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El francés les mostró en el mapa el lugar de la cueva, manteniendo la misma tranquilidad que hubiese empleado para dictar una conferencia en laÉcole de Guerre de París. Mientras hablaba, la cara de Enver Hoxha mostraba un vacío total, una ausencia absoluta de expresión. Era velo protector de un confabulador perpetuo. Poseía un control total de sí mismo y de todos los demás. Todo era pura energía en él. El hombre no era ciertamente un Volkswagen. Caulec explicó:

– Estamos transportando una bomba nuclear en miniatura de veinte megatones. Protegidos caminamos hacia el objetivo y lo destruiremos. Tengo que pedirle ahora que ordene a todos los soldados de la zona que no disparen. La bomba está conectada a los trajes electrónicos que usamos. Una bala o una pinchadura producirá la explosión, y no quedará ninguno de ustedes, caballeros, ni nada en la zona, incluyendo las instalaciones, todas las reservas energéticas y, naturalmente, una buena parte del país será destruido también. Estoy seguro de que si consideran la situación desde un punto de vista militar, se tienen que dar cuenta de que no pueden hacer absolutamente nada que nos impida llevar a cabo el operativo. Sugiero que se impartan las órdenes enseguida. A todos los generales presentes también les ruego, incluyendo al mismo mariscal, que me acompañen hasta la cueva para asegurarse personalmente de que nadie debe disparar un solo tiro y que el operativo efectivamente se está realizando. Tendrán que acompañarme sin pérdida de tiempo. Ahora son las 5.25 y si no estoy de regreso junto a mis compañeros a las 5.45, provocarán la explosión. Son profesionales, lo que significa que ustedes pueden estar seguros de que harán volar todo a las 5.45 exactamente, por supuesto, incluyéndose a sí mismos. Ahora son las 5.27.

5.27.

Starr estaba pensando que matarse mediante una bomba de veinte megatones era una de las últimas cosas que un viejo soldado hubiese querido soportar. Sin embargo, todavía quedaban dieciocho minutos para partir, y con cada minuto que transcurría, las posibilidades a su favor aumentaban rápidamente. No había habido ningún tiro, ninguna ráfaga de ametralladora, y era probable que Caulec estuviera a salvo en las manos del comando albanés. Starr no tenía la sensación de que estaba por morir. No se fiaba de su suerte personal. Su suerte era la de dos billones de hombres. Era agradable saber que uno no está solo.

– ¿Puedo decirle algo, mayor?

Era el polaco. Estaba de pie, a la izquierda de Little, a una distancia de unos cuatro metros, y sonreía. "Sonreía. Una sonrisa apretada, superior, de zorro y de fanático. Supongo que lo que me salvó fue el haber estado siempre a la espera de algo así. Era posible que en un grupo como éste hubiese un psicópata. Éste era el último de quien hubiera sospechado, tan condenadamente religioso y devoto. Si usted me lo pregunta, señor, me hubiese inclinado por el yanqui". Dos días después, Little le confesó esto al general MacGregor, agregado militar británico en Belgrado.

– Caballeros, les debo una explicación.

– ¿No puede esperar? -preguntó Little con calma.

El polaco levantó la voz, todos lo miraron.

– Una vez uno de ustedes me preguntó cómo, conservando mis creencias religiosas, pude haberme convertido en un agente comunista de confianza… Le contesté que, desde que Occidente había destruido no solamente a Polonia, sino también a la cristiandad, el único castigo que merecía era la destrucción…

Mnisek apuntaba a la "media" electrónica que estaba alrededor de la bomba y no le falló. Un segundo después, el polaco yacía muerto sobre la tierra y Little volvía a colocar la pistola dentro de la cartuchera.

En un silencio sepulcral, salvo el inglés, todos miraban la coraza. Luego Starr consiguió hablar.

Señalaba el arma. -Cómo pudo…

– No se disparó -dijo Grigoroff pausada y suavemente-. No sirve.

– Es muy buena -aseguró Little-. Tiene un doble mecanismo de seguridad. Lo hice funcionar.

