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El Santo Padre empezó a caminar nuevamente por el sendero de cipreses. El aire estaba saturado con la fragancia de las rosas, que a ambos lados del camino, crecían en espesos arbustos. Bajo sus pies, las sombras tenían la inmovilidad de una noche sin viento. El cardenal Zalt se apoyaba con fuerza sobre el bastón.

– Probablemente la situación más extraordinaria de la historia -murmuró-. Todos se dirigen en la misma dirección, pero dándose la espalda.

– Toda la basura y los escombros pesan fuerte sobre ellos y retardan sus progresos -dijo el profesor Gaetano. El Pontífice miró hacia el cielo que se ensombrecía.

– Cuando veníamos ayer en el auto -dijo-, me di cuenta de que el chofer estaba nervioso. Me aseguró que era la hora más peligrosa sobre la ruta, la hora del crepúsculo, antes de que el día se extinga, y cuando la obscuridad aún no está presente. En ese momento el día ya no es suficiente para ver sin faros y aún es demasiado temprano para que los faros tengan alguna utilidad. Éste es el instante peor para la ciencia, cuando la luz no alcanza hasta donde se necesita.

– Existen pocos científicos que tienen interés en la búsqueda -afirmó el doctor Gaetano-. Sólo les interesa la investigación.

Oyeron pasos detrás de ellos y vieron acercarse una delgada y blanca figura que se agitaba como un pájaro: era monseñor Domani.

– Parecería que este jovencito ya no puede caminar -acotó el Santo Padre-, ahora vuela. Es prematuro.

Cuando los alcanzó, monseñor Domani ya casi no podía respirar. Durante las últimas semanas estaba viviendo acosado por la idea constante de que un minuto perdido podía significar que ya era demasiado tarde, lo que lo torturaba doblemente, pues este temor podía interpretarse como una falta de fe. Una vez que hubo encontrado al Santo Padre, se quedó allí, sin resuello, e incapacitado de hablar. Luego recuperó la voz y le dijo al Pontífice que había un nuevo mensaje de la Embajada Italiana de Albania.

31

El descenso hasta el escollo terminaba en un caos rocoso de unos mil metros, que tenía una caída vertical de casi doscientos metros. Era el acceso más difícil al valle, aunque el único al abrigo de las luces que, iluminaban desde abajo cada metro cuadrado de roca.

A mitad de camino alivianaron los equipos mientras que Grigoroff y el albanés seguían bajando. No obstante cuando llegaron al final del descenso, la nariz de Grigoroff sangraba, y estaba en cuclillas, curándose los dedos.

– Soukin syn -murmuró-. El h… de p…

– Hable, hombre, -aulló Little-. ¿Dónde está?

– Se fue -le dijo Grigoroff-. Se fue allí abajo…

Señaló con un gesto hacia las luces que estaban debajo de ellos. Ni siquiera se atrevieron a preguntarle. Si el albanés era un traidor, todo estaba terminado. Los atraparían en pocos minutos.

– No -dijo Grigoroff, sacudiendo la cabeza-. No es así. Se fue para alertar a su pueblo, como nos dijo que haría. Quiere que se rebelen en contra… de esta cosa. El estúpido piensa que si lo saben,-se alzarán en protesta y liberarán a la… energía. Traté de detenerlo, pero…

Se limpió la sangre que le salía de la nariz.

– Un soukin syn vigoroso. Tiene buenos puños.

– Es un maldito aficionado -dijo Little con un fuerte acento cockney que parecía resurgir cada vez que el mayor se sentía furioso-. Nunca confíe en un aficionado; siempre lo repito. Idealismo. Así es como se pierden las guerras. En marcha.

Llegar hasta el camino les llevó casi tres horas y quince minutos, es decir, casi treinta minutos más que el tiempo que habían calculado durante el adiestramiento, pues ahora tenían que cargar el equipo del albanés que contenía partes del cohete del caparazón nuclear que equivalía a una bomba regular de cinco kilos. La última hora no había sido más que un esfuerzo desenfrenado por llegar a la cueva antes del amanecer, y consiguieron ganarle al sol por unos pocos minutos. En el momento oportuno, Starr escribió en el informe que cuando iban descendiendo por el acantilado, colgados de los ganchos, pensó en las famosas palabras de Winston Churchill, después de la batalla de Inglaterra: "Nunca antes en la historia de la humanidad, tanta gente debió tanto a tan pocos". Sólo era una pobre comparación con lo que literalmente cargaban sobre la espalda. "Normalmente no me dejo guiar por lo que se denomina 'el sentido de la historia' escribió el coronel Starr, "pero, de todas maneras, en ese momento, las circunstancias no podían llamarse normales". "Por un instante tuve una imagen muy clara de toda la humanidad, suspendida allí conmigo, cargando sobre la espalda los museos, los Beethoven, las bibliotecas, los filósofos y las instituciones democráticas. En cierta forma era un sentimiento bastante apropiado, puesto que si el coronel Starr del ejército norteamericano se rompía la crisma, quizá fuera menos probable que ello ocurriese, si la crisma hubiera pertenecido a toda la humanidad. De repente mi pescuezo se convirtió en lo más importante desde la creación del mundo, lo que resultaba muy alentador".

A un kilómetro al Este de la cueva, en el sendero, detrás de una gran piedra, dejaron a Caulec. A través del "ojo" rojo alcanzaban a divisar a seis soldados albaneses que montaban guardia detrás de una ametralladora, unos cuantos metros más abajo, sobre el camino. De acuerdo con el plan previsto Caulec debía entregarse a los albaneses a las cinco de la madrugada.

– Ahora, coronel, -sugirió Little-, asegúrese de que haya suficiente luz. Tiene que haber bastante. Por favor, camine hacia ellos llevando las manos bien en alto, y no se les acerque demasiado, quédese allí, de pie manteniendo las manos levantadas o de lo contrario sospecharán alguna emboscada. Quédese sin moverse, y grite que usted es un saboteador norteamericano que ha decidido entregarse.

– Estamos perdiendo tiempo, mayor, -respondió Caulec-. Conozco mi trabajo.

– Pierre, trate de no hacerse matar, -añadió Starr-. Siempre es un error. Si lo matan, nos veremos en el Ritz, allá arriba.

– Y bien, señores, en acción -dijo Little.

La BBC y Eton, otra vez, pensó Starr al escuchar la voz del inglés. Todo está bajo control.

En cuanto estuvieron dentro del refugio, la noche, imperceptiblemente, fue cambiando los colores.

Según las informaciones que poseían, una patrulla militar inspeccionaba la cueva cada dos horas. En el descenso habían perdido cuarenta minutos. Ahora no tenían tiempo suficiente para armar el caparazón nuclear anticipándose a la llegada de la patrulla de las cuatro de la mañana. La tarea les llevaría quince minutos y eran las 3,45. Tenían que esperar. Se tiraron sobre la roca, postrados, casi inconscientes, con el sudor que se convertía en una especie de helada melaza, agazapados detrás de piedras lo suficientemente grandes como para protegerlos de la vista de quienquiera que, desde la entrada, mirara distraídamente hacia adentro; sin embargo, si los soldados cumplían al pie de la letra la inspección, estaban obligados a inspeccionar la cueva entera hasta el fondo. Matarlos silenciosamente no era un problema, pero si una patrulla desaparecía significaba una inspección en el término de pocos minutos. En tal caso la demora en el descenso podía significar el desastre. Little se enderezó apoyándose sobre el codo e inspeccionó con atención los ojos de sus acompañantes.