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Se limpió la sangre que le salía de la nariz.

– Un soukin syn vigoroso. Tiene buenos puños.

– Es un maldito aficionado -dijo Little con un fuerte acento cockney que parecía resurgir cada vez que el mayor se sentía furioso-. Nunca confíe en un aficionado; siempre lo repito. Idealismo. Así es como se pierden las guerras. En marcha.

Llegar hasta el camino les llevó casi tres horas y quince minutos, es decir, casi treinta minutos más que el tiempo que habían calculado durante el adiestramiento, pues ahora tenían que cargar el equipo del albanés que contenía partes del cohete del caparazón nuclear que equivalía a una bomba regular de cinco kilos. La última hora no había sido más que un esfuerzo desenfrenado por llegar a la cueva antes del amanecer, y consiguieron ganarle al sol por unos pocos minutos. En el momento oportuno, Starr escribió en el informe que cuando iban descendiendo por el acantilado, colgados de los ganchos, pensó en las famosas palabras de Winston Churchill, después de la batalla de Inglaterra: "Nunca antes en la historia de la humanidad, tanta gente debió tanto a tan pocos". Sólo era una pobre comparación con lo que literalmente cargaban sobre la espalda. "Normalmente no me dejo guiar por lo que se denomina 'el sentido de la historia' escribió el coronel Starr, "pero, de todas maneras, en ese momento, las circunstancias no podían llamarse normales". "Por un instante tuve una imagen muy clara de toda la humanidad, suspendida allí conmigo, cargando sobre la espalda los museos, los Beethoven, las bibliotecas, los filósofos y las instituciones democráticas. En cierta forma era un sentimiento bastante apropiado, puesto que si el coronel Starr del ejército norteamericano se rompía la crisma, quizá fuera menos probable que ello ocurriese, si la crisma hubiera pertenecido a toda la humanidad. De repente mi pescuezo se convirtió en lo más importante desde la creación del mundo, lo que resultaba muy alentador".

A un kilómetro al Este de la cueva, en el sendero, detrás de una gran piedra, dejaron a Caulec. A través del "ojo" rojo alcanzaban a divisar a seis soldados albaneses que montaban guardia detrás de una ametralladora, unos cuantos metros más abajo, sobre el camino. De acuerdo con el plan previsto Caulec debía entregarse a los albaneses a las cinco de la madrugada.

– Ahora, coronel, -sugirió Little-, asegúrese de que haya suficiente luz. Tiene que haber bastante. Por favor, camine hacia ellos llevando las manos bien en alto, y no se les acerque demasiado, quédese allí, de pie manteniendo las manos levantadas o de lo contrario sospecharán alguna emboscada. Quédese sin moverse, y grite que usted es un saboteador norteamericano que ha decidido entregarse.

– Estamos perdiendo tiempo, mayor, -respondió Caulec-. Conozco mi trabajo.

– Pierre, trate de no hacerse matar, -añadió Starr-. Siempre es un error. Si lo matan, nos veremos en el Ritz, allá arriba.

– Y bien, señores, en acción -dijo Little.

La BBC y Eton, otra vez, pensó Starr al escuchar la voz del inglés. Todo está bajo control.

En cuanto estuvieron dentro del refugio, la noche, imperceptiblemente, fue cambiando los colores.

Según las informaciones que poseían, una patrulla militar inspeccionaba la cueva cada dos horas. En el descenso habían perdido cuarenta minutos. Ahora no tenían tiempo suficiente para armar el caparazón nuclear anticipándose a la llegada de la patrulla de las cuatro de la mañana. La tarea les llevaría quince minutos y eran las 3,45. Tenían que esperar. Se tiraron sobre la roca, postrados, casi inconscientes, con el sudor que se convertía en una especie de helada melaza, agazapados detrás de piedras lo suficientemente grandes como para protegerlos de la vista de quienquiera que, desde la entrada, mirara distraídamente hacia adentro; sin embargo, si los soldados cumplían al pie de la letra la inspección, estaban obligados a inspeccionar la cueva entera hasta el fondo. Matarlos silenciosamente no era un problema, pero si una patrulla desaparecía significaba una inspección en el término de pocos minutos. En tal caso la demora en el descenso podía significar el desastre. Little se enderezó apoyándose sobre el codo e inspeccionó con atención los ojos de sus acompañantes.

