Starr vaciaba el termo de bolsillo: un elemento no previsto en el equipo.
– ¿Sabe algo, mayor? Nunca me había dado cuenta de que para ser un grosero, primero hay que ser un caballero. Tiene que ser bien nacido. Ningún h… de p… de obrero puede ser un grosero. Tiene que ser un caballero neto.
Little miró el reloj. Las 4,45.
– ¿Qué me quiere decir?
– Quiero decir que usted nunca será un grosero, así haga los esfuerzos necesarios.
– A mí, tampoco me gusta usted- recalcó Little.
El informe al Pentágono, del coronel Starr, dirigido al Departamento de Operaciones Espaciales, contenía los siguientes comentarios:
"Siempre tuve la sensación de que el mayor mérito del ex sargento de cabellera cardosa y de bigote de puro jengibre consistía en tener que mantener el acento educado que había adquirido con gran esfuerzo; y que la mímica de la voz, la postura y la calma helada y dominante requerían tanta concentración que no daban lugar a un combate normal. Supongo que esto se conoce como volver a caer en la tradición militar". En ese momento el polaco estaba sentado y se apoyaba contra una roca, y aunque entonces Little no advirtió nada especial, más tarde recordaría con claridad extraordinaria la sonrisa apretada, desdeñosa y casi venenosa que se dibujaba en los labios del capitán Mnisek.
La entrada de la cueva dejaba entrever el cielo. Starr notó el hilo blanco de una cascada de la montaña, visible a través de la bruma del alba al otro lado del valle, más allá de la estructura rectangular de ladrillos rojos del hospital. También notó que la cueva era un lugar civilizado: estaba llena de basura. Botellas rotas, ropa sucia, excrementos secos.
Antes de verlos, oyeron a los albaneses que hablaban y se reían. Luego tres soldados aparecieron en la mancha de luz grisácea y pasaron junto a la cueva sin mirar dentro. Little ya estaba sacando el silenciador de la pistola, cuando reapareció uno de los soldados y entró. El mayor esperó que el albanés se acercara para matarlo, porque así los otros dos, cuando lo buscaran, tendrían que caminar hasta el fondo de la cueva. El soldado dio unos pasos, se detuvo, se agachó llevando la pistola Skoda en la mano y miró con atención alrededor de él. Little le apuntó entre los ojos. El soldado dejó la Skoda sobre el suelo, les dio la espalda, se desabrochó el cinturón, se bajó los pantalones y se puso en cuclillas, mientras silbaba suavemente. Sólo le llevó un minuto. Después se fue.
– Ha sido la cagada con más suerte que nadie jamás haya logrado en la vida -comentó Starr.
32
A las 21.50, Brezhnev, que estaba hablando con Kosygin, recibió un papel de parte de Grechko, y el Presidente tuvo la impresión definida de que la reacción en cadena ya había alcanzado a la Unión Soviética y que el liderazgo de ésta se desintegraba entre las manos.
– Señor Presidente…
La voz era ronca y apenas inteligible. Hubo un silencio.
– Señor Presidente, aquí tenemos un mensaje de Albania. Enver Hoxha ha dado las órdenes de llevar a cabo la prueba a las seis del día de hoy, es decir diez días antes de lo previsto. Presumo que como resultado de su intervención.
El Presidente miró el reloj.
– ¿Qué hora es en este momento? -preguntó.
– Las cuatro de la madrugada, señor, -contestó de inmediato el general Rexell.
– Manden los bombarderos.
– Sí, señor.
El general Hollok miraba a los rusos.
– ¿Qué sucede, general? -gritó el Presidente-. ¿Está esperando una orden de los rusos?
– Que vayan, general, que vayan, -rugió el mariscal Grechko-. Ya he impartido las órdenes.
La cara del general Hollok estaba cenicienta. Bajo los ojos del Presidente estaba ejecutando la señal en la caja GE. El único pensamiento que tenía en la cabeza era que él, un general norteamericano, le había causado al Presidente de los Estados Unidos la impresión de estar esperando una orden comunista.
