– Bueno, Kennedy se metió en Vietnam -afirmó el Presidente-. Supongo que fue así como empezó todo. O, más bien, como siguió. Nunca creí que elegirían a Kennedy. Tenía demasiado… demasiado de todo: inteligencia, físico, dinero, éxito. A la gente eso no le gusta. Además, cuando la nación ha elegido a un presidente, siempre se ha identificado a sí misma con la imagen de un padre. Con Jack Kennedy, por primera vez en la historia, el pueblo norteamericano se identificó a sí mismo con la imagen de un hijo…
Se quedó pensativo mirando el suelo. "El hombre está asombrado aún por el cargo", pensaba Skarbinski e, incluso en esta hora crucial, sus pensamientos todavía se dirigen a su propio rango más que al asunto crucial que tiene entre manos…"
– Señor, están esperando -le dijo Elcott en voz baja. Hacía más de media hora que los representantes del Congreso estaban en la Casa Blanca, y sabía que el soliloquio del Presidente tendía a no hacer caso de la hora.
– Que esperen. Los quiero nerviosos, bien asustados y receptivos. No faltará el consabido dolor de cabeza que nos proporcionará Bolland, aunque nos sobrepondremos…
Miró al general Franker.
– Bueno Phill, ¿cómo se siente uno cuando se encuentra repentinamente del lado de los rusos?
La cara del general denotó preocupación. "Así que se trata de esto" pensó. Ya ha tomado la decisión". Consiguió sonreír.
– Los rusos harán la parte sucia del trabajo -dijo el Presidente-. Sin embargo no creo que resulten favorecidos. Sucede que los villanos son los chinos, solamente porque llegaron primeros. Y nosotros, ¿qué tal andamos, profesor?
– Los chinos están arriesgándose terriblemente, señor. Nosotros trabajamos más lentamente, porque rehusamos dar el salto a lo desconocido. La tragedia de Merchantown…
– Sí, ya sé -dijo el Presidente-. Tenemos que dejar que los rusos hagan lo suyo. Es mejor que tener que hacerlo nosotros mismos. Un Vietnam es suficiente. Además, más adelante esto puede darnos la oportunidad para llegar a alguna clase de arreglo con los chinos. Al convertirse los rusos en traidores, los chinos estarán obligados a empezar a conversar con nosotros. Dos pájaros de un solo tiro y ni siquiera seremos nosotros los que tiramos… Bien puede significar un punto sin retorno del odio de los chinos hacia los rusos, lo que conduciría a abrir un nuevo camino de entendimiento entre nosotros y Pekín…
El profesor Skarbinski tuvo la desagradable sensación de que: a) no tenía por qué estar escuchando los pensamientos del Presidente, b) el Presidente de los Estados Unidos esperaba alguna palabra de aprobación… Sintió que la frente se le llenaba de gotas de sudor.
Ahora la cara del Presidente reflejaba las últimas etapas de una lucha interna profunda y desgarradora.
– Dios mío, me doy por vencido -exclamó.
Se inclinó sobre la mesita que tenía delante, tomó un cigarrillo y lo encendió.
– Señores, acaban de ver al Presidente norteamericano derrotado. Muy bien, ahora vamos.
Los miembros del Congreso habían discutido con el Presidente muchas veces asuntos de vital importancia para la nación. Sabían que, a menudo, habían sido citados no porque se necesitase su opinión, sino solamente para dar comunicado de prensa. La noticia de que "el Presidente discutiría el asunto con los miembros del Congreso" servía, a los ojos del mundo, para darle énfasis a la gravedad de una situación. Y la opinión que expresaban durante esas "consultas" era a menudo secundaria, para no decir mínima. La mayoría de las veces era una maniobra política. Se presentaba una decisión que estaba por encima de los acercamientos partidarios, de los intereses del partido, y de esa manera se servía a los intereses del partido. De antemano siempre se les entregaba un resumen, o por lo menos se les daba algún indicio sobre el problema entre manos, para que estuviesen al corriente del asunto y la competencia no entrase en juego. Pero esta vez no había tenido lugar ninguna advertencia, ninguna explicación, solamente una lacónica convocatoria telefónica y muchos de ellos habían sido despertados a medianoche, mientras se encontraban durmiendo, y habían tenido que trasladarse a Washington en aviones militares.
