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– Que se caiga muerto -manifestó Little-. Usted es una vergüenza para su país y para su bandera. Saben, esto es como si estuvieran tratando de quebrantar nuestra fibra moral. No toleraré ninguna conversación derrotista en este grupo.

Luego sucedió algo que aún fue más desagradable.

Stanko, que hasta ese momento había resistido los efectos del escape mejor que los otros, se quedó inmóvil.

– ¿Quién es el campesino? -preguntó con una voz cortante y abrumada.

– ¿Qué campesino? -gruñó Little.

Ahora estaba decidido a no ver nada, ni siquiera a "Su Majestad", la Reina.

– Aquel paisano, allí, el que lleva una cruz -musitó Stanko.

Entonces Little cometió un error garrafal. Miró.

– Un campesino cualquiera -aseguró mientras la cara se le tornaba grisásea, convencido de que estaba perdiendo la razón.

– ¿Por qué está arrastrando la cruz tan pesada sobre las espaldas? -Stanko deseaba saber.

Estaba descalzo y caminaba junto a ellos, doblado por el peso de una gran cruz de madera. Una punta de la cruz descansaba sobre el hombro, casi de la misma manera que la bomba nuclear se apoyaba sobre ellos. Tenía el cuerpo cubierto por una sábana blanca y toda su apariencia era tan familiar que se tenía la impresión de haber encontrado a un viejo compañero de escuela.

El inglés se aclaró la garganta y se recobró. Sólo existía un escape cultural; ilusiones producidas por el bien conocido efecto alucinante de la exhalación. Les habían prevenido que podía suceder. Escape cultural, no era más que eso. Música. Arte. Sinfonía. Museos. Poesía. Esa clase de cosas. Pero no había tiempo para hilar fino.

– ¿Qué les sucede, señores? -aulló-. Un campesino albanés perfectamente honesto que lleva la cruz al trabajo.

– ¿QUÉ? -rugió Starr.

– ¿Por qué tendría un campesino albanés que llevar una cruz al trabajo?-Stanko deseaba saber.

– Bueno, parece que aquí lo hacen así, y no hay más que eso, -gritó Little-. Probablemente no tienen suficientes tractores.

– Sobre la cabeza lleva una corona de espinas -aseguró Stanko.

– ¿Qué corona? Allí no hay ninguna corona -les explicó Little-. Espinas completamente comunes. Es todo.

– ¿Por qué?

– Una costumbre local -gritó el inglés.

– Mayor, -dijo rápidamente Starr-. Está llorando.

– No lo puedo evitar. Todos tenemos nuestros problemas.

– ¿Y qué pasa con la cruz? -insistió Stanko.

– Escúcheme, hombre, esta bomba de por sí ya es demasiado pesada. No voy a ayudar a un campesino albanés a llevar la cruz adonde sea que la lleve.

Se irguió un tanto, mirando hacia adelante. Nunca en la vida Starr había visto a un hombre tan indignado.

– Caballeros, considero terminado este incidente.

– ¿Incidente? -musitó Stanko-. ¿Terminado? ¿Se da cuenta, señor, de lo que está diciendo?

– Cállese. Se lo ordeno. El incidente está terminado.

Pero no lo estaba.

Durante casi todo el tiempo que estuvieron tambaleándose bajo el peso de la bomba, mientras se dirigían hacia el lugar de la desintegración, el "campesino" les hizo compañía, llevando la gran cruz que abarcaba todo el cielo. Entonces los organismos empezaron a acostumbrarse al efecto secundario de la exhalación, cosa que había sucedido durante la historia de la humanidad, sobreviniendo el acostumbramiento de la conciencia y de la sensibilidad. El escape cultural perdía su fuerza y su impacto, y los seis profesionales se encontraron otra vez solos, sin nadie junto a ellos, entre dos filas de soldados de ojos asesinos que empuñaban las armas.

El "Cerdo" ahora estaba a una distancia de pocos metros y Starr se sorprendió al ver que no tenía ningún parecido con el dibujo estructural que, tan a menudo, había estudiado en las fotografías de reconocimiento. "Llámeme un puritano norteamericano, señor, pero la idea de que el h… de p… le había dado la forma del Partenón al mecanismo donde sería desintegrada la exhalación, me llenó de furia y, de alguna manera, por primera vez desde que se me había asignado el trabajo, hizo que todo el asunto alcanzara un nivel de hombre a hombre. Me aparto mucho de la índole que corresponde a la redacción de este informe, pero en ese momento, cuando me tambaleaba bajo el peso de la bomba en dirección al objetivo, al levantar los ojos hacia el "Cerdo", vi que Mathieu le había dado la forma del Partenón y, en mi profundo cansancio, de lo único que me di cuenta fue del sentimiento agudo que experimenté, como si hubiese recibido un insulto personal, aunque entonces no entendí el porqué. El hombre pensaba desintegrar la exhalación y consumar nuestra deshumanización final, empleando un mecanismo que tenía la forma de la cuna de la esperanza y de la libertad que fueron el nacimiento de la civilización. Creo que, tal vez, fue otro efecto secundario del escape cultural, una alucinación, porque luego, al acercarnos más al "Cerdo", éste se convirtió en algo que no difería mucho de nuestros centros de energía".

