La bomba, de aspecto horrible y deforme, estaba en el camión abierto junto a ellos. Se notaba que los albaneses cumplían estrictamente las órdenes que se les habían dado y no daban ninguna señal de compañerismo. Estaban solos en la ruta militar que conducía a la frontera, y las montañas que se alzaban hacia el sol. Ahora la única protección era el rehén, si querían evitar la captura y sobrevivir.
Mathieu, sentado junto a la muchacha, la sostenía rodeándole los hombros; la cabeza de May descansaba sobre su hombro. Tenían el aspecto de todos los enamorados que se han olvidado del resto del mundo y cuya única ocupación es la felicidad personal.
– ¿Dándose por vencido, monsieur le professeur? -preguntó Starr enojado, pues siempre es irritante para un profesional austero sorprenderse en una actitud de envidia y de amargura ante el espectáculo del amor.
– ¿Por qué?
– Se lo ve feliz. ¿Y qué sucede con el mundo?
– No creo que dure mucho tiempo, a menos que el arma que está aquí tenga un buen sistema de seguridad.
Little se inclinó hacia adelante y puso en marcha el seguro, musitando disculpas, como si fuese un escolar que hubiera olvidado cumplir con sus deberes y que con ello hubiese acarreado el fin de la civilización.
Luego Starr consideró que el momento era oportuno para una broma y abrió la cantimplora.
– Bueno, soldados -dijo-. Valía la pena probar.
Todos miraron al norteamericano y los ojos sospechosos de Little se fijaron en él lentamente.
– ¿Puedo preguntar qué es lo que quiere decir exactamente? -le preguntó con un acento marcadamente nasal.
Starr vació la cantimplora y la tiró. Luego se quedó en silencio, mirando al cielo, manteniendo los brazos unidos detrás de la cabeza.
Mathieu les dio el mensaje.
– Creo que sé qué es lo que piensa el amigo de ustedes -les dijo-. El de ustedes, messieurs, ha sido un fracaso valiente, aunque, a pesar de ser verdad, no están en condiciones de darse cuenta. La bomba había sido disparada hace mucho tiempo, el proceso de desintegración se había iniciado y estaba terminado. Nos hemos deshumanizado, y la característica fundamental de este hecho es que ya no tenemos lo que necesitamos para darnos cuenta de que así es.
Todos rieron como correspondía a hombres verdaderos, a realistas endurecidos y lúcidos sin paciencia para las finezas intelectuales. Sin embargo, el alegre Stanko encontró la respuesta correcta que llegó a través de dientes relucientes.
– Se equivoca, profesor. Es suficiente ver la manera como usted sostiene a la chica en los brazos y la forma en que ambos se miran para saber que hemos salvado lo que vinimos a salvar, y que aún somos bien humanos, tan humanos como humanamente es posible serlo y que por esta acción heroica (quiero decir el seguir siendo humanos, contra todos los obstáculos) nos merecemos una admiración enorme juntamente con una medalla especial al valor.
– La única pregunta sería: ¿Cuántas veces más puede salvarse a la civilización sin que la misma sea destruida durante el proceso? -musitó Caulec.
– Bueno, bueno, caballero -intervino Little-. No nos metamos en esta clase de conversación francesa. Aún nos quedan varios problemas serios por delante.
Hasta ese momento Grigoroff había estado conduciendo; luego lo reemplazó Little. En un rincón del camión, el profesor Kaplan estaba malhumorado. Se encontraba abiertamente resentido y fastidiado; Starr pensó que sabía el motivo. El egocentrismo del científico había sido herido. Le habían robado el momento del triunfo: al fin y al cabo, Mathieu no había cometido un error.
A lo largo de la ruta todavía no había soldados. Los albaneses se atenían a los términos que habían aceptado. Admirado, Starr seguía mirando a Enver Hoxha: gracias a Dios por el culto personal.
