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– Has cambiado mucho, niña -le dijo un tanto rezongón-. Ningún hombre acepta del todo una metamorfosis tan súbita en la mujer que ama, es como descubrir una nueva faz en una persona que creemos conocer, que siempre atenta contra la firmeza del entendimiento recíproco.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque no tienes más miedo.

May asintió casi solemnemente; luego sonrió. -Es cierto. Me ha faltado fe. No puedo imaginar cómo Dios puede permitir que suceda una cosa así…

– ¿Qué cosa?

– La condenación. La condenación hecha por el hombre. Era un pensamiento supersticioso y no cristiano.

– Bueno, es lo que denomino una buena lógica científica.

– Gracias. Estoy totalmente de acuerdo con la ironía.

– Sabes, May, la clase de fe total y ciega que tienes en Dios debe ser una fuente de energía fantástica.

– Lo es. Es así como los cristianos movemos montañas.

– Desde que ustedes los cristianos las han movido, las montañas continúan creciendo. Parece que les hiciera bien. El moverlas, quiero decir. Las hace más altas y pesadas.

Vació la copa y volvió a llenarla. "Ahora lo puede aceptar, -pensó-. Se ha adaptado a lo que llama 'esa cosa' y le buscó una explicación agradable: Dios no permitirá que suceda".

– ¿Recuerdas aquella mañana cuando regresé a casa conmovido y asustado de mi trabajo… infantilmente conmovido?

– Por supuesto que me acuerdo. Fue muy dulce. Me necesitabas tanto.

La miró.

– Y bien, Marc, ¿qué pasó exactamente en el laboratorio aquella noche?

– Nada. Olvídate. Estoy borracho.

Los gorilas los vigilaban. Tanto el francés del SDEC como el pulcro y saludable jovencito norteamericano -la gente de CIA siempre parecía como si hubiese sido elegida por J. Edgard Hoover- más otros dos o tres que podían ser italianos o rusos, o tal vez, israelíes. Los judíos estaban abocados a una segunda Crucifixión. Pidió que le trajeran más vino.

Para pagar al mozo May tuvo que sacarle el dinero del bolsillo. Antes de dejar el albergo, Mathieu se detuvo ante la mesa de uno de los gorilas, un hombrecito que tenía un bigote que parecía una cucaracha de un dibujo animado, quien pretendía estar tan absorto en las palabras cruzadas, que cada irreverencia que Mathieu pronunciaba despertaba en él un vago pesar, porque ninguna de las letras de las cuatro palabras que estaban en los cuadraditos negros era la apropiada.

– Marc, por favor, no puedes andar por ahí insultando a la gente…

– No he insultado a la gente. Eran policías.

May conducía a Albert por las calles de Perugia, los consabidos Mercedes gris y Peugeot azul los seguían.

Marc estaba tan borracho y tan sobreexcitado que sólo se dio cuenta de haber hablado demasiado cuando ella detuvo el automóvil. Trató de recordar lo que había dicho y hasta dónde había llegado, y después supo que le había contado todo.

Se sintió tan asustado que esto casi lo desembriagó. Pero May estaba muy tranquila. Sentada, quieta, las manos sobre el volante. La máquina vibraba suavemente. Miraba hacia adelante, totalmente distraída. El aire era frío y desde los jardines del viejo castillo llegaba un olor de mimosas.

– Continúa, Marc -le insinuó-. Estoy escuchando.

– ¿Volverás a sentirte trastornada?

– ¿Acaso parezco trastornada?

– No. Estás madurando.

– Sí, sí. Continúa.

