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– Sobre este chiquero hay muchas cosas que desconocemos, y precisamente queremos barrerlo de la superficie de la tierra… Ahora, dos cosas más.

Con la punta del bastón se acarició pensativamente el bigote. Concluye, viejo, pensó Starr. No es necesario ningún adorno. Sucede que sé porqué eres un bastardo militar tan distinguido; se que detrás de tu culo no están ni Eton ni Sandhurst; que saliste de las filas, antiguo NCO, hijo de un sargento de la Guardia de Instructores y de la estación de Paddington… en fin, de una mujer. Debes saber que todos conocían que era pederasta, igual que tú. Lo haces muy bien, así que no te extralimites.

– Primero, por alguna razón que me es totalmente desconocida, se nos recomienda que no nos dejemos matar, en lo posible, dentro de un radio de distancia de unos cincuenta metros de los tanquecitos que parecen pozos de petróleo… o de las patas del "Cerdo"…

Con el bastón señaló las columnas blanco-perladas y la torre en forma de obelisco marcando sobre la zona dentro y fuera del pueblo las casas y los techos rojos.

– Aparentemente sería un final poco digno para un cabellera y para un oficial. Así que recuerden, no se dejen matar dentro del límite de distancia de cincuenta metros. Se lo considera extremadamente peligroso.

– Un momento -estalló Stanko indignado-. ¿Qué diablos quiere decir? ¿Qué es lo enormemente peligroso? ¿Que nos maten? ¿Qué clase de novedad es esta?

Se rió. Y de repente a Starr se le ocurrió que el hombre no sabía. No le habían dicho nada. Miró a los dos rusos, a Mnisek, a Lavro. Pero no se enteró de nada. Caras profesionales. Completamente cerradas.

– No, no dejarse matar, lo de costumbre -dijo tranquilamente el inglés-. Aparentemente, se verán envueltos en una especie de… complicación póstuma. ¡Ja, ja! Lo siento. Lo que quiero decir es que el dejarse matar allí puede acarrear algún dolor suplementario. Así que cuidado.

– Gracias -dijo el yugoslavo-. Una gran ayuda.

– En realidad, ninguno tiene por qué morirse -dijo Little-. Llevamos un buen blindaje para protegernos. La coraza, por supuesto, no estará allí para protegernos sino para que el operativo tenga éxito. Sobre esto hablaremos después. Pero tengo entendido que nos han dado una ayuda grande allí mismo. Quiero decir, en el interior de Albania. Creo que el coronel Starr, aquí presente, sabe todo sobre esta persona admirable. Hemos estado recibiendo una corriente constante de información, mapas, dibujos, y micropelículas, así que todo lo que tenemos que hacer ahora es estudiarlos.

26

A la semana siguiente volaron en avión a Yugoslavia y un camión del ejército los llevó directamente a Dviga, a seis kilómetros de la frontera con Albania. Durmieron en el camión. Starr tuvo un sueño que denominó ortodoxo griego, porque había santos que tenían cara de asesinos, de color verde y de barba, e inscripciones cirílicas sobre los halos dorados. Todos tenían el rostro de Lavro. El "antecesor" comunista, como llamaban al antiguo residente, se había hecho amigo de él y le hablaba constantemente de las montañas de Macedonia con un tono de amor en la voz; hablaba como si durante siglos hubiese estado pisando la tierra de los Balcanes. Su cara era obscura, salvaje como un paisaje barrido por el viento, corroída interiormente por una pasión fantástica que parecía reclamar la compañía de lobos y de águilas.

