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Little que caminaba al frente, seguido por el norteamericano y por Grigoroff, tenía un fuerte dolor en el brazo derecho, ocasionado por el peso. De pronto escuchó que Starr reía.

– ¡Qué diablos…!

– Apesta -dijo el norteamericano-. ¿Lo huelen?

– Son los pájaros y los insectos muertos.

– No, señor. Apesta, le aseguro.

– Es la aleación.

– Es la exha, señor. ¡Apesta hasta el cielo!

Little se entregó a un acceso de furia, en forma de una vehemente indignación inglesa. Era el final de la decencia.

– No es así, señor, -rugió-. Y si así fuera, es por la forma como la han llevado.

– ¿La historia?

– ¡La comprensión y la opresión, maldito! -aulló el mayor Little-. ¡El procesamiento y la concentración! Antes de la exudación tiene que abrirse camino a través de toda clase de porquerías tecnológicas, químicas, ideológicas, lo que queda, el subproducto, y cuando sale lo hace rebajada, manchada, quebrantada, arrastrándose, caída, sí, señor, caída…

– ¡Bueno, de todos modos no son rosas!

– ¡Cállese! -rugió Little-. ¿Alguna vez ha olido su auténtico "ser" norteamericano, coronel?

– ¡Bueno, hombre, qué fertilizante! Envenena y también hace que las rocas florezcan. No tiene más que hundirle en la mugre, y crecerá cualquier cosa. ¿Se da cuenta de qué es lo que vendrá?

– Cállese. Se lo ordeno.

Ahora fue el turno de Grigoroff de mostrar signos de una extraña obstinación, de una intoxicación. Little oyó que detrás de él el ruso se reía como un idiota.

– ¿A que no sabe en qué me hace pensar? -chilló Grigoroff alegremente, aunque la coraza los abrumaba con una fuerza que era casi insoportable. Quiero decir, la manera como nos hacen transportar esta cosa sobre los hombros, observados por todos los soldados como si no pudiesen creer en lo que están viendo. Me recuerda al mejor momento de mi vida, cuando transportaron el ataúd de Stalin por la Plaza Roja.

– Música -dijo el profesor Kaplan.

– ¿Qué?-gruñó Little.

Estaba completamente harto de todas las condenadas mentes extranjeras.

– ¿Qué dijo, profesor?

– Estoy escuchando música.

– Tiene un agotamiento nervioso judío -le aseguró Little.

– Mayor, escucho música en forma bien clara.

– Guarde compostura. Lo necesitamos.

– ¿Qué le sucede, mayor? -le preguntó Starr-. ¿Acaso tiene miedo?

– El h… de p… está escuchando coros celestiales -gritó enojado Little.

– No he dicho eso -corrigió el profesor Kaplan con la voz tranquila de un hombre que está en sus cabales-. No he dicho nada sobre coros celestiales. He dicho que oía música. Y lo sigo diciendo. La estoy escuchando.

La exhalación cantaba.

Ahora Little la podía oír con claridad. Llegaba de todas partes y no valía la pena discutir.

– Malditos transistores -murmuró Little.

– Bach -confirmó el profesor Kaplan.

– Es una ilusión óptica -aseguró acaloradamente Little.

– ¿Óptica?

– No sea idiota, entiende perfectamente lo que quiero decir -gritó el inglés-. Un conocido efecto extravagante del calor: las rocas cantan, etc… Es una especie de guerra psicológica, señores, cuidado.

– También la oigo -anunció Komaroff-. Bellísima.

– Jesucristo -musitó Starr.

– Cállese -ordenó Little-. Era todo lo que necesitábamos.

Con calma informaría: "Era bastante obvio que todo el valle estaba lleno de la 'transpiración' abyecta, si así se la puede denominar, a falta de un término mejor. Era probable que nos estuviéramos hundiendo hasta las rodillas. 'La energía se fugaba' de los mecanismos bastante primitivos de los albaneses".

– ¿Saben una cosa, compañeros? Si esta cosa canta, tal vez es porque se siente triste de haber llegado a esta situación después de tantos miles de años. Y tal vez sabe que la podemos salvar y que están por desintegrarla. No miren ahora, pero en el cielo, sobre nuestras cabezas, hay un Miguel Ángel pintado.

– Que se caiga muerto -manifestó Little-. Usted es una vergüenza para su país y para su bandera. Saben, esto es como si estuvieran tratando de quebrantar nuestra fibra moral. No toleraré ninguna conversación derrotista en este grupo.

Luego sucedió algo que aún fue más desagradable.

Stanko, que hasta ese momento había resistido los efectos del escape mejor que los otros, se quedó inmóvil.

– ¿Quién es el campesino? -preguntó con una voz cortante y abrumada.

– ¿Qué campesino? -gruñó Little.

Ahora estaba decidido a no ver nada, ni siquiera a "Su Majestad", la Reina.

– Aquel paisano, allí, el que lleva una cruz -musitó Stanko.

Entonces Little cometió un error garrafal. Miró.

– Un campesino cualquiera -aseguró mientras la cara se le tornaba grisásea, convencido de que estaba perdiendo la razón.

– ¿Por qué está arrastrando la cruz tan pesada sobre las espaldas? -Stanko deseaba saber.

Estaba descalzo y caminaba junto a ellos, doblado por el peso de una gran cruz de madera. Una punta de la cruz descansaba sobre el hombro, casi de la misma manera que la bomba nuclear se apoyaba sobre ellos. Tenía el cuerpo cubierto por una sábana blanca y toda su apariencia era tan familiar que se tenía la impresión de haber encontrado a un viejo compañero de escuela.

El inglés se aclaró la garganta y se recobró. Sólo existía un escape cultural; ilusiones producidas por el bien conocido efecto alucinante de la exhalación. Les habían prevenido que podía suceder. Escape cultural, no era más que eso. Música. Arte. Sinfonía. Museos. Poesía. Esa clase de cosas. Pero no había tiempo para hilar fino.

– ¿Qué les sucede, señores? -aulló-. Un campesino albanés perfectamente honesto que lleva la cruz al trabajo.

– ¿QUÉ? -rugió Starr.

– ¿Por qué tendría un campesino albanés que llevar una cruz al trabajo?-Stanko deseaba saber.

– Bueno, parece que aquí lo hacen así, y no hay más que eso, -gritó Little-. Probablemente no tienen suficientes tractores.

– Sobre la cabeza lleva una corona de espinas -aseguró Stanko.

– ¿Qué corona? Allí no hay ninguna corona -les explicó Little-. Espinas completamente comunes. Es todo.

– ¿Por qué?

– Una costumbre local -gritó el inglés.

– Mayor, -dijo rápidamente Starr-. Está llorando.

– No lo puedo evitar. Todos tenemos nuestros problemas.

– ¿Y qué pasa con la cruz? -insistió Stanko.

– Escúcheme, hombre, esta bomba de por sí ya es demasiado pesada. No voy a ayudar a un campesino albanés a llevar la cruz adonde sea que la lleve.

Se irguió un tanto, mirando hacia adelante. Nunca en la vida Starr había visto a un hombre tan indignado.

– Caballeros, considero terminado este incidente.

– ¿Incidente? -musitó Stanko-. ¿Terminado? ¿Se da cuenta, señor, de lo que está diciendo?

– Cállese. Se lo ordeno. El incidente está terminado.