Se volvieron locos. Ninguno de ellos pudo recordar la reacción, porque la sola fuerza del escape cultural fue tan anonadante que perdieron el sentido total de la realidad. No duró mucho tiempo -la velocidad de ascenso fue fabulosa- y Starr, fue el primero en recuperarse. En la recuperación de su sobriedad tuvo la ayuda del cuadro que constituyó la curiosa reacción de Komaroff respecto de lo que sus ojos habían visto. Levantando el puño por encima de la cabeza, a la manera del viejo saludo del Frente Popular, poniendo cara de demente, en un heroico gesto de negación comunista a la sola sugerencia de una belleza extraterrena, se puso a cantar la "Internacional" como una autodefensa y actitud de protesta, una especie de reflejo de Pavlov.
El que se mostró menos impresionado fue Little. Con ojos de desaprobación, miraba el cielo que aún brillaba. No había duda de que consideraba los acontecimientos como algo totalmente no inglés. Durante las interminables discusiones que fueron el resultado de lo que cada uno vio -y era evidente que las características personales y los antecedentes culturales tenían un papel decisivo- el mayor permanecía deliberadamente al margen. Cuando Starr le preguntó directamente qué había visto y sentido en el momento, Little murmuró "chocante" y no dijo más, pero ante las indagaciones indignadas de los otros, hizo un comentario tan arrogante que los dejó mudos:
– He llegado a la conclusión de que Mathieu es un gran pintor -y todos lo miraron con un dejo de reverencia.
La cara de Enver Hoxha estaba de color ceniza y todos los oficiales y soldados albaneses se quedaron anonadados. Starr pensó que tendría que pasar bastante tiempo hasta que las tropas que habían presenciado la liberación pudiesen recuperarse y ser de alguna utilidad. Era probable que el partido tuviese que reeducarlas siempre.
Ahora la esfera era negra de un negro carbón ordinario y común. La exhalación la había abandonado y en el mecanismo sólo quedaba el genio del hombre.
38
En el camión blindado se llevaron la estatua del mariscal Enver Hoxha. Un monumento de granito. Era la única manera de describir la carencia total de emoción demostrada por el dictador mientras estaba sentado entre ellos, ya que tampoco se la podía llamar dignidad o fortaleza, pues sólo estaba basada en veinticinco años de poder absoluto. Igualmente, era un monumento impresionante, pensaba Starr, una buena y sólida obra de artífice, y no podía haber dudas sobre cómo lo extrañarían en el desfile del Día de Stalin, en la Plaza Roja de Tirana.
La bomba, de aspecto horrible y deforme, estaba en el camión abierto junto a ellos. Se notaba que los albaneses cumplían estrictamente las órdenes que se les habían dado y no daban ninguna señal de compañerismo. Estaban solos en la ruta militar que conducía a la frontera, y las montañas que se alzaban hacia el sol. Ahora la única protección era el rehén, si querían evitar la captura y sobrevivir.
Mathieu, sentado junto a la muchacha, la sostenía rodeándole los hombros; la cabeza de May descansaba sobre su hombro. Tenían el aspecto de todos los enamorados que se han olvidado del resto del mundo y cuya única ocupación es la felicidad personal.
– ¿Dándose por vencido, monsieur le professeur? -preguntó Starr enojado, pues siempre es irritante para un profesional austero sorprenderse en una actitud de envidia y de amargura ante el espectáculo del amor.
– ¿Por qué?
– Se lo ve feliz. ¿Y qué sucede con el mundo?
– No creo que dure mucho tiempo, a menos que el arma que está aquí tenga un buen sistema de seguridad.
Little se inclinó hacia adelante y puso en marcha el seguro, musitando disculpas, como si fuese un escolar que hubiera olvidado cumplir con sus deberes y que con ello hubiese acarreado el fin de la civilización.
Luego Starr consideró que el momento era oportuno para una broma y abrió la cantimplora.
– Bueno, soldados -dijo-. Valía la pena probar.
Todos miraron al norteamericano y los ojos sospechosos de Little se fijaron en él lentamente.
– ¿Puedo preguntar qué es lo que quiere decir exactamente? -le preguntó con un acento marcadamente nasal.
Starr vació la cantimplora y la tiró. Luego se quedó en silencio, mirando al cielo, manteniendo los brazos unidos detrás de la cabeza.
Mathieu les dio el mensaje.
– Creo que sé qué es lo que piensa el amigo de ustedes -les dijo-. El de ustedes, messieurs, ha sido un fracaso valiente, aunque, a pesar de ser verdad, no están en condiciones de darse cuenta. La bomba había sido disparada hace mucho tiempo, el proceso de desintegración se había iniciado y estaba terminado. Nos hemos deshumanizado, y la característica fundamental de este hecho es que ya no tenemos lo que necesitamos para darnos cuenta de que así es.
Todos rieron como correspondía a hombres verdaderos, a realistas endurecidos y lúcidos sin paciencia para las finezas intelectuales. Sin embargo, el alegre Stanko encontró la respuesta correcta que llegó a través de dientes relucientes.
– Se equivoca, profesor. Es suficiente ver la manera como usted sostiene a la chica en los brazos y la forma en que ambos se miran para saber que hemos salvado lo que vinimos a salvar, y que aún somos bien humanos, tan humanos como humanamente es posible serlo y que por esta acción heroica (quiero decir el seguir siendo humanos, contra todos los obstáculos) nos merecemos una admiración enorme juntamente con una medalla especial al valor.
– La única pregunta sería: ¿Cuántas veces más puede salvarse a la civilización sin que la misma sea destruida durante el proceso? -musitó Caulec.
– Bueno, bueno, caballero -intervino Little-. No nos metamos en esta clase de conversación francesa. Aún nos quedan varios problemas serios por delante.
Hasta ese momento Grigoroff había estado conduciendo; luego lo reemplazó Little. En un rincón del camión, el profesor Kaplan estaba malhumorado. Se encontraba abiertamente resentido y fastidiado; Starr pensó que sabía el motivo. El egocentrismo del científico había sido herido. Le habían robado el momento del triunfo: al fin y al cabo, Mathieu no había cometido un error.
A lo largo de la ruta todavía no había soldados. Los albaneses se atenían a los términos que habían aceptado. Admirado, Starr seguía mirando a Enver Hoxha: gracias a Dios por el culto personal.
Starr deseaba saber cómo Occidente y los rusos se harían cargo de la "opinión pública mundial". Pero por supuesto ni Albania ni China dirían una sola palabra, pues hubiesen tenido que decir demasiado. La liberación de la exhalación y la tentativa de desintegración eran cosas que no querrían dar a publicidad. Habían mantenido a los pueblos beatíficamente ignorantes de la nueva y terminante manera de capturar para siempre la energía de las vidas, así como de la misma existencia de los "réditos inmortales". Un paso hacia adelante tan gigantesco, en el camino de la energía y de la productividad, requeriría condicionar las ideologías y la psicología, o "indoctrinados", como decían, en una escala sin paralelo. El hecho de que la conducción política y científica había cometido un terrible error de cálculos, tenía poca probabilidad de figurar en la nueva edición del Libro Rojo de Mao.