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Luego el Presidente dijo algo espantoso. No fue en absoluto lo que tuvo intención de decir. Lo único que quiso significar fue que no tenía ningún derecho a delegar las responsabilidades.

– No puedo permitir que otro tenga en las manos el destino del pueblo norteamericano, porque soy el Presidente de este país. No puedo dejarlo en otras manos.

Pablo VI lloraba. En la pantalla del otro lado del mundo, sus lágrimas eran perfectamente visibles. Luego el Presidente se dio cuenta de que en efecto había dicho que no tenía la intención de dejar el destino del pueblo norteamericano en las manos de Dios. Abrió la gran boca para decir que sus palabras no tenían este significado, pero otra vez algo anduvo mal en la transmisión y el Papa nuevamente empezó a saltar, a volar y a sacudirse, casi como si bailara. En la opinión del Presidente, fue un espectáculo espantoso, como si la reacción en cadena ya hubiera comenzado y la cabeza de la cristiandad se estuviera desintegrando ante sus ojos.

– ¡Que alguien arregle esto! -rugió. En ese momento reparó que el general Hollok, Rexell, el profesor Skarbinski y, prácticamente, todos, le estaban hablando.

– Señor Presidente, estamos de acuerdo con los rusos… No había escuchado qué dijeron los rusos. Jesús, pensó. No tenía por qué hacer intervenir al Papa en este asunto de guerra.

– Tenemos que hacer volver de inmediato a los aviones -le estaba diciendo el general Hollok-. Los rusos ya han dado la orden y yo también, pero tiene que estar confirmada por usted, ya lo sabe…

– ¿Qué? ¿Por qué?

– Pero, señor Presidente, usted acaba de oír…

Todos lo estaban mirando.

La voz de Brezhnev sonaba en forma de una vibrante y rápida explosión, que fue reemplazada por la endurecida y lánguida voz del intérprete.

– Señor Presidente… El proceso de desintegración comenzará inmediatamente después de la explosión de cualquier arma nuclear en cualquier parte del mundo…

El Presidente continuó mirando la pantalla.

– Arreglen este condenado aparato -repitió enfurecido.

Recuperó su compostura; sabía que los rusos lo estaban mirando. No tenía por qué estar allí, sin moverse, perdiendo la cabeza. Era la cabeza del pueblo norteamericano.

– Bien. Y ahora, ¿adonde nos dirigimos?

La cara del mariscal Grechko casi irrumpía en la sala desde la pantalla.

– Hice regresar a los aviones. Apúrese, Presidente.

– Tenemos siete minutos solamente -agregó el general Hollok.

El Presidente miraba a todos, con un profundo odio. Era el fin de la democracia. Si decisiones de este tipo era cuestión de minutos… tendrían que votar una computadora para el cargo.

– No lo comprendo. ¿Tendría alguien la amabilidad de explicarle todo al Presidente de este país? No me interesa cuan escaso es el tiempo que nos queda. Hasta que no conozca íntegramente todo, y hasta que no lo comprenda, no haré que regresen, los aviones.

Los ojos clavados en el reloj, Skarbinski apenas conseguía recobrar los pedacitos de su voz quebrada.

– Señor… Mathieu… el mecanismo de Mathieu… o su planteo… no era exactamente lo que habíamos pensado… Una explosión nuclear en cualquier lugar, a cualquier distancia del "Cerdo", provocará la desintegración en cadena… la computadora…

– No hagan intervenir a la computadora -vociferó el Presidente.

– Solamente seis minutos, señor, -dijo el general Hollok con calma.

– Bueno, ahora examinemos -dijo el Presidente. Se dirigió a los rusos.

– ¿Qué pasa si nuestro comando lo hace, señor Brezhnev? ¿Y qué sucede si fallamos?

– Señor Presidente -aulló Brezhnev-, ¡tiene que hacer regresar a los aviones!

– ¿Y si fallan? En tal caso los albaneses pondrán el "Cerdo" en funcionamiento y tendrá el mismo resultado que nuestro bombardeo.

– ¡Señor Presidente! ¡SEÑOR PRESIDENTE!

– Espere un segundo. Hay algo más. Los hombres llevan una bomba nuclear como protección. Como una coraza, digamos. Si cualquier soldado sordo llegara a disparar, se producirá una explosión nuclear y…

Estaba mirando el reloj.

