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En la mesa preparada para el almuerzo, bajo las banderas albanesas y chinas, en el nuevo cuartel general del partido, construido apresuradamente del otro lado de la calle donde estaba la planta energética, había veintitrés personas. En el lugar persistía el olor a cemento y a humedad, a pesar de la calefacción intensa de los últimos días. Era la segunda vez que el líder de Albania viajaba al valle con el propósito de inspeccionar los avances del trabajo. Mathieu miraba los rasgos altivos de la cara ceñuda y pétrea del caudillo. André Gide escribió que los líderes comunistas siempre parecían posando para los carteles donde estaban representados. Con su total ausencia de expresión daban la impresión de ayudar a los malos artistas. El mariscal Enver Hoxha estaba sentado a la cabecera de la simple y larga mesa de madera que formaba parte de todas las "Últimas Cenas" de la historia, que está llena de últimas cenas. Mathieu se encontraba a su izquierda, y a la derecha estaba el general Tchen-Li, quien estaba al frente de las tropas chinas y de los técnicos del valle.
El fuerte olor a cemento fresco impregnaba la comida. El sistema de calefacción libraba una gran batalla contra la humedad. El calor era suministrado por la nueva planta de energía que funcionaba desde hacia más de seis meses. La exhalación del pueblo albanés daba lo mejor para calentar los pies y los traseros de los líderes del partido. Sin duda, ambas partes se sentían bien y orgullosas -dando y recibiendo- y los slogans que se veían por todo el valle, debajo de las banderas albanesas, decían la verdad: "Deseamos brindarnos por completo al partido maternal de Lenín, de Stalin y de Enver Hoxha. ¡Hip, hip, hurra!" Aunque parezca un gesto sentimental, cuando en el valle se construyeron los hospitales y los asilos de ancianos, que suministrarían energía para todas las plantas de la zona, se les dio prioridad a los viejos miembros moribundos del partido. Su exhalación trabajaba con afán en cada centímetro de alambre retorcido, en cada cañería, era absorbida por todos los artefactos eléctricos, pulsante y burbujeando dentro de cada generador. Hacía varios meses que el excedente de energía era cuidadosamente almacenado en lo que Mathieu denominaba colmenas, cientos de estructuras blanco-perladas que parecían pilares en forma de obeliscos de mármol fosforescente que por la noche tenían un resplandor placentero. El espectáculo que ofrecían era verdaderamente agradable. Se necesitaba la acumulación de energía para el proceso de desintegración dentro del "conservador de paz" o el "impedidor", como denominara Mathieu al mecanismo durante las conversaciones con los oficiales albaneses, conforme con el vocabulario de terror que mantenía el equilibrio entre Oriente y Occidente. Era cierto que ninguna de las "abejas" que zumbaban y trabajaban dentro de las arterias del sistema de la poderosa energía estaba al corriente de la contribución que la exhalación póstuma aportaba para la implantación del socialismo. La erradicación total de las tendencias irracionales era un largo proceso educativo-ideológico. Respecto de la utilización póstuma de la restitución no estaban mejor informados que los judíos cuando los nazis los apretujaban en vagones sellados para enviarlos a los campos de concentración. A los que transportaban la exhalación en el valle se les había dicho que el sistema energético funcionaba con una nueva fuente de energía subnuclear, descubierta por científicos chinos bajo la conducción paternal de Mao Tse-tung, padre y madre de todo logro y de toda belleza.
Como un gran físico, Mathieu estaba satisfecho de estar en este lugar. La ciencia es un esfuerzo totalmente racional, desprovisto de sentimentalismo. Era una actividad completamente lógica, libre de toda mancha de idealismo podrido. Resultaba históricamente apropiado y un indicio de soberbia confianza con respecto al futuro que la acusación de sentimentalismo fuese la condena más dañina que emanara de la pluma de cualquier crítico norteamericano o chino. En todas las revistas norteamericanas que Mathieu había tenido oportunidad de leer, lo mismo que en el "Peking Daily", la palabra "sentimentalismo" constituía la última condenación y eliminación de un escritor, y cualquier intelectual occidental u oriental preferiría caerse muerto antes de usar la palabra "alma". Estaban en la era de la frialdad científica y del racionalismo, y esto significaba comer mierda en el caso de que tuviera vitaminas.
