– Jesús, ahora una santa. Era todo lo que faltaba. Una nueva santa norteamericana, Santa May de Albania. Casi puedo ver al icono.
May sonreía frente al espejo mientras se sujetaba el pelo hacia atrás.
– ¿Qué aspecto crees que tendría como icono?
– Muy sexual.
– ¿Entre los iconos no hay rubias?
– Demasiado frívolas. Además, aquí la mayoría son musulmanes, o, por lo menos, lo fueron antes. De todos modos, no vuelvas a hacerlo. El otro día liberaste a un generador de treinta exha. Apresaron a una cantidad de chiquillos. Rufianismo, lo llamaron.
– ¡Pero fue tan hermoso! -contestó-. Estallaban en colores. ¿Y sabes algo? Estaban cantando.
– ¿Qué cantaban?
– El Ave María. Lo escuché clarito.
– Por supuesto. ¿Qué otra cosa? Es una obra musical que seguramente conoces.
– Fue una maravilla.
– Escucha, hembra artística, no tienes derecho a expresarte a espaldas de la gente.
– ¿Y tú?¿Qué tal? Tú lo haces. Te expresas científicamente a espaldas de la gente. Como los médicos de Auschwitz. Todos los pobres y cansados obreros allí sentados frente a las cañerías exhaladoras. Es bestial. Alguien debería decírselo.
Pensó que era una suerte que May no hablase albanés. Pero lo estaba aprendiendo. Se pasaba horas con los libros de texto albaneses, aprendiendo el idioma y la historia del país, que llevaba siglos de luchas contra los invasores turcos y la opresión.
– En cuanto pueda hablarles, se lo diré.
– Pensarán que eres un agente norteamericano más haciendo propaganda occidental.
May le dio la espalda.
– ¿Cuánto tiempo estaremos aquí, Marc?
– Todavía no lo sé. Unos pocos meses más. El miércoles que viene estará aquí Enver Hoxha y todo el gobierno albanés. Banderas. Discursos.
– Cuando esté terminado, ¿quién va a apretar el botón? ¿Enver?
– Es sólo una prueba en pequeña escala, May. Se quedará en el espacio. Por favor, no te preocupes.
Marc le tomó la mano y se la besó. Cuando levantó los ojos otra vez, notó una imperceptible marca blanca en el cielo. Los aviones de reconocimiento norteamericanos sobrevolaban el valle dos veces al día.
– Mira -dijo-. La sombra de las cinco de la tarde.
May no miró.
– Prométeme que nunca me odiarás -le dijo con una voz extraña, grave, casi quebrada.
25
El campo de entrenamiento estaba situado en la República Soviética de Latvia, a unas pocas millas del mar Báltico. Era típico de la burocracia rusa haberlo ubicado allí. El cuerpo de comando necesitaba escalar montañas y allí no había montañas; en cambio estaba entrenado para nadar en el helado Báltico y caminar entre los pinos y los abetos sobre arenas blandas.
A Starr le encantaba el lugar. El aire de mar, el murmullo de los pinos, el silbido del pasto sobre las dunas, el paisaje suavemente ondulante de arena, bosque y olas, las nubes de lluvia grises y salvajes que acudían presurosas a reunirse con alguna tormenta… Repentinamente aparecía algún perro errante a la carrera, husmeando el piso, buscando las libélulas del estanque de agua verde y de los lirios, y aparecía la primera estrella en el primer instante del crepúsculo, y sonaba un silbido distante y nostálgico de alguna vieja máquina de vapor rusa que se abría camino hacia el Norte. El viento tenía un efecto extrañamente promisorio y calmante, como si una amante mano le acariciase a uno la frente. Y sin embargo, no era nada más que poesía y, tal vez, Dios fuese el mejor poema escrito por el hombre. Pero Starr tenía confianza en el resultado, como si en la misma naturaleza de la exhalación hubiese algo que contenía una certidumbre regocijante de victoria.