– En otras palabras, cualquier soldado albanés sordo puede provocar con un disparo de su fusil la reacción en cadena…

Miró al mariscal Grechko, y luego a Hollok. Nunca pensó que sería capaz de sentir tanto odio.

– Un plan militar perfecto -agregó-. Grandioso. ¿Hay alguna otra computadora por aquí?

– Cinco… cinco minutos -dijo el general Hollok-. Por favor, señor…

– Ocho hombres, -dijo el Presidente-. Todo está en manos de ocho profesionales… No, ni siquiera está en sus manos. Todo está en manos de algún desconocido soldado albanés sordo. Por eso hemos fabricado la más poderosa máquina militar que el mundo jamás viera… Un gasto de cuarenta billones de dólares en pantallas de radar… Billones de dólares en Minutemen que están esperando en los silos subterráneos…

Se acercó a la caja roja y la abrió.

– Cara o cruz -dijo-. Cara o seca. Buena suerte, Norteamérica.

Hizo la señal de llamada.

Luego se sentó.

Miró a los generales. A los rusos y a los norteamericanos. Rusos, norteamericanos. Los míos, los vuestros. Napoleones de mierda.

Se miró los pies.

El "Cerdo" estaba en todas partes, no solamente en Albania.

Después recordó las caras de sus nietos.

Un signo tranquilizador, porque demostraba que aún no había comenzado la deshumanización total.

– Los aviones están regresando, señor, -dijo el general Hollok.

No se molestó en mirar el mapa electrónico.

En la séptima pantalla hubo un relampagueo de luz, y se pudo ver al Papa Pablo VI de rodillas, tenía la cabeza baja y las manos unidas en oración.

Lo miró satisfecho. Así que finalmente habían reparado el televisor.

Un fusil en las manos de algún desconocido soldado albanés sordo.

Levantó el teléfono y llamó a su familia.

Por suerte, su nieto de siete años levantó el auricular.

Entonces los dirigentes de la Unión Soviética, la cabeza espiritual de la cristiandad y todos los que estaban presentes en la Sala de Guerra escucharon al Presidente de los Estados Unidos conversar con un niño de siete años sobre un paseo en bicicleta y sobre el comportamiento del gato Skip que había robado medio kilo de carne de la cocina.

El Presidente dejó el receptor.

Condenado gato, pensó el Presidente. Se trepaba por las cortinas y desde arriba miraba a los humanos burlonamente. Al menos se podía sacar una conclusión de la situación: los gatos tienen razón.

35

Cuando salieron de la cueva había una fila de soldados a ambos lados de la carretera, inclinados bajo el peso de armamentos. "Lea hemos de haber parecido seis hombres ranas cargando un torpedo color verde sobre la espalda. Además el peso resultaba aplastante porque nos faltaban dos hombres, escribió tiempo después Starr en el informe. Dentro de un auto abierto estaba Caulec de pie junto al conductor y detrás de él dos oficiales albaneses. Adelante, desde un auto blindado, vociferaba órdenes el general Cocuk y detrás, en un Mercedes color negro, estaban el mariscal Hoxha, el comandante de los técnicos chinos y el general Tchen-Li. Desde una "limousine" Zis que seguía a la del dictador stalinista, pudieron echarle una ojeada a todos los jefes políticos del país cuyas caras habían estudiado durante la instrucción, entre ellos Karz el ministro de Industrias y Batk, el ministro de Defensa. Alrededor del auto corrían oficiales albaneses, llevando las ametralladoras apuntadas hacia sus propios soldados. Probablemente era la primera operación comando de sabotaje llevada a cabo bajo la protección del enemigo.

Comenzó en cuanto se encontraron en la carretera.

Lo primero que notaron fue que la carretera estaba sembrada de pájaros muertos y de insectos. "Vimos pájaros muertos que caían desde el aire", escribió Little, "y millones de mariposas e insectos podridos sobre tierra. Lo vimos con nuestros propios ojos y en cuanto a mí respecta, no puede seguir negándose la contaminación causada por esta energía ni sus efectos sobre la naturaleza. Cada planta que nos rodeaba estaba o muerta o moribunda, los árboles estaban desnudos y, sin embargo, -creo que tendría que tener una inteligencia mayor que la que tengo para explicar esta contradicción- también había flores nuevas que florecían a través de las rocas estériles y del asfalto que teníamos debajo de los pies, y cada uno de nosotros experimentó una extraña obstinación, un sentimiento de regocijo, como si nada fuera imposible y nada pudiera poner límites a las acciones humanas.