Starr se sirvió un poco.
Avanzaron. Después de media hora de escalar las rocas, divisaron el lugar señalado y a las cinco siluetas que los aguardaban. Eran el general Popovic, un coronel yugoslavo, un capitán que llevaba un transmisor laser, un muchachito bien parecido y vestido con ropa de escalador de montañas y un individuo indescriptible que vestía un traje común y que podía haber pertenecido a cualquier gestapo del mundo. Excepto el general, todos estaban armados. Diez minutos antes había llegado la confirmación de Belgrado para que se llevara a cabo el operativo. El pronóstico metereológico era bueno; los últimos informes de los avances en Ziv no indicaban ningún cambio de rutina militar en la zona del "Cerdo". Durante unos instantes hablaron inclinados sobre el mapa. Los primeros puestos y patrullas albaneses estaban unos cuarenta kilómetros al Este, a la altura de Brada.
En el aire no había tensión ni señal premonitoria, y esta vez, a Starr le falló el sexto sentido, lo mismo que a Lavro.
Apenas se alejaron por el sendero, con Lavro encabezando el grupo, la ametralladora que estaba en las manos del hombre indescriptible repicó. Herido de muerte, Lavro se enderezó un momento, y lo miró, y sus ojos altivos casi le devolvieron los disparos con un rencor que se adivinaba en las espesas y enruladas cejas. Luego la muerte descendió sobre su rostro.
Nadie se movió; Little se aclaró la garganta en forma de reproche.
– Supongo que tendrá una buena razón, señor, pues disparar en las montañas no es muy prudente. Las montañas, el aire liviano… el eco ¿sabe?
– No hay nadie en decenas de millas a la redonda -dijo el general yugoslavo-. No tuvimos otra alternativa.
Dirigió la mirada al cuerpo de Lavro y se encogió de hombros: -El hombre de Pekín.
Starr pensó que era una manera graciosa de decirlo. El Hombre de Pekín era uno de los padres de la humanidad, tenía una antigüedad de medio millón de años y Teilhard de Chardin había desenterrado esos huesos fosilizados en la década del treinta.
– Era un agente albanés -dijo Popovic-. Nos enteramos cuando estábamos en Tirana haciendo una última verificación de la gente. En un tiempo fue stalinista y siempre continuó siéndolo.
– Si los norteamericanos no podemos ni siquiera confiar en un buen comunista -dijo Starr-, entonces, ¿en quién podemos confiar?
Al general yugoslavo no le gustó la broma.
– Como usted sabe, coronel, en el mundo comunista existen ciertas tensiones temporarias -aclaró.
– Me da mucha lástima -replicó Starr.
– Al llegar la primera cosa que hubiera hecho es entregarnos a los albaneses. Gracias a Dios que lo descubrimos a tiempo.
"Gracias a Dios" no significa nada, era sólo una expresión, pensó Starr. Hasta los rusos la usaban.
Por última vez miró al viejo icono ortodoxo griego que yacía sobre la tierra. Recordó cuando Lavro miraba el reloj diciéndole que avanzaban demasiado hacia el lugar de la cita, y luego cómo comía el queso de cabra empuñando el cuchillo. Deseó que el queso de cabra hubiese estado sabroso, que fuera el mejor queso de cabra que el viejo asesinado jamás comiera.
– Este yugoslavo lo reemplazará -dijo Popovic-. Conoce bien las montañas.
Little miró al muchacho. -Pero, ¿qué más sabe?
– Recibirá órdenes.
– Lo siento, general, no es suficiente. Mis hombres han sido especialmente seleccionados, se los ha entrenado e instruido; todos son profesionales, los mejores que teníamos a mano. Es imposible confiarle un octavo de la responsabilidad del éxito del operativo a alguien que llega a último momento y que solamente recibirá órdenes.
– Sin un guía, no pueden arreglarse -aseguró Popovic.
Los ojos del jovencito reían. Una buena cara, pensó Starr, del tipo viril y obscuro de los turco-eslavos, de pelo crespo, los rasgos agudos y la sonrisa de suficiencia de quien nunca ha tenido que probarse a sí mismo. Le habían quitado la ropa electrónica al cadáver de Lavro y se la estaba poniendo. Los agujeros de bala cubiertos de sangre coincidían con el lugar del corazón.