A las cuatro de la mañana entraron en Albania a pie, adentrándose por las montañas salvajes en el Este de Stopiv, caminando detrás de Lavro hasta llegar al lugar señalado, dentro del territorio enemigo. Allí recibirían por radio, desde Belgrado, las últimas instrucciones. La fila india culebreaba entre rocas grises que tenían aspecto de haber sido arrojadas desde lo alto aunque sólo el cielo los cubría. Starr tenía una extraña sensación de haber llegado tarde, doscientos años tarde; el comando debía de haber cumplido su cometido mucho tiempo atrás, entre los olivares de Judea. Cada uno cargaba sobre la espalda cincuenta kilos de equipaje, pero el problema mayor era el equilibrio y no el peso. Era notable lo bien que se conducía el profesor Kaplan, y en ese momento, Starr se dio cuenta de que el científico era por lo menos diez años menor que cualquiera, exceptuando a Grigoroff. En el cielo había algunas águilas, o tal vez siempre los seguía la misma. De pronto, hacia el Sur se abría una montaña dejando ver el mar calmo y azul, y luego volvía a cerrarse; era la luz de Grecia, pero las ruinas que los rodeaban eran obra de Dios. Abajo se divisaban algunos bosques, manchas de color verde espinaca, y algunas veces el verde más obscuro del lago. Desde que habían emprendido la marcha, Lavro no había abierto el mapa y apenas se molestaba en mirar hacia adelante. Cuando la luz se hizo más intensa, a Starr le llamó la atención la alegría que reflejaba la cara de Lavro. Estaba como en su casa. Habían avanzado demasiado rápido y tuvieron que hacer un alto de diez minutos para mantenerse dentro del horario. Por alguna razón, Starr no podía dejar de mirar la cara de Lavro. Mostraba tal ansiedad, tal orgullo y una traza de humor tan sardónico y cruel, que Starr se sintió incómodo. Siempre sospechaba del profesional que mostraba regocijo mientras trabajaba, en general esto lo hacía descuidarse. La larga barba marrón grisácea recibió el primer rayo de color naranja. El parecido que tenía con los viejos iconos bizantinos era tan marcado, que Starr esperaba encontrar manchas de desgaste sobre el oro y la plata. Starr se rió.

– ¿Qué sucede? -preguntó el francés Caulec.

– Nos dirigimos derecho hacia la historia, hacia la mitología, hacia la leyenda y, quién sabe, tal vez hacia la santidad -contestó el norteamericano-. Si tenemos éxito, el hecho de que seamos asesinos profesionales será ahogado por el amor y la gratitud de la humanidad.

Sin embargo, alrededor de las cabezas no había ningún halo, salvo el de la luz de la mañana. Pero en todas las iglesias del futuro se prepararían nichos para los que habían salvado a la cristiandad. Miró a sus compañeros en busca de la actitud que tendrían cuando estuvieran allí, inmóviles.

El capitán Mnisek estaba pelando una banana y Starr se sorprendió cuando vio que dejaba la parte blanca de la fruta y se comía la negra y podrida. Bueno, pensó Starr, en literatura tengo el mismo gusto.

Stanko tarareaba una melodía, mirando hacia el cielo en busca de águilas o de buitres.

Grigoroff, el pelo rubio sobre la cara, miraba el tambor de su revólver Sten, sonriéndole casi amorosamente, como si su madre se encontrara dentro. Caulec estaba tirado de espaldas, tenía las manos debajo de la cabeza y una brizna de pasto entre los labios.

El mayor Little descansaba. Lo hacía con empeño. Reservando fuerzas para lo que le esperaba.

Respecto de él mismo, estaba muy ocupado odiando el valor de Little.

El profesor Kaplan, en su interesante estilo de Harpo-Arthur Rubinstein-Einstein, de electrizados cabellos, -probablemente este detalle tenía alguna relación con el aire de montaña- chupaba la pipa vacía y admiraba el paisaje.

Komaroff estaba sentado y miraba como si hubiera perdido su caballo.

Lavro comía un pedazo de queso de cabra, tenía el cuchillo en la mano y hablaba. -Aquí tuve algunas peleas muy buenas -estaba diciendo, mientras señalaba las montañas con el cuchillo-. Nos encontraron cien asesinos secuaces de Ante Pavelic Ustasi que vinieron a buscarnos. Nos encontraron, sí, pero no sólo les arrancamos los ojos de las órbitas como hicieron ellos con los guerrilleros que tomaron prisioneros, sino que les dejamos los ojos a los buitres. He oído decir que ahora Ante Pavelic vive cómodamente en Estados Unidos. ¿Cómo lo explica usted, coronel Starr?

– La vida en los Estados Unidos es muy agradable; así lo explico -dijo Starr-. Me alegro de que ustedes, los comunistas, empiecen a darse cuenta.

Todos rieron. Humor profesional.

– ¿Alguien quiere un pedazo de queso de cabra?