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Sentada sobre una roca, la silueta recortada contra el azul del cielo, los brazos alrededor de las rodillas, el jovencito albanés silbaba suavemente. Después del mensaje recibido, había formulado varias preguntas y Little le explicó todo lo que estaba al alcance de comprender. El inglés había agregado que todas las palabras altisonantes que tenían una vibración emotiva y dramática, pertenecían a la retórica acostumbrada en los asuntos de importancia nacional, y que no debía de tomarlas demasiado al pie de la letra. No eran más que metáforas. No se trataba sino de una nueva bomba muy potente e imperfecta, y había que impedir la explosión. El muchacho pareció pensativo; luego se encogió de hombros. Era puro dientes, blancos y brillantes que se destacaban en su morena hermosura.

– Todo lo que tienen que hacer es contárselo al pueblo -dijo el muchacho-. Se rebelarán. No permitirán que esto ocurra. Conozco a mi pueblo albanés. Son águilas.

– ¿No estás un poco asustado, petit? -le preguntó Caulec.

El muchacho rió.

– No. Porque no he traído a mi alma conmigo. La dejé en Belgrado. Es muy bella. Y allí está muy bien, ¿no es así?

– Claro que sí -mintió Starr.

– Pero alguien tiene que decírselo al pueblo albanés. Se alzarán en son de protesta y destruirán de una vez por todas al "Cerdo" de la energía. Iré a decírselo.

– Sí, algún día lo harás -le dijo Starr.

Durante la noche recorrieron los últimos cuatro kilómetros del viaje, siguiendo al muchacho albanés y al resguardo de la luna que iluminaba el camino. Encima de las cabezas millones de centellantes ojos amarillos hablaban de años luminosos y de ausencia.

En el receptor escuchaban voces de soldados albaneses; los ruidos amplificados de insectos que escarbaban; de piedras que caían; de pájaros que soñaban y los de sus propios pasos. Todo colmaba el mundo de terremotos, de oleajes y de montañas que estallaban. Cada vez que desconectaban el aparato, el silencio caía sobre ellos con una sordera total. Los rayos infrarrojos transformaban la tierra en un planeta rojo. Parecía como si caminasen hacia su destino a través de una historia de sangre a través de la sangre necesaria para que esto pudiese suceder.

A las dos de la madrugada, Starr escuchó un grito desgarrante que lo hizo lanzar un juramento de terror antes de apagar el receptor. Muy, muy lejos, cantaba un gallo. Les llevó más de una hora antes de poder ver cómo las estrellas brillaban desde tierra: era el pueblo de Ziv. Siguieron los riscos hacia el Sur y, de pronto a sus pies apareció el valle entero que tenía miles de pilares que brillaban en la noche con un fulgor blanco. -Descanso de diez minutos -ordenó Little. Starr se acostó boca arriba, cerró los ojos y sintió sobre la frente una mano suave y dulce. Se despertó: era la brisa del mar. La noche se apoyaba sobre él con toda su multitud rutilante, y mientras permanecía por unos segundos más, acostado, mirando la estrella del Pastor, el norteamericano pensó con tristeza que de haber tenido unos pocos hombres bien entrenados, dos mil años atrás, en Judea, nunca se habría llegado a esto…

30

La besó y cerró los ojos, mientras apretaba la frente contra su pecho. Era el mejor y el único lugar en el mundo donde se podía cerrar los ojos con confianza. La suavidad y el hálito de la vida, la tibieza… El término de la búsqueda.

– Por favor, Marc, apaga la luz.

Obedeció.

– Odio esta luz.

– ¿Por qué?

– Es gente.

– Energía humana.

– El pueblo albanés.

– La están usando en todas partes. Es la menos costosa.

Afuera la noche refulgía. Un ruido lento y profundo llenaba el valle. Había momentos en los que se sentía preocupado. La concentración y la presión de la energía eran tales que era casi imposible pensar que, a pesar de toda la potencia de los compresores de estalinita, la fuerza de ascenso quedase cautiva y no consiguiese liberarse. Hacía tiempo que se había logrado el punto de saturación, pero esto daba lugar a un amplio margen de seguridad. Sólo unas pocas horas más. Entonces… Sonrió. Y después, por fin, la inocencia.

– Buscando estoy el rostro que tenía antes de que el mundo fuese creado…

– ¿Por qué dices esa frase, Marc? Te la he oído repetir a menudo. ¿Qué significa?

– Es un poema de Yeats.

– ¿De qué trata?

– De la inocencia.

– ¿Qué inocencia? ¿La inocencia de quién, Marc?

– La inocencia anterior a la creación del mundo. Antes de que nosotros lo hiciéramos, May. Se nos había dado la posibilidad y se desperdició. Antes, la inocencia existía.

– ¿El Jardín del Edén? ¿El pecado original?

Otra vez puso la cabeza contra la tibieza de May. Un nuevo comienzo. De regreso en el reino animal Sonde, tal vez, exista otra oportunidad, un nuevo ser, una nueva creación, un hombre compasivo…

– Marc.

– Sí.

– Es para mañana, ¿no es así?

– Ya sabes que es para mañana, May. Lo sabes todo: hace meses que estás tomando fotografías microfílmicas de cada pedazo de papel, de cada diagrama. He tenido que vigilarte constantemente, o la Seguridad te hubiera atrapado. Eres tan condenadamente descuidada. Hasta escondes un transmisor laser en miniatura dentro de tus zapatos.

Sintió que el cuerpo de May se endurecía en sus brazos.

– Está bien -le dijo-. Lo supe siempre. Está muy bien, Santa May de Albania tratando de salvar, al alma inmortal de la desintegración.

El corazón de May latía con fuerza contra la frente y le besó, el lugar.

– ¿Por qué no me lo dijiste, Marc?

– Convenía a mis planes. Quería que los grandes bastardos lo supieran.

– ¿Por qué?

– Por que puede hacerles recobrar los sentidos. Está en sus manos. Todo lo que tienen que hacer es detenerse en el acto donde están actualmente y tomar una nueva dirección. Destruir las acumulaciones nucleares. Abolir los bloques de energía. Crear estados pequeños, infrasociedades. Suprimir los estados poderosos, las combinaciones colectivas múltiples reduciéndolas a un mínimo de poder y a un nivel de responsabilidad ética máxima. Descender de lo nacional a unidades culturales interdependientes. Existen soluciones, todos los estudiantes de sociología las conocen. Concluir con la grandeza del poder y empezar una nueva senda dirigida hacia la grandeza del hombre.

– No lo harán.

– Entonces tendrá lugar la reacción en cadena y por fin habrá un poco de inocencia.

– Sólo embrutecimiento.

– El embrutecimiento es una cosa que sólo conoce el hombre; los animales, no.

En la obscuridad May buscó la mano de Marc.

– Eres tan… tan estudiante, realmente, -le dijo-. Igual que todos los estudiantes de París en el mes de mayo, haciendo barricadas…

Apretó la mano de él contra la mejilla; la besó.