Había venido a Albania en un esfuerzo final para suprimir de sí mismo el viejo y medieval gusano Erasmo del humanismo y del idealismo. Sin embargo, el gusano Erasmo parecía ser tan poderoso como la misma exhalación, y durante años se movía -¡oh, cuan suavemente!- en algún lugar dentro del "corazón", si aún podía emplearse un término tan asquerosamente gastado. Actualmente, el gusano Erasmo estaba comiéndoselo vivo.
Miró a May. Le gustaba la manera como se recogía el cabello luminoso en un rodete. Adoraba la manera como los labios de May se apoyaban sobre sus ojos cada vez que él soñaba.
May le envió un beso desde el asiento, una señal discreta y perceptible sólo para él. Las estatuas que lo rodeaban eran incapaces de reconocer la señal aunque la hubiesen visto. Era demasiado tierna. Sólo sabían reconocer al acero y al granito.
Las ventanas bajas permitían que se tuviera una buena vista del pueblo, que tenía un minarete que señalaba el cielo y, a la derecha, las ruinas de una capilla ortodoxa griega. Actualmente la mezquita era un museo antirreligioso. Las pocas casas antiguas que quedaban estaban diseminadas a ambas márgenes del arroyo, rodeadas por alambre de púas. Las rutas militares convergían en el lugar de los ensayos, un kilómetro al Norte del valle, y había cientos de apresadores blanco-perlados muy parecidos a lápidas funerarias. Mathieu había querido decorar con alegres colores tradicionales de Albania estos obeliscos un tanto siniestros, como para dar una apariencia de regocijo folklórico a la energía acumulada de los campesinos albaneses. Pero el Partido lo había considerado frívolo, un derroche de dinero.
Los exhaladores del Valle de las Águilas, que señalaban el cielo, tenían un aspecto rígido, frío y desnudo, y sólo por la noche, cuando brillaban placenteramente con una especie de difusa fosforescencia, satisfacían los ojos acostumbrados a la contemplación de las obras de arte.
Mathieu miraba a un viejo musulmán de la secta de Bektashi, que entre los exhaladores montaba un asno, llevando un sombrero blanco en la cabeza, una piel de cordero rosada, y una larga y bíblica barba blanca. Nada mejor que una frase muy repetida: el viejo mundo al encuentro del nuevo. Alrededor de la baja y achatada estructura de la planta de energía que descansaba sobre las cuatro patas del "Cerdo" el valle entero era un laberinto de caños y cables transmisores retorcidos y serpenteantes, los que conducían la energía al lugar de la desintegración, y eran particularmente gruesos en las proximidades del hospital y de los hogares de ancianos. Los caños parecían desagües, cloacas o incineradores de basura. Su aspecto no le hacía justicia al restablecimiento del pueblo albanés. Producían la fuerte impresión de que todo era un sistema de cañerías, y provocaban que uno se cuidase de la forma de respirar, como si existiese alguna pestilencia. La exhalación carecía de olor, por supuesto, y el vago rastro de olor desagradable en el aire era producido por el envase de estalinita. Pero en su cautiverio provocaba un ligero sonido de pulsación y zumbido, que se traducía en un leve temblor de la aguja del contador de argonne. El valle palpitaba noche y día por esta pulsación rapsódica, que a su vez constituía una música para los oídos de todos los amantes de la productividad y de la energía.
El líder tomaba mucho vodka. Por esa causa se rumoreaba que Enver Hoxha sufría de una enfermedad de los riñones. El mariscal lucía la acostumbrada túnica militar gris de los viejos bolcheviques en el estilo de "los diez días que conmovieron al mundo", y no tenía ninguna condecoración. Sus rasgos eran redondeados y tenían algo de perfección juvenil; tenía una boca sensual, llena y pueril. Pero los ojos se encargaban de todo cuanto podía haber pasado por una afabilidad oriental. Obscuros, de una frialdad de lagartija con matices amarillentos alrededor de las pupilas; ojos que estaban destinados a vigilar más que a mirar. Era una cara turca. Hablaba un francés fluido; aunque no había habido ninguna conversación: solamente agudas preguntas a las respuestas de Mathieu. Quería saber si el ensayo de la nueva arma podía tener lugar en el término de una semana como Mathieu lo había prometido, porque los técnicos chinos que estaban colaborando parecían un poco confundidos sobre algunos de los problemas teóricos. No disponían de una computadora adecuada y, en el informe que habían presentado esa misma mañana, habían pedido más tiempo.