Mathieu se rió y le tomó la mano apoyándola sobre la mejilla.
– Muy bien, muy bien, buscaré otra manera de expresarme a mí mismo.
– ¿Cómo qué?
– Tú.
Starr cerró los ojos. Todo el pegajoso "Te amo" de un soneto de mierda del siglo dieciséis junto a una bomba nuclear en miniatura perfectamente bien diseñada, una obra de arte, un triunfo de la mente y de la mano de obra inspiradas, era un insulto para el genio del hombre.
Llegaron al lugar donde se podía divisar el punto de reunión en la frontera, que tenía la bandera roja de Albania flameando sobre el pequeño edificio gris. Little disminuyó la marcha y se valió de los gemelos. Atravesando la carretera había dos escuadrones de soldados que les dieron el paso en cuanto vieron el camión y se quedaron a ambos lados de la carretera poniendo los fusiles en tierra. El oficial a cargo estaba guardando la pistola dentro de la cartuchera.
En ese momento la distancia entre los soldados y el camión era aproximadamente de, unos doscientos metros.
– Allí vamos -dijo Little con calma y apretó el acelerador. Entonces algo anduvo mal en el motor del camión. Para darle más fuerza Little había accionado el elevador de energía; alrededor de la cubierta apareció un resplandor de luz rosada y blanca; el motor se sacudió y se ahogó; el camión detuvo su marcha.
– ¡Jesús! -prorrumpió Little-. Se ha vaciado. Es defectuoso. ¡Porquería de material!
Miró alrededor de él.
– ¿No podemos cargarlo con uno de los exhaladores que están afuera?
– No -respondió Kaplan-. Están vacíos. No tienen energía.
– Tendremos que caminar; es todo -murmuró el inglés-. Significa que tendremos que conectarnos otra vez con el blindaje… a menos que…
Se puso de pie y miró al rehén.
– ¿Quiere hablarles, señor? Dígales que nos den algo para transportar la carga a menos que prefiera acarrear esta… cosa. Se trata también de su vida con el debido respeto.
Stanko le alcanzó el altoparlante al mariscal. "El motivo de este error", informaría Little más tarde, "consistió en nuestra ignorancia respecto a esta tierra, a su historia y a sus características nacionales, llámese orgullo, valentía o, según las palabras de ellos, 'el espíritu heroico del puebla albanés'. Habíamos subestimado el exha del mariscal Enver Hoxha. Ninguno de nosotros se había molestado en pensar qué estaría pasado por su mente. En el valle estaba indefenso y no tuvo más remedio que aceptar nuestras condiciones, pero sabía que la bomba ahora era inútil, y que tan cerca de Yugoslavia no podíamos hacerla estallar, aunque estuviéramos dispuestos a volar nosotros también. Nuestro único blindaje, en ese momento era él y no podía aceptar tal humillación. Llegado a este punto, todo lo que le interesaba al viejo sobreviviente de tantas batallas por el poder, era el propio orgullo albanés".
Con mucha calma el mariscal tomó el micrófono de las manos de Stanko y dijo unas pocas palabras. En seguida los ojos se le ensancharon, irguió la cabeza y toda su actitud se convirtió en la de un hombre que está frente a un pelotón de fusilamiento y al que se le ha dado el privilegio de dirigir su propia ejecución. Gritó algunas palabras, pronunciando la de "Albania" con un sonido orgulloso y fuerte; levantó el puño cerrado y lanzó una orden.
Los soldados se pusieron en líneas, atravesando la carretera frente al camión, y abrieron fuego.
– ¡Deténganse! -rugió Little, mientras los proyectiles de las pistolas Sten del comando llovían detrás de él-. ¡Detengan el fuego, muchachos! ¡Un maldito desperdicio de energía! ¡Están demasiado lejos!
Los soldados todavía estaban a más de cien metros de distancia. El mayor deseaba que estuvieran más cerca, mucho más cerca. Quería que trajesen el combustible lo más cerca posible del motor del camión. No tenía confianza en la mano de obra local. Todo lo que sabía era que el apresador del camión no llegaría a funcionar ni siquiera dentro de la distancia prevista de cincuenta metros.
– ¡Vengan, muchachos, disemínense detrás de las rocas! ¡Déjenlos acercarse más! ¡El tanque está vacío y tenemos que cargarlo! ¡Maldición!
Starr y Grigoroff corrían, agazapados, en dirección al exhalador, donde las rocas eran más altas. El ruso recibió un balazo y cayó a media distancia entre el camión y el exhalador, Starr se tiró a su lado, sobre la tierra.