Los dirigentes del Congreso conocían bien al hombre. Durante años había sido uno de ellos. Habían visto su cara miles de veces y, sólo mirándolo, podían apreciar el clima político del momento. Estaban acostumbrados a su sentido del humor, ocasionalmente tosco, y algunas veces mordaz -su modo de disminuir la tensión y de mantener bajo control su propio genio-. Pero esta vez no había habido ninguna formalidad, ningún "toque hogareño" que, si bien era calculado, no dejaba de desarmarlos, y nunca habían visto la cara del Presidente tan grave, a la par que tensa y desfigurada. No había tenido lugar ninguna conversación previa para provocar entusiasmo, ningún despliegue de encanto personal y de amistad calculada para ganar simpatías, ni siquiera el demasiado famoso apretón de manos. El jefe ejecutivo se quedó de pie frente a ellos, la cabeza un tanto gacha, y ni siquiera levantó los ojos cuando entraron. Fue como si los hubiese citado por una ocurrencia tardía, un viejo caballero democrático, al que no le importaba la hora y que siempre consideraba que ésta nunca era demasiado avanzada para la democracia.
Todo el resentimiento se desvaneció cuando levantó los ojos, y se apoyó en la mesa, pesadamente. Lo miraron. Hubo un momento de silencio absoluto, y luego ya no quedó en las mentes ningún lugar para la indignación, para el orgullo herido o para la amargura.
Porque el Presidente de los Estados Unidos parecía como si estuviese decidido a no ser el último de los presidentes de los Estados Unidos.
En la parte superior de la pared había un gran reloj eléctrico y, debajo de éste, una flecha amarilla que partía del corazón de China y abarcaba todo el trayecto desde Pekín, a través de Rusia y Europa, hasta los Estados Unidos de América. Apuntaba a Washington.
A la derecha del Presidente estaba el Vicepresidente y, detrás había tres hombres inmóviles. Eran el general Wiser, jefe del Servicio Médico del Ejército; el almirante Carlson, cirujano principal de la Marina; y el doctor Ward, médico de cabecera del Presidente.
Algo que concierne a la salud de la nación, pensó el senador Bolland. Y un temor repentino se apoderó de él. Un desastroso escape radiactivo. Tarde o temprano tenía que suceder. Una accidental explosión nuclear de multimegatones… Dios sabía que siempre se habían opuesto a todas las irresponsables, e interminables pruebas extraoficiales, denominadas de seguridad…
– Considero que es necesario -aclaró el Presidente- y que a la luz de lo que tengo que comunicarles, debo tranquilizarles por completo sobre el estado mental de vuestro Presidente. Por lo tanto, he convocado a los médicos militares más sobresalientes de la nación y a mi médico de cabecera. Doctor Ward, queremos escucharlo.
Con una simple mirada de disculpa hacia los dos hombres de uniformé el doctor Ward se adelantó.
– Hace unas pocas horas hemos examinado concienzudamente al Presidente. Lo encontramos en excelentes condiciones. No hay ningún indicio de cansancio mental y, por supuesto, absolutamente ninguno de desequilibrio. Hablando como médicos podemos afirmar que todo lo que el Presidente les dirá proviene de un hombre cuya lucidez y dominio de sí mismo son impecables. Muchas gracias.
– Bueno -dijo el Presidente mirando el reloj pulsera-. Eran las 7. Es decir, las 14 en Moscú y las 19 en Pekín. Ya están en camino, pensó. Es el momento.
Advirtió que le corrían gotas frías sobre la frente. No podía permitírselas. Tampoco podía sacar el pañuelo y secarse el sudor de la frente delante de los miembros del Congreso.
"La historia". La palabra le atravesó la mente. No sabía si estaría a la altura. Siempre había sido un viejo fanático de la política, y de los mejores. Pero, esto era otra cosa, una dimensión totalmente diferente. Y requería… sí, requería grandeza. Cuando los rusos le habían informado que pensaban borrar por completo al artefacto chino de "arrastre ilimitado", y le habían preguntado cuál sería la reacción de los Estados Unidos, había tenido que profundizar en sí mismo tratando de descubrir algo más que no fuese lo que había hecho durante toda su vida, porque el destino de su pueblo y de todo el mundo occidental dependían de la clase de ser humano que él era. Y nada más que eso.