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– Profesor -preguntó Starr-, ¿es cierto que su colega Mathieu no era muy popular en el círculo más elevado del sacerdocio científico?

Kaplan asintió.

– Si alguna vez existió un advenedizo, Mathieu es el más arrogante de todos -respondió-. Me refiero a la manera injuriosa como despliega los tesoros intelectuales. Sus actitudes pseudo moralizadoras, pseudo idealistas y pseudo humanitarias son una transferencia sin garantías de un científico… bueno, usemos la palabra "genio", a otros campos de la ciencia. Cualquiera sea la brillantez de un científico, en los asuntos políticos, ideológicos y éticos su voz no tiene mayor autoridad que la de un gran pintor, la de un arquitecto o la de un carpintero. Un talento específico, como el del físico, no es transferible de un campo tan específico como el de la física, a otro como la sociología o la ideología. Precisamente Mathieu ha sido constantemente culpable de esto.

– ¿Y qué pasa con su equivocación?

Kaplan estaba llenando la pipa nuevamente. La encendió.

– Me atrevo a decir que será corregida por otros a su debido tiempo.

Starr tragó con fuerza.

– ¿Qué quiere decir?

– Que puede fabricarse una bomba exha perfectamente controlable y limitada en sus efectos -dijo Kaplan con calma-. Los albaneses y Mathieu han fabricado una bomba defectuosa.

– Una bomba defectuosa -repitió Starr casi con timidez.

– Así es. Una vez que se encuentre el error y se corrija, podremos construir una buena.

– Una buena bomba -repitió Starr.

– Una en la que se pueda confiar sobre sus resultados; limitada y predecible en sus efectos. Ahora bien, si erramos y se produce la reacción en cadena, no habrá bombas nunca más. No existirá más la civilización.

– No existirá más la civilización -dijo Starr haciéndole eco. -Si se deshumaniza y se reduce a un estado animal a toda la población del mundo, por medio de una especie de mortífera reacción, psicológica encadenada, ondas que conmuevan y cosas por el estilo, por supuesto la ciencia no existirá más. Sólo quedará una bestialidad atroz.

– Bestialidad -repitió Starr mientras se calzaba las botas. Stanko estaba recostado sobre la espalda, bebiendo malhumorado el slivovitz. Era obvio que algo lo perturbaba profundamente. Al instante se puso de pie y los miró.

– Escuchen, muchachos, -dijo en su duro inglés, haciendo vibrar las erres como si fueran piedras en las cuerdas vocales-. Escuchen camaradas, he estado pensando…

– No piense, señor, -le rogó Little-. No queremos más problemas de los que ya tenemos.

Bajo los rizos indómitos la cara de gitano del yugoslavo mostraba señales de una profunda lucha interna.

– Todo este palabrerío que acabamos de oír, ¿qué significa? Significa que nosotros salvaremos al mundo. ¿Es así?

– No somos nosotros quienes decidimos si está bien o no salvar al mundo -le advirtió Little con firmeza-. Tenemos que salvarlo sin importarnos las consecuencias.

Bueno, lo salvaremos -prosiguió Stanko- Grandes palabras. Supervivencia espiritual. Salvar al alma humana de la desintegración.

– Es la rutina acostumbrada cada vez que alguien quiere salvar al mundo -le recordó Little-. Se la denomina "consecuencia retórica".

– De acuerdo, entonces, -continuó Stanko-. Volvamos a llamar al Presidente. Salvaremos a la humanidad de la desintegración espiritual; pero exijamos ocho millones de dólares depositados en una cuenta en Suiza.

Todos lo miraron. Y hubo un silencio.

– La ética -murmuró Starr.

– Bien, no digo nada -balbuceó Stanko humildemente-. Fue un chiste malo.