Starr deseaba saber cómo Occidente y los rusos se harían cargo de la "opinión pública mundial". Pero por supuesto ni Albania ni China dirían una sola palabra, pues hubiesen tenido que decir demasiado. La liberación de la exhalación y la tentativa de desintegración eran cosas que no querrían dar a publicidad. Habían mantenido a los pueblos beatíficamente ignorantes de la nueva y terminante manera de capturar para siempre la energía de las vidas, así como de la misma existencia de los "réditos inmortales". Un paso hacia adelante tan gigantesco, en el camino de la energía y de la productividad, requeriría condicionar las ideologías y la psicología, o "indoctrinados", como decían, en una escala sin paralelo. El hecho de que la conducción política y científica había cometido un terrible error de cálculos, tenía poca probabilidad de figurar en la nueva edición del Libro Rojo de Mao.
Bueno, las cosas estaban mejorando; había habido una leve sacudida en el proceso de la destrucción del mundo.
– Apuesto a que los chinos se limitarán a ser prudentes ahora -estaba diciendo Caulec-. Saben que esto puede significar el final de la carrera por el poder supremo y una tentativa de una especie de nuevo entendimiento. Ahora tienen que saber que no hay manera de ganar el equilibro del poder. Tendrán que retroceder hacia la paz.
A ambos lados de la ruta, los blancos obeliscos del sistema energético les hacían compañía. Pero habían perdido el brillo fosforescente y parecían pilares de un plástico cualquiera.
– La electricidad, eh, -murmuró Starr-. Mayor, su ignorancia debe implicar una especie de orgullo. Si empiezan a bombearla otra vez, les llevará dos años. Para entonces, creo que los científicos habrán logrado una antiexhalación o algo parecido. Pero todos saben lo que desencadenaría un disparo nuclear, y por lo tanto ahora hay una nueva esperanza.
Había águilas en el cielo, y en la ebriedad de la victoria, aceptaron alegremente esta compañía.
– Águilas -observó Starr. Stanko miró hacia arriba.
– Buitres -replicó.
– Me pregunto qué le habrá pasado al encantador muchacho albanés -comentó Little pensativo.
– Estará sentado en alguna taberna, comiendo ajo -aclaró Caulec.
– No -dijo Stanko-. Se fue a decirles la verdad a los habitantes del valle. Debe estar en algún lugar allí abajo, recorriendo los pueblos y diciendo la verdad. Conozco a los albaneses. Son muy valientes. Tienen una exhalación muy buena y muy fuerte. La mejor. Mucho coraje, mucha libertad… Montañeses, sabe.
Escucharon una ráfaga de ametralladora a la distancia. El camino se enredaba en la montaña cada vez más arriba y ahora estaban en el borde occidental del valle, sobre el pueblo de Berz. Una práctica de tiro, pensó Starr esperanzado.
– No es una práctica de tiro -dijo Grigoroff enfurecido, como si le hubiese leído los pensamientos.
– Muy bien, entonces una práctica de matanza, -comentó Starr-. Una especie de vietnamización local albanesa.
Ahora se oía el eco de alguna ametralladora a través de las montañas en un constante redoble de airadas explosiones. Little detuvo el camión.
El pueblo de Berz estaba justo debajo de ellos. Era el último pueblo del valle.
Little alzó los gemelos.
– Jesucristo -dijo con calma-. El muchacho albanés cumplió su palabra. Los habitantes del valle estaban tratando de escaparse de los exhaladores.
Trataban de guardar la distancia de cincuenta metros de las bocas inhaladoras del sistema de energía.
Empezamos otra vez, pensó Starr cerrando los ojos. El gheto de Varsovia se levantaba. Katyn. Babi Yar. Budapest. Gradour. Lidice. Praga. Yan Palach. El aliento humano, el "rédito" humano contra el sistema de energía. Los cristianos, los judíos, los armenios, los negros… Última menudencia: el aliento humano. El muro de Berlín y los chiquillos tratando de escapar, tratando de cruzar los pocos metros que los separan de la libertad… y conseguir sólo la muerte.