– Funcionará eternamente -manifestó Mathieu-, o por lo menos hasta que duren los componentes metálicos. La pila se puede sacar para ser usada con otro propósito.
Como el lustrador, lo abrió y les mostró el mecanismo minúsculo, apenas un poquito más grande que una cabeza de alfiler.
El mariscal examinó detenidamente la pila.
– ¿Negro? -preguntó.
Al principio Mathieu no le entendió.
– ¿Negro o vietnamés? -insistió el mariscal.
– No, no lo creo -dijo Mathieu con una sonrisa simpática-. Pienso que es un buen cristiano, la exhalación de un blanco norteamericano. Lo llaman AVISPA. La mejor calidad.
Mathieu volvió a hacerlo funcionar y el mariscal lo aplicó nuevamente con fruición a los zapatos.
28
Los rusos entraron en onda a las 13.30, hora norteamericana. Al Presidente se le había dado apenas un aviso de cinco minutos, y no había habido ningún indicio de emergencia procedente de Moscú ni de Yugoslavia. El comando operativo responsable de la situación en Albania se encontraba en Belgrado, y durante las veinticuatro horas se había mantenido el contacto con el personal de guardia. Todo parecía caminar de acuerdo con los planes y el contacto había resultado solamente una rutina técnica. La operación podía tener éxito o fallar, y esto último significaría un abierto ataque desde el aire contra el "Cerdo", pero, según las informaciones del Servicio de Inteligencia y los reconocimientos aéreos, el ensayo de fisión del exha no se realizaría antes de dos semanas.
El primer indicio de una llamada "en rojo" de Moscú se produjo a las 13 cuando el Presidente estaba sentado frente a un vaso de "bourbon" y un plato de queso casero. Apenas tuvo tiempo de convocar al "equipo": Dean Rexell, el director de CÍA; el secretario de Defensa, a quien hubo que sacar del hospital donde se estaba recuperando de un ataque cardíaco; el general Maxwell Robert, jefe del Estado Mayor Conjunto, que acababa de hacerse cargo el día anterior. Las llamadas automáticas a todo el personal de "alarma uno" todavía se estaban realizando en todas las direcciones. El general Franker, asistente personal del Presidente para los asuntos de seguridad nacional, estaba en Belgrado con Russel Elcott, y como había una situación de frialdad entre el Presidente y su secretario de Estado, se lo dejó durmiendo un sueño reparador. Al Vicepresidente se lo dejó a cargo de los miembros del Congreso. El Presidente llamó también a Dean Edwafds, que estaba en la Casa Blanca en calidad de huésped, y que, si bien no era experto en nada, era una persona de confianza y un verdadero amigo.
Los primeros minutos en la Sala de Control estuvieron dedicados al acostumbrado mal humor que se apoderaba del Presidente cada vez que lo hacían esperar. Su primer comentario al bajar fue un malhumorado:
– Bueno, cuando no es una cosa, es otra.
Luego, sin ninguna razón aparente, pensó en Harry Truman, la vieja mula. Ésa era la clase de ánimo típicamente norteamericana que necesitaba en el momento: un obstinado, tenaz y empeñoso afán por la supervivencia. Sabía que la "emergencia roja A", en la clave de la semana, significaba algo de una enorme importancia inmediata.
Hacía mucho tiempo que el Presidente había llegado a la conclusión de que en la cima de la responsabilidad mundial lo que se necesitaba, sobre todas las cosas, no era genio, ni intelectualidad sobresaliente, sino un fuerte y terrenal sentido común de granjero prudente y un sentido de decencia. El resto era posible alquilarlo o pedirlo prestado. En la cumbre, las cosas se volvían extrañamente elementales y, cada vez más, las decisiones estaban dictadas, no por pensamientos originales, sino por un obstinado y claro atenerse a lo fundamental que empezaba por el dos más dos son cuatro, sucediese lo que sucediese. En los asuntos de vida o muerte que afectaban a billones de seres humanos, el único requisito absoluto que debía tener en cuenta quien ejercía el poder total, era el de desconfiar totalmente del poder.