Conocía de memoria los antecedentes personales de cada uno y, de todos modos, a esta altura tenía que dar por sentado la eficiencia, el auto control y el criterio. La mirada era solamente rutina, una marca que le había dejado la vida de ex sargento de guardia de cuarteles, años y años de botas, de cinturones y de botones de bronce, de escupir y luego de lustrar antes de la inspección. Salvo alguna tensión congelada en los rasgos y la señal de fatiga, ninguno de los hombres mostraba síntomas de nerviosidad. La responsabilidad que pesaba sobre sus hombros no significaba otra cosa que la supervivencia individual, además el profesional no se juega más que por su vida. Y por suerte, la grandeza de la "causa" no los llenaba de espanto. Eran bastardos, pensó Little, lo que constituía un pensamiento reconfortante en un momento de peligro, porque significaba que no estarían inspirados aunque tampoco paralizados, ni tampoco desequilibrados por un excesivo temor del significado que tenía todo el asunto. El único idealista, el muchachito albanés había sido incitado por el idealismo típico de un improvisado. Es decir "liberar a las almas cautivas del pueblo albanés", que, en el manual de Little, significaba simplemente que les faltaba un hombre.

Grigoroff estaba muy ocupado aflojando y ajustando el cable electrónico que unía el traje con el interruptor, cosa de poder tener más libertad de movimientos. Little pensó que tenían cierto parecido con los hombres ranas. El aspecto del ruso era sólo de concentración. El indómito pelo rubio color paja, apenas cubierto por el casco, colgaba en rizos casi femeninos sobre la cara que Little, cada vez que la miraba, encontraba notablemente hermosa. Era tan alto que, incluso sentado, tenía que agachar la cabeza para no golpearse con las rocas. El mayor suspiró y se esforzó en mirar hacia otro lado. Komaroff verificaba cuidadosamente las dos granadas que le colgaban del cinturón aunque, considerando la fuerza explosiva de la coraza que llevaban como protección, tenía las granadas sólo para agregar un poco de suerte. Stanko se había desprendido el traje y efectuaba una profunda exploración de su ingle.

– No tienes por qué culpar a tu chica -le dije Komaroff en ruso-. Puedes pescártelas en un autobús o en un cine.

El montenegrino se rió, la nariz de gancho que casi le llegaba al labio superior sobre el bigote negro, y los dientes le brillaron en las sombras. Cuando sacó la mano tenía varios cigarrillos quebrados y una caja de fósforos; los atuendos electrónicos carecían de bolsillos. Starr le dio un cigarrillo y fuego, y advirtió la inspección pensativa que los ojos de Little llevaban a cabo sobre todos ellos.

– ¿No nos dirigirá un pequeño discurso, mayor? -le preguntó Starr-. A la manera tradicional inglesa: "Espero que cada hombre cumpla con su deber…" Algo nuevo desde el fondo del corazón.

– Vete al c… -replicó Little, y Starr se quedó contento.

– Es la primera vez que ha dicho algo amistoso, -respondió.

Little fue uno de los que sobrevivió al operativo, y más tarde expresó la siguiente opinión sobre Starr: "Como sucede a menudo con el soldado norteamericano", -escribió- "el coronel Starr estaba acostumbrado a usar 'comentarios hirientes'. Los yankis lo hacen para relajar los nervios. Supongo que es bastante apropiado para liberarse de la tensión y no debe tomarse como señal de nerviosidad. Sin embargo, debo admitir que este oficial abusaba de mi paciencia. De ninguna manera esto significa una reconvención sobre la magnífica contribución del coronel Starr en el operativo; es solamente un comentario sobre cierto aspecto del militar norteamericano que debe tenerse en cuenta en cualquier futuro operativo multinacional".