Eran siete. El francés Caulec era un hombre tenso de treinta y tantos años, de estatura mediana y de una resistencia física notable. De ojos obscuros y pensativos, de barba corta a lo gascón, era el experto francés más famoso en explosivos. Les mostró una cámara en miniatura, más pequeña que un dedo pulgar, la que, al mismo tiempo que fotografiaba, podía disparar una dosis mortal de perdigones de cianuro, a una distancia de veinte metros. Resultaba muy útil, tres commode, les explicó, para averiguar posteriormente si se había matado a la persona indicada.
Uno de los dos rusos, el mayor Grigoroff, tenía una cara bonita, rosada y abierta, el pelo rubio ondulado y los ojos celestes. Starr pensó que era la mejor cara que podía tener un agente saboteador. Era franco, abierto, alegre, e inspiraba simpatía y amistad.
Stanko, el yugoslavo, era un apuesto servio, alto y ancho de hombros, de manos enormes, de nariz aguileña, espeso pelo negro y ojos estrechos de tirador. Despreocupado, de voz muy fuerte, propenso a cantar canciones gitanas y a la risa fácil, este coronel había llegado a ellos con la mejor de las recomendaciones como asesino. Desde muy jovencito, a los catorce años, había sido guerrillero en las montañas de Bosnia, había ascendido hasta tener una posición de comando en el KOS en Yugoslavia. El otro ruso, Komaroff, era un siberiano de cara alargada que tenía rastros de sangre tártara; Starr conocía de memoria el legajo que incluía el asesinato de dos agentes norteamericanos en Berlín. Le contó a Caulec que uno de ellos había sido el mejor agente que hubiese trabajado jamás bajo sus órdenes y, mientras se lo decía, miraba a Komaroff con admiración como si se deleitase en saber que le había reemplazado uno que era mejor. Profesionalismo. Hablaban inglés y el acento norteamericano de Grigoroff era tan impecable que a Starr no le quedó ninguna duda de quién había sido el espía soviético en los Estados Unidos que nunca había conseguido ser identificado.
El hombre más extraño del grupo era el polaco. Su nombre era Mnisek que era el de una antigua y aristocrática familia polaca.
Después de nadar largamente en el Báltico, mientras salían de una ola envolvente, Starr golpeó con el hombro las costillas del francés.
– ¿Ve usted lo que estoy viendo?
Sentado en cuclillas sobre la arena, el capitán Mnisek se frotaba la cabeza con una toalla.
Alrededor del pescuezo, colgaba una cadena con una cruz de oro.
– ¿Qué tal para un comunista ferviente? -preguntó Starr.
Caulec miraba el crucifijo.
– Y, bueno, los polacos son seres conocidamente complicados -dijo.
Starr siguió pensando en ello.
– No lo comprendo -murmuró-. Si el partido lo ha elegido para nuestro operativo (y los rusos tienen que haberlo investigado) tiene que ser un comunista h… de p… en un ciento por ciento. Ahora, escuche: anoche lo pude ver a través de la ventana. ¿Sabe qué hizo? Se arrodilló, y tenía un rosario en las manos, y rezó.
El francés chupaba la pipa.
– Et bien, coronel, creo que esta operación que se supone que debemos llevar a cabo y la naturaleza del blanco que debemos desintegrar, son excusa suficiente para hacer que unas cuantas personas recen de rodillas.
– No un comunista a toda prueba.
– Nadie está probado a tal punto. ¿Por qué cree que los gobiernos interesados insisten en mantener tanto secreto? Si este asunto se supiera, tendría un efecto psicológico destructivo sobre el pueblo. La desintegración del alma humana, etc…
– Sucede constantemente -le dijo Starr- y a nadie le importa un bledo. Apuesto a que este Mnisek ha sido un maníaco religioso toda la vida. ¿Pero cómo encaja en uno de los principales agentes saboteadores comunistas? Los polacos dicen que nos han dado a su mejor hombre. Y resulta ser un aristócrata y un católico devoto. No tiene sentido. Escuche, Pierre, lo que nos han encomendado es una tarea infernal. Se supone que formemos un equipo. Significa que entre nosotros tenemos que entendernos.
– ¿Por qué no va y se lo dice? ¿Por qué no se lo pregunta?
Starr lo hizo.
El capitán Mnisek no se mostró sorprendido por la pregunta, ni tampoco indignado por la curiosidad que despertaban su pasado y sus creencias.