– Vuelva a llamar al comando -ordenó el Presidente.
– Ya no podemos comunicarnos, señor. Están fuera de línea, camino hacia el "Cerdo".
De pronto el Presidente se puso pálido; era la primera vez que le sucedía desde que todos lo conocieran.
– Los matarán nuestras propias bombas. -Así es, señor.
La palidez ya había desaparecido.
– Bueno, son profesionales -dijo el Presidente con calma. Volvió a mirar la pantalla de televisión vacía. Nunca, en toda la vida, había visto una pantalla de televisión más vacía.
Little no apartaba los ojos del reloj pulsera. Las 4.50. El cálculo del tiempo preveía que Caulec se entregaría a los albaneses a las 5.00. Se sorprendió esperando oír un tiro, una ráfaga de ametralladora. Si el francés se dejaba matar, tenía que mandar a otro hombre y en ese caso tendría que ser él mismo. Starr lo reemplazaría. Habían armado la coraza del interruptor y se parecía a una tortuga gris verdosa dada vuelta sobre la tierra y conectada a los trajes electrónicos; un impacto de bala en cualquier lugar de los cuerpos provocaría una explosión de una fuerza de veinte megatones.
– Es lo que se llama una verdadera confraternidad, -observó Starr-. Nosotros desaparecemos, y ellos también. Espero que cada bastardo de ustedes tenga por delante una larga y útil vida por delante.
Las 5.05.
En ese momento, Caulec caminaba, llevando las manos en alto en un gesto de rendición, hacia el nido de las ametralladoras. Vio nítidamente emplazar la boca de las ametralladoras en dirección de él. Se detuvo levantando las manos lo más alto que pudo. Esperó el momento decisivo. No llegó como un disparo sino como gritos de los soldados, y murmuró Merci, teniendo conciencia de los gestos nerviosos de su cara. Cuando los soldados se le acercaron y lo rodearon, se presentó usando las palabras albanesas que le habían enseñado, diciendo que era "un saboteador norteamericano que quería rendirse". Lo hicieron prisionero y, pocos minutos después, se encontró de pie en el HQ del Comando del Ejército, una barraca de madera que pudo haber servido de cuartel en alguna guerra de los Balcanes cincuenta años atrás. Su declaración calma, cuidadosamente expresada en albanés, surtió inmediatamente un efecto devastador: en el acto el comando se llenó de bravos hombres profundamente silenciosos, cuyos ojos taladraban a Caulec con una extraña mezcla de odio y curiosidad. Tenían algo de napoleónico. En parte, se debía a las grandes chaquetas militares color gris, y también a la juventud de los "mariscales" revolucionarios. Apenas había empezado a hablar cuando se abrió la puerta y apareció Enver Hoxha, en persona.
El impacto de la personalidad del dictador albanés tuvo un efecto curioso. Fue como si la presencia de los otros hombres se hubiera reducido a la mitad. Era asombrosa la sensación de energía, y de impulso interior que emanaba de uno de los dos últimos jefes comunistas que aún eran fieles a la línea dura de Stalin. Al enfrentarse con el dictador, el francés no tuvo ninguna duda de que la exhalación del individuo suministraría una energía de un poder cien veces mayor que la del resto de sus congéneres. Caulec trató de reprimir una sonrisa. Ante la presencia de esta energía superior no podía dejar de pensar en un viejo aviso de las estaciones de servicio: "Hay un tigre en su tanque".
El mariscal lo escuchaba en silencio. Era evidente que se había vestido apurado. Llevaba una camisa blanca, tenía el cuello desprendido, pantalones grises de fajina, y un pesado capote militar le cubría los hombros. Junto a él, estaban el general Tchen-Li, comandante de los técnicos chinos, vestido con uniforme albanés y el coronel Cocuk, sobrino y aparente sucesor de Enver Hoxha, un joven cuyos rasgos se remontaban a Genghis Khan y a todas las invasiones que habían presenciado los Balcanes durante su sangrienta historia.