– ¿Por qué no nos lo dijo, bastardo? -bramó Starr.

– Bueno, se lo digo ahora -dijo Little débilmente-. Es un inconveniente. Ahora tenemos dos hombres menos.

Las 5.40.

Little miraba a los hombres con frialdad.

– ¿Hay alguien más que se esté poniendo un poco neurótico? -preguntó.

Las 5.42.

El sol estaba sobre la montaña y la entrada de la cueva resplandecía de luz.

Las 5.43.

Little se inclinó sobre la coraza y dejó sin efecto el mecanismo de seguridad. Luego le apuntó con la pistola.

– Bueno, aquí volamos -afirmó-. Hasta la vista.

…Por la carretera oyeron el ruido de camiones pesados, de frenos, de voces que daban órdenes.

Little miró el reloj.

– Bien. Vengan, caballeros. Cárguenlo.

Así lo hicieron y salieron de la cueva lentamente hacia la luz.

34

Hacía once horas que los jefes rusos y norteamericanos estaban en contacto. Brezhnev conversaba con alguien que se encontraba fuera de la pantalla mientras sostenía una taza de té. Kosygin, Gromyko, Grechko dejaron las pantallas vacías; luego regresaron. El Presidente no podía oír las voces, lo habían desintonizado. A pesar de que actuaba de la misma manera, cada vez que quería que los rusos no escucharan lo que estaba diciendo a sus consejeros, siempre le molestaba que sucediera esto. Y estaba preocupado por el problema que se les acercaba: era probable que el asunto de Albania incidiera en la condenada tregua de coexistencia pacífica y en la opinión pública mundial. Tendrían que decir la verdad. La UN enviaría una comisión a Albania para inspeccionar las cenizas.

Los segundos goteaban uno a uno en los relojes colocados en lo alto del mapa transparente de Albania, que tenía seis puntos colorados y azules que convergían en el "Cerdo", en dirección de Este a Oeste.

Finalmente la pantalla vacía de la televisión de la derecha cobró vida.

Se produjo la acostumbrada vibración electrónica, y el Papa Pablo VI apareció en la pantalla.

El Presidente había convocado esta reunión; pero en las horas subsiguientes de trajín y tensión lo había olvidado por completo. Ahora miró fijamente la imagen, tratando de recordar la manera de dirigirse a él.

Luego el Papa desapareció. La blanca y menuda figura reapareció inmediatamente; mas ya fuera porque la transmisión era mala o porque al hombre le sucedía algo, el caso es que durante medio minuto el Papa siguió apareciendo y desapareciendo de la pantalla, en una sucesión acelerada de fogonazos, manteniendo los brazos desplegados en alto, cabalmente revoloteando como un pájaro atrapado del que se ha apoderado el pánico. Luego intervino alguien, y, en la Sala de Control, se vio a Pablo VI en pie, los brazos aún en alto y abiertos, como si fuese una cruz blanca y viva.

– Señor Presidente, le suplico que apele sin dilación ante el gobierno de Albania…

– Su Serenidad… -empezó a decir el Presidente.

Algo le dijo que no era la manera correcta de dirigirse al hombre; pero, ¡qué diablos!

– Su Serenidad, lo hemos intentado, sin ningún resultado… Sí, conocemos la amenaza de la reacción encadenada. La llamaron "extorsión". Se negaron a rendirse e, incluso, decidieron adelantar la hora de la explosión en diez días, y después, nuevamente, en cinco horas…

– Señor Presidente, le imploro que detenga este horror…

– Es exactamente lo que estamos haciendo…

Casi dijo "Señor Papa", pero sólo se limitó a tragar.

– Si no queremos vernos reducidos al estado de monos debemos hacer desaparecer esta cosa de la tierra.

Los ojos ardientes que parecían contener milenios de sufrimiento humano estaban fijos en él. "Parece un judío" -pensó el Presidente.

– Señor Presidente: le imploro que nos demuestre su confianza en Dios y en su misericordia haciendo regresar de inmediato los aviones, y pidiéndoles a los rusos que hagan lo mismo…