Como siempre le ocurría en las ocasiones en las que normalmente debía sentirse ansioso e incluso asustado, no siendo el Presidente de los Estados Unidos, y siéndolo exactamente lo mismo, se sentía de un humor pésimo, enojado y agresivo, y como se conocía a sí mismo empezó a concentrarse para controlar su carácter.
Por alguna razón que nada tenía que ver con las informaciones que se había estado recibiendo respecto de los progresos del operativo en Albania, sabía que en unos pocos minutos el "Cerdo" estaría mirándole la cara una vez más, haciendo una mueca particularmente horrible, sucia e históricamente desdeñosa.
Cuando aparecieron los rusos en la pantalla, el Presidente experimentó una sensación extraña, completamente nueva: un sentimiento de alivio, como si estuviera nuevamente entre amigos de confianza. El sentimiento llegó tan inesperadamente y fue tan fuerte que, deliberadamente, reaccionó en contra; no tenía por qué esperar que lo tranquilizaran. Su fuerza se encontraba ahí, alrededor de él. Era el pueblo norteamericano. Una mirada al rostro de los rusos, y supo que se trataba de algo malo y urgente. No tenían cara de asustados sino de desamparados. La expresión de la cara del mariscal Grechko era la de un hombre que acaba de comerse a su perro y está sufriendo de indigestión y de remordimiento. Brezhnev, Suslov, Kosygin -y esta vez también había otras caras de expertos y consejeros -todos parecían haber perdido el control de sus facciones. Primeramente el Presidente pensó en la derrota y, una vez más, se encontró preguntándose a sí mismo por qué sentía tanta aprensión ante la sola idea de que el liderazgo comunista fuese desplazado. De pronto se sintió como si estuviera en presencia de una comisión investigadora de actividades antinorteamericanas- La impresión de desamparo llegó con tal fuerza, que el Presidente tuvo que volver a reaccionar sólo porque necesitaba recuperar el equilibrio. Era el tipo de persona a la que la proximidad del fin del mundo le provocaba la violenta exigencia de tomar café. Pidió uno y también sandwiches.
– Sí, señor Brezhnev.
– Señor Presidente, hace unas pocas horas que hemos conseguido calcular con exactitud la fuerza de la próxima explosión albanesa…
El Presidente se dio cuenta de que en la quinta pantalla de la derecha había una cara nueva, una cara muy joven. La séptima pantalla de televisión estaba vacía.
– El profesor Yuri Kapitza aquí presente…
– Por favor, profesor Skarbinski -llamó el Presidente.
El científico se acercó.
– ¿Quién es esa persona?
– El sobrino de Peter Ka…
– No interesa de quién es sobrino.
– El que está a cargo del proyecto soviético del exha -balbuceó Skarbinski.
El Presidente conectó el círculo exterior.
– Ahora, aclárenmelo -reclamó el Presidente.
– No es solamente una explosión, señor Presidente -respondió el joven Kapitza-. Es una reacción en cadena.
El Presidente estaba empezando a perder la paciencia.
– Señor…¡Eh! Lo siento pero mi generación estaba acostumbrada a regresar del colegio en un coche tirado por caballos. ¿Es que no se puede tener aquí algún vocabulario claro y honesto?
Ambos científicos conversaron por espacio de dos minutos y el Presidente no los escuchó. Miraba la cara de Skarbinski. Estaba de color ceniza. No necesitaba saber más. Comprendía el lenguaje de inmediato.
– ¿Cuáles son las malas noticias? -preguntó secamente el Presidente.
Ahora los rusos se mantuvieron callados.
– Es una reacción en cadena, señor Presidente, -repitió Skarbinski.
– Ya lo he oído. En la práctica, ¿qué diablos quiere decir?
– La aniquilación -dijo Skarbinski-. No física. Psicológica, mental, espi…
– La conozco -aulló el Presidente.
– Los albaneses o el mismo Mathieu han cometido un error de cálculo. Aparentemente es imposible desintegrar la exhalación sin provocar una reacción en cadena, es decir, sin desintegrar el exha humano en todos lados donde se encuentre. Aparentemente hay una especie de unidad…