, que iba sentado en el asiento posterior. Su cara tenía una expresión de indignación, de, haber sido herido e, incluso insultado. De cuando en cuando detenía la mirada, que mostraba una evidente repulsión, en la valija que estaba a sus pies -la valija latía suavemente- y, entonces juntaba las manos y elevaba los ojos al cielo. El padre Busch, principal del Instituto de Teología de Frankfurt, estaba sentado junto a él, en el otro rincón del auto, y su rostro reflejaba una tristeza pensativa. A pesar de sus sesenta años era un hombre de aspecto juvenil, y tenía el pelo tan blanco que brillaba en la obscuridad. Estaba ligeramente fastidiado por los accesos tan italianos de la excesiva expresividad de monseñor Domani.