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Regresaron a Venecia bajo una de esas tormentas de la primavera italiana que son tan luminosas, tan exageradamente expresivas en su despliegue operístico, tanto que siempre se está esperando que se transformen en un aria de Puccini. Toda la tormenta era Puccini, y el estampido de un trueno resonó tan hermoso, en un basso profundo, que Mathieu sintió la necesidad de tomar el programa para buscar el nombre del cantante.

Habían alquilado una góndola, estilo siglo dieciocho, que tenía una cabina para el amore cubierta por un dosel negro, destinada a los amantes que tenían mentalidad histórica. Estaban por embarcarse después de haber visitado la Academia -a Mathieu le era imposible saber si el revolcarse en la cultura y en la belleza producida por el hombre, era un esfuerzo que hacía buscando una coartada para calmar su conciencia atormentada, o si era puro masoquismo -cuando May le tocó el hombro suavemente. Debajo del dosel estaba sentado Starr vestido con un horrible impermeable verde espinaca y comiendo maníes. La cara tenía el encanto de un puño cerrado. Llevaba el pelo cortado casi al rape y la chatura de los rasgos hacía que las orejas pequeñas y caprichosamente curvadas sobresalieran en forma particularmente notoria y desagradable. Los ojos eran tan pálidos que cortaban las sombras como si fueran vidrio. La primera reacción de Mathieu fue de simpatía. Le gustaba la gente que lo odiaba francamente. Resultaba grato tener algo en común.

– Hola, señorita Devon.

May se tomó del brazo de Mathieu. La góndola se mecía suavemente. Los vapórenos la salpicaban. Llevaban carteles que decían: SALVE A VENECIA DEL HUNDIMIENTO. Starr tomó una revista que tenía sobre las rodillas.

– Profesor, escuche esto -dijo-. Es un editorial. "El equilibrio del poder es precario; está siempre a merced de un nuevo avance tecnológico, de un nuevo descubrimiento. Un científico de genio representa un peligro potencial para las grandes potencias…"

Starr dejó la revista y mordió un maní.

– Actualmente, Francia, Norteamérica, Rusia y Gran Bretaña utilizan aproximadamente veinte agentes que están en actividad y completamente dedicados a protegerlo. El viajecito por Italia les cuesta doscientos mil dólares a los contribuyentes norteamericanos. Sin embargo, incluso así, usted sigue siendo un riesgo.

No se sabe qué es lo que piensa hacer, o para quién. Hasta ahora ha jugado limpio brindando información sobre su labor a todas las grandes potencias. Bien. Pero, repentinamente, ha dejado de hacer eso y está tramando algo. No sabemos de qué se trata. Presumimos que tuvo éxito en fraccionar la exhalación, desintegrándola, es decir consiguiendo la escisión y el control absoluto. Con tiempo, y la ayuda de nuestras mentes científicas más calificadas, conseguiremos alcanzarlo, pero ahora cualquier país que usted elija para trabajar tendrá una ventaja inmensa sobre los demás. Por supuesto, su elección inclinará de inmediato la balanza del poder a favor de Occidente o de Oriente, según su capricho… Ninguno de nosotros puede sentarse a esperar que esto suceda.

– Per piacere, ¿Hacia dónde vamos? -preguntó la voz del gondolero desde afuera.

Starr partió un maní. Mathieu miró a May de reojo, sin girar la cabeza. Su cara le recordó a la Desconocida del Sena, la máscara mortuoria de una muchacha desconocida que habían encontrado ahogada en el Sena y que formaba parte de la leyenda de París… Tenía la serenidad del más allá; más allá del miedo y de la angustia; más allá de toda incertidumbre y dolor. El rostro estaba vacío y helado. Su falta de expresión -una calidad de ausencia, de heladas desolaciones- llevaba consigo una sorprendente, improbable pero inequívoca sugestión de paz interna, casi de serenidad, como si al verse liberada de la duda y habiendo alcanzado por fin el reino que está más allá de los límites de las emociones y de la tolerancia, estuviera descubriendo la secreta fuente de la fuerza que aguarda a menudo a los que llegan al final del sendero.