No obstante, para Starr lo más difícil de tolerar fue la reacción del capitán polaco. No conseguía entenderlo. El mismo Mnisek le había contado con orgullo que era un católico devoto y, sin embargo, después que habían llegado de Belgrado las noticias de amenaza de extinción de todo cuanto Jesús representaba, la actitud del polaco había sido triunfadora, casi solemne en una tranquila y conformista apariencia de satisfacción íntima y pacífica. Parecía que de las mismas razones que le debían de haber sumido en la desesperación sacaba una fuerza profunda y una gran tranquilidad. Y cuando la luz empezó a declinar y las estrellas aparecieron, y el sol ya hubo caído, dejando algunos fulgores rojizos sobre las rocas que empezaban a obscurecerse, Mnisek se puso de pie, su elegante y esbelta figura vestida con un traje electrónico color kaki se alejó unos pasos del grupo y se quedó parado en el límite con el cielo. Luego hundió la mano en un bolsillo del que extrajo un rosario. El polaco se puso a rezar. Starr cerró los ojos. Nada tenía sentido.

Sentada sobre una roca, la silueta recortada contra el azul del cielo, los brazos alrededor de las rodillas, el jovencito albanés silbaba suavemente. Después del mensaje recibido, había formulado varias preguntas y Little le explicó todo lo que estaba al alcance de comprender. El inglés había agregado que todas las palabras altisonantes que tenían una vibración emotiva y dramática, pertenecían a la retórica acostumbrada en los asuntos de importancia nacional, y que no debía de tomarlas demasiado al pie de la letra. No eran más que metáforas. No se trataba sino de una nueva bomba muy potente e imperfecta, y había que impedir la explosión. El muchacho pareció pensativo; luego se encogió de hombros. Era puro dientes, blancos y brillantes que se destacaban en su morena hermosura.

– Todo lo que tienen que hacer es contárselo al pueblo -dijo el muchacho-. Se rebelarán. No permitirán que esto ocurra. Conozco a mi pueblo albanés. Son águilas.

– ¿No estás un poco asustado, petit? -le preguntó Caulec.

El muchacho rió.

– No. Porque no he traído a mi alma conmigo. La dejé en Belgrado. Es muy bella. Y allí está muy bien, ¿no es así?

– Claro que sí -mintió Starr.

– Pero alguien tiene que decírselo al pueblo albanés. Se alzarán en son de protesta y destruirán de una vez por todas al "Cerdo" de la energía. Iré a decírselo.

– Sí, algún día lo harás -le dijo Starr.

Durante la noche recorrieron los últimos cuatro kilómetros del viaje, siguiendo al muchacho albanés y al resguardo de la luna que iluminaba el camino. Encima de las cabezas millones de centellantes ojos amarillos hablaban de años luminosos y de ausencia.

En el receptor escuchaban voces de soldados albaneses; los ruidos amplificados de insectos que escarbaban; de piedras que caían; de pájaros que soñaban y los de sus propios pasos. Todo colmaba el mundo de terremotos, de oleajes y de montañas que estallaban. Cada vez que desconectaban el aparato, el silencio caía sobre ellos con una sordera total. Los rayos infrarrojos transformaban la tierra en un planeta rojo. Parecía como si caminasen hacia su destino a través de una historia de sangre a través de la sangre necesaria para que esto pudiese suceder.

A las dos de la madrugada, Starr escuchó un grito desgarrante que lo hizo lanzar un juramento de terror antes de apagar el receptor. Muy, muy lejos, cantaba un gallo. Les llevó más de una hora antes de poder ver cómo las estrellas brillaban desde tierra: era el pueblo de Ziv. Siguieron los riscos hacia el Sur y, de pronto a sus pies apareció el valle entero que tenía miles de pilares que brillaban en la noche con un fulgor blanco. -Descanso de diez minutos -ordenó Little. Starr se acostó boca arriba, cerró los ojos y sintió sobre la frente una mano suave y dulce. Se despertó: era la brisa del mar. La noche se apoyaba sobre él con toda su multitud rutilante, y mientras permanecía por unos segundos más, acostado, mirando la estrella del Pastor, el norteamericano pensó con tristeza que de haber tenido unos pocos hombres bien entrenados, dos mil años atrás, en Judea, nunca se habría llegado a esto…