– ¿Es grave? -le preguntó sin mirarlo.
– Plokho -murmuró el ruso-. Grave.
Los albaneses caminaban en fila lentamente con rumbo hacia el camión.
Little bajó los gemelos. A simple vista, la distancia era de unos sesenta metros. No podía arriesgarse con el apresador de la máquina. Cuarenta metros, treinta y cinco…
– ¡Ahora! -rugió.
Protegiéndose de los disparos de los Stens, Caulec y Stanko estaban agazapados junto al lado izquierdo del camión; los disparos de Starr fueron lanzados por la derecha.
Los tres primeros soldados cayeron a tierra.
El motor del camión se puso en marcha inmediatamente.
Los albaneses corrían a refugiarse detrás de las rocas; pero no las alcanzaron hasta que Starr no hubo obtenido dos cargas más de energía. Un superávit.
– ¿Dijo algo la Convención de Ginebra sobre los reglamentos de guerra en tiempo de paz? -quiso saber Stanko, mientras se arrastraba de regreso al camión.
– Absolutamente nada -le aseguró Caulec-. Las normas de guerra son para aplicarse en tiempo de guerra. En tiempo de paz todo es permitido.
El motor del camión funcionaba suavemente; no obstante en cuanto Little tiró del elevador de energía el motor volvió a detenerse.
– ¿Qué clase de combustible tienen los malditos albaneses? -gritó con furia Little-. ¡No produce ninguna energía!
– ¡No tiene nada que ver con el combustible! ¡Idiota! -le gritó Kaplan-. Lo que sucede es que no conoce el auto. Cada vez que tira del acelerador deja que la energía se escape. No la aumenta sino que la suelta. ¡Qué clase de auto ha estado conduciendo, pedazo de pitecántropo!
Little susurraba excusas. Parecía como si lo hubieran hecho retroceder de las playas de Normandía.
Tratando de ayudar al ruso, Starr se arrastraba hacia el camión. Grigoroff se estaba muriendo. Tenía los ojos clavados en el exhalador. Ahora la distancia era menor que treinta metros. El ruso no hablaba, mas tenía los ojos abiertos con una expresión de horror. Los ojos seguían midiendo la distancia que lo separaba del exhalador. Starr consiguió acercarlo al camión.
– Gracias, Johnny, -murmuró el ruso-. Has salvado mi… no sé qué has salvado… -Sonrió-… Pero la has salvado.
– Olvídate.
El ruso rió.
– Lo haré -dijo.
De la boca le brotó sangre y murió.
Starr por un momento se sintió avergonzado.
No estaba tratando de librar al ruso del exhalador.
Estaba tratando de acercarlo al camión para que el maldito motor arrancase nuevamente.
Ésta había sido exclusivamente una operación de reabastecimiento.
Pero el "rendimiento" de Grigoroff lo había abandonado demasiado temprano y se había desperdiciado. Todos se dieron cuenta de que la última posibilidad ya estaba jugada.
Little se levantó del asiento del conductor entre las balas que volaban alrededor de él, y Starr, que estaba preparado para cumplir un último acto de arrojo respecto del camión, esperó confiado. "No podía dejar de admirar al veterano" comentaría más tarde después de beberse una segunda botella de slivovitz en los cuarteles generales de Belgrado. "Un hombre que está dispuesto a dar la vida en aras del esnobismo es algo bien raro que se denomina un creyente verdadero. Este h… de p… de los barrios bajos de Londres estaba dispuesto a revivir la vida transformándola en, una caricatura: la de un soldado inglés modestamente heroico. Recuerdo haber experimentado indignación y admiración, aguijoneado por el odio que todo buen soldado profesional siente por lo que significan las posturas heroicas y los sacrificios nobles. Mas a pesar de todo, admiré al payaso que esperaba impacientemente que su energía cargase el tanque. Cuando un hombre está dispuesto a morir por un modelo, es el fin de los modelos y el principio de la autenticidad. ¿Qué diablos es lo que hace que el hombre sea un hombre, sino su dedicación a una actitud libremente elegida y asumida? Este esnob de baja extracción social estaba dispuesto a pagar con su vida el precio para ser admitido en el club inglés más exclusivo y elegante de todos: el del desaparecido Imperio Británico de Kipling, lleno de cruces de la Reina Victoria, de sufrimientos inútiles y de oficiales que se excusan corteses.