– May -llamó, tomándole la mano.

– Esta bien -respondió ella-. No necesito ningún apoyo moral. Nuestro amigo aquí presente parece que tiene algo más que decirte.

– Vaya si tengo -replicó Starr.

Se levantó del asiento de terciopelo color púrpura.

– Monsieur le professeur, a menos que usted elija ahora el país donde piensa arriesgar su proyecto de la gran energía (y trate de que sea el apropiado) lo matarán, sin lugar a dudas. Ni Francia, ni Rusia, ni China, ni nosotros, podemos permitirnos el lujo de correr el riesgo que oculta su temperamento artístico. Es un hecho que todos nosotros preferimos verlo muerto antes que tener que estar dependiendo de sus cambios de humor y de sus neurosis. Usted puede apostar… su exhalación, mi amigo. El factor desconocido que representa su poder mental será eliminado y el equilibrio del poder será mantenido tambaleante como lo está actualmente. También existe el riesgo de que lo secuestren. Tanto Occidente como Oriente lo vigilan como gavilanes y se vigilan entre sí. No obstante el juego no puede continuar mucho tiempo más. Ignoro cuál de nosotros será el que lo elimine (todavía no he recibido instrucciones), empero tengo un avión esperando y, si le queda un poco de sentido común, aceptará la invitación oficial que le estoy formulando, para seguir trabajando en algún rincón apacible, como podría ser, digamos, la soleada California…

– ¿Adonde, per piacere? -reiteró el gondolero.

– De regreso al Gritti -le ordenó Mathieu-. Dicho sea de paso y para su propia información, coronel, he hecho más que desintegrar la exha. He avanzado un paso más allá.

La cara de Starr estaba totalmente blanca, indudable señal de una gran emoción.

– ¿Y qué es lo que ha hecho, exactamente?

– Coronel, usted es un soldado. Un miembro del Pentágono. Usted debería saberlo. Adieu, mon colonel. Sabe, cada vez que lo veo, quiero hacerle una pregunta. ¿Le hicieron cirugía plástica en la cara para que tenga el aspecto que tiene o antes era aun peor?

Lo dejaron en el Rialto, comiendo maníes, rodeado por los siglos de tesoros artísticos que asomaban detrás de su cabeza.

22

El 4 de agosto conducían al viejo Albert nuevamente por Umbría que, para Mathieu, era el lugar favorito de Italia. Esa región había dejado pocas marcas en la pintura del Renacimiento, y por una razón humillante: la perfección de la naturaleza no podía ser igualada. El oro, el azul y el verde pálido poseían una belleza alegre y triunfadora, casi cantante, como si la creación hubiese confiado un mensaje a la tierra, el mensaje de la felicidad. Se detuvieron en el albergo Gozzi donde pidieron un cuarto. Los seguían, los vigilaban, los "protegían" como siempre, y ya se saludaban con uno de los guardaespaldas. Sentados en la terraza, debajo del verde de las viñas salvajes, lentamente Mathieu se dejaba hundir en el estado de euforia que le brindaba el vino y que era una ayuda temporaria para olvidarse de sí mismo. Sobre la mesa sostenía la mano de May en la de él, desbordante de amor, contemplando la sonrisa dulce que desde el interior le llenaba los labios y, la luz de los ojos, ¿caía desde el cielo o procedía de algo infinitamente más amoroso? Era imposible creer que, apenas unos meses antes, esa muchacha había sido un náufrago mental y físico, entregada a excesos de manía religiosa. Nunca había visto a una mujer tan en paz consigo misma. Tenía una firmeza, una autoseguridad, una cualidad de mansa certidumbre que lo deleitaban aunque se le escapaba el motivo oculto detrás de este cambio repentino, que lo intrigaba enormemente.