– Bien -dijo en inglés, y cargó el equipo sobre la espalda.
La cara de manchas rojizas de Little dejó traslucir una helada desaprobación.
– Esto es improvisación -dijo-. No creo que sea suficientemente bueno para la tarea. Necesito la confirmación del cuartel general.
– No hay tiempo.
Se notaba que el general yugoslavo estaba furioso. Todo lo que sabía era que estaban saboteando un mecanismo atómico en Albania. La verdadera naturaleza del "Cerdo" le era completamente desconocida.
– Me hago responsable -contestó con firmeza-. Ha estado allí varias veces. Habla el libanes. Su madre es albanesa. Es mi hijo.
– Bien -dijo Little-. Supongo que será útil, siempre que sea el primero en caer muerto. Una especie de disminución de nuestras pérdidas.
Saludó al general con elegancia y señaló con el bastón hacia adelante.
– Bien. En marcha.
– Hágame un favor, mayor -pidió Starr cuando habían empezado a moverse-. Me gustaría que alguna vez dijera "O.K." en vez de "Bien", nada más que por amistad y cortesía. Adivine quién fue el típico caballero inglés de la escena y de la pantalla.
– No existe el típico caballero inglés de la escena y de la pantalla -respondió Little-. Es sólo un actor.
– Leslie Howard, un judío húngaro. ¿Qué diablos es exactamente usted? ¿Irlandés? -OK, en camino.
Estuvieron subiendo durante tres horas, y esta vez sí que fue una verdadera escalada; no había sendero, y Starr pensó que si alguna vez había pasado por allí alguna cabra montañesa debió haber muerto de hambre cien mil años atrás. Una hidalguía torpe y desnuda, un caos gris. Entre el punto de destino y ellos había dos valles y dos grupos de montañas por cruzar, el último, por la noche, para esquivar los puestos de guardia albaneses. La luz era escasa; el aire olía a rocas calcinadas; no había ni un centímetro de superficie llana bajo los pies; y los cuerpos se sentían nuevos, incómodos. Con el peso sobre las espaldas luchaban por restablecer el equilibrio.
A mediodía llegaron a la cima del macizo del Goro y esperaron que llegara la obscuridad.
El equipo sonoro y el "ojo" infrarrojo recién llegado de Vietnam les brindaban el máximo de seguridad para moverse en la obscuridad. La noche era rojiza: montañas rojas, el cielo y la luna rojos. También podían oír lo que pasaba en una milla a la redonda. Durante el entrenamiento habían conseguido escuchar suspiros de las parejas que hacían el amor en los bosques a una distancia de más de mil metros. En los audífonos, sus propios pasos retumbaban como truenos. Cada caída de una piedra; el ruido de una marmota en el valle; cada sonido de un insecto; todo se proyectaba con una nueva dimensión de un mundo magnificado. Constante traición de la presencia más secreta de la naturaleza. A menudo llegaba hasta los desacostumbrados oídos una especie de música bárbara, sin melodía ni significado. En un momento dado, todos pudieron escuchar un lamento desgarrante, como si algún infantil monstruo prehistórico acabase de morir en algún lugar recóndito de la tierra. No era nada más que un águila soñando dentro del nido. Luego, cuando se detuvieron para consultar el mapa -medio kilómetro hacia el Este había un puesto de ametralladoras y de patrulleros- escucharon una sucesión de suspiros, completamente desconocidos y de un terror paralizante, y entonces, la tierra entera se puso a crujir y a gruñir.
– Un guardia albanés que se ríe -dijo Little. Bajó el volumen del sonido. La risa se hizo humana y pudieron oír las conversaciones de los albaneses; los sonidos más tranquilizadores y amistosos que Starr oyera jamás. Y así siguieron caminando, a través del mundo de color sangre, mirando sin ser vistos, y sin ningún otro esfuerzo nervioso excepto el causado por algún estallido repentino de técnica misteriosa.
Bajo los pies el mar color rojo se juntaba con las rosadas estrellas que flotaban sobre las cabezas como flores en la superficie de un mundo hundido en sangre. Eran ocho mortales que caminaban hacia un fondo rocoso.