Caulec, de pie, dentro del auto descubierto, había mirado miles de veces el modelo de la desintegración durante el tiempo que duró la instrucción del operativo. Sin embargo, nunca se había dado cuenta de que Mathieu le había dado al mecanismo la forma casi idéntica de la catedral de Chartres. El profesor Dalls, en un informe que había preparado para el gobierno francés, compararía los efectos secundarios del así llamado escape espiritual de la exhalación, con las alucinaciones místicas y artísticas que eran producidas por algunos hongos mejicanos.

En la entrada del "Cerdo" había tres puestos de control y Caulec respiró aliviado al ver que el comando pasaba, mientras que los oficiales albaneses les abrían paso a los saboteadores. Toda la zona que rodeaba al "Cerdo" se parecía a las fotografías de los campos de exterminación nazis rodeados por alambres de púa, y algunos de los exhaladores eran utilizados también como torres de control. Tenían nidos de ametralladoras construidos en la parte superior sobre plataformas de madera. "Tal vez el aspecto más desagradable", escribió Starr, "era el sistema de circulación, es decir, la red de caños por donde pasaba la exhalación hasta la cámara de desintegración. Los canales retorcidos, intricados y de aspecto torturado, estaban instalados por todo el valle alimentando al 'Cerdo'. Producían un efecto profundamente deprimente, pues brindaban una imagen casi gótica del martirologio como la que los artistas cristianos han impreso en nuestras mentes desde el medioevo.

Caulec bajó del auto. No era un momento propicio para curiosidades personales o de orden psicológico, pero no pudo evitar fijar la mirada en la cara de Enver Hoxha.

Era granito puro, materia, Gran Energía. El hombre merecía gobernar un país infinitamente más grande que Albania. Era evidente su total impermeabilidad a los efectos secundarios culturales del escape de la exhalación.

En toda la vida profesional Starr nunca se había sentido más descansado y seguro. Oficiales y NCO habían formado una pared protectora alrededor de ellos, enfrentando a sus propios soldados, llevando ametralladoras en la mano y dispuestos a disparar ante la más mínima señal de desobediencia.

Entre los albaneses, el único hombre cuya cara demostraba alguna reacción era el general Cocuk. Se la veía hinchada, roja de odio, y era reconfortante saber que tenía algo de humano.

En el cielo, por encima del valle, se veían águilas o buitres describiendo círculos, sin poder diferenciar de cuál de los dos pájaros se trataba.

36

Estaban detenidos en la entrada del "Cerdo", el blindaje en el suelo, junto a ellos, las obscuras cuerdas electrónicas enrolladas sobre la tierra como si estuvieran unidos al arma por serpientes, en una monstruosa transfusión mortal. Alrededor, dos mil soldados los vigilaban. En un automóvil, el alto comando albanés constituía una masa inmóvil de hombros, charreteras, pechos, medallas, cuellos gordos y caras solemnes, severas y rígidas. Un desfile del Día de la Primavera, pensó Starr mientras esperaba que Kaplan se desenredara del cable; luego entraron en el "Cerdo". Según el diagrama, el "cerebro" debía encontrarse en el fondo del túnel, a la derecha. Mientras caminaban acompañados por los ansiosos albaneses que les mostraban el camino, Starr experimentó una aguda, profunda y casi insoportable sensación de miseria y de angustia y emitió un juramento silencioso, furioso consigo mismo por haber sido una presa tan fácil del efecto depresivo de la exhalación. En las patas del "Cerdo" la concentración era aplastante. Tiempo después, el profesor Kaplan le dijo que el medidor del combustible marcaba ciento setenta mil unidades, aproximadamente un rendimiento casi el doble del escape final anual. Como efecto psicológico debía de ser agobiante. En cada máquina que los rodeaba se escuchaba el ruido acelerado y regular de la exhalación, y la aleación de pascalita -allí la llamaban estalinita -brillaba en el fantasmagórico color blanco-perlado. Una vez que se soltara la exhalación, dado el relativamente bajo índice de mortalidad de los albaneses, Occidente dispondría de una tregua de veinte meses, tiempo suficiente para conseguir un nuevo entendimiento con China.