– Fue una noche extraordinaria, May. Siempre llega un momento en que el científico sabe que ha alcanzado la cima: nunca otra vez, y nunca más arriba… Sucedió eso. En toda mi vida nunca me sentí tan creador… Por lo tanto… No sé… Un sentimiento de logro supremo, de maestría. Hace años que todos han estado buscando la manera de "descomponer" la exhalación, de subdividirla, la condición sine qua non para controlarla totalmente. Y yo la había encontrado. Pero entonces, mientras estaba allí, de pie, limpiándome la tiza de las manos, revisando los signos del pizarrón y escuchando la perfecta… armonía en mi cabeza… de improviso, hubo una nota más. Una nueva apertura, una nueva posibilidad. Lo que hasta ese momento había conseguido era el control… Pero lo que veía ahora era la posibilidad de llevar las cosas más allá, de ir hasta el final… La fisión… dividir la exhalación. Recuerdo a Fermi, a Oppenheimer… No puedo decir que seguí los pasos de ellos, pero el proceso de conquista fue el mismo: Puede lograrse; por lo tanto hay que hacerlo… Y lo hice. May, la fisión de la exhalación tiene un poder de destrucción aproximadamente un billón de veces más fuerte que el de la bomba más poderosa que jamás se haya fabricado. En realidad parece imposible ponerle límite a su destructividad. La exha es potencialmente la fuerza más peligrosa, la más devastadora de toda la creación, de acuerdo a lo que hasta ahora se conoce y que es accesible al hombre. Lo que constituye exactamente lo que han dicho los poetas más grandes del mundo; pero ahora ha dejado de ser mitología, o palabras, o brillanteces filosóficas. Ahora es una técnica.

Parecía que May lo escuchaba indiferente, mientras miraba el paisaje -viejos olivares, viejas piedras y la acostumbrada capilla barroca a lo lejos, ruinas italianas diseminadas al azar- como si fueran los restos de un picnic, abandonados entre las flores. Estaba asombrado, e incluso algo molesto, de que se lo escuchara con tanta frialdad. Ni sorpresa, ni sobresalto, ni entusiasmo. Los ojos de May seguían haciéndole el amor a la capilla iluminada por la luna.

– ¿Qué te sucede? -le preguntó enojado.

– ¿Por qué?

– No pareces interesarte. ¡Diablos! Podías mostrar un poco de entusiasmo. Contigo me estoy malgastando…

Nunca esperó que lo tomara con tanta calma; que lo recibiera tan bien. ¿Y en qué consistía su aire tan compuesto, tan determinado? Sí, por supuesto, May se lo había dicho, "Dios no permitiría que sucediese". La racionalización irracional.

Se quedó callado. Palabras como "manías religiosas" le salían con facilidad, pero durante los últimos meses había empezado a diferenciar el fanatismo de la fe profunda y natural. Era algo que estaba más allá de la ironía. Se relacionaba con alguna comunión muy profunda; con alguna unión fundamental con la naturaleza de las cosas.

– No demuestras ningún orgullo por mi trabajo -le espetó-. Ven: sigamos.

May apoyó el pie con fuerza sobre el viejo Albert y continuó la marcha. Los seguían los ángeles custodios. Mathieu odiaba su presencia, insistente y autoritaria. A cualquier lado que se dirigiese, zumbaban alrededor de él como moscas.

– Perros guardianes impúdicos. Si al menos conociese una nación pequeña, un país sin poderío energético y suficientemente chico e indecente como para que me ayudase, me iría para allí inmediatamente y les construiría mi lindo juguete. Sólo para ellos -murmuró-. ¿Albania? Es un país chico, simpático y despreciable, también lleno de veneno.

May se dirigió al hotel; se detuvo y bajó del auto.

– Voy a caminar un rato, y sola -le dijo-. Creo que no estás sorprendido.

Veinte minutos después llamó por teléfono a Starr. Se encontró con él a la una de la madrugada, junto a la capilla. En las dos últimas semanas, Francia, Estados Unidos y Rusia habían estado intercambiando ideas no comprometedoras y prudentes sobre el "caso". Al principio sorprendió la ola de deserciones entre el Este y el Oeste. De esas relaciones había empezado a surgir un intercambio cultural. Durante las discretas conversaciones sobre Mathieu, nunca se mencionó a China…

Starr surgió de las sombras y llevaba los dos puños metidos dentro de los bolsillos del impermeable. El tercer puño, su cabeza, conservaba el usual aspecto pétreo. Escuchó. En el aire húmedo de los jardines de San Marino había luciérnagas; el cielo brillaba con fuerza.