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En el hecho de emigrar había algo de irreal, algo que recordaba la idea de la vida ultraterrena. Es decir, se podía intentar empezar desde el principio. Librarse del lastre del pasado.

En cuanto a su realización personal, la vida de Marusia no se arreglaba. De hecho no se podía decir que se hubiera casado. A sus numerosos amigos o los envidiaba o los despreciaba.

En casa de los padres se sentía como si estuviera en un asilo de ancianos. Es decir, con todo hecho, pero sin perspectiva real alguna. El sueño, el televisor y los artículos de las tiendas especiales. Y los novios, los subordinados de Fiódor Makárovich que en lo fundamental se esforzaban por caerle bien a su jefe.

Marusia lo tenía claro: tres años más y todo estaría perdido para siempre…

Tsejnovítser le hablaba con tanta insistencia del matrimonio ficticio —en estos mismos términos: ficticio—, que Marusia le dijo:

—Antes me querías como mujer.

Tsejnovítser le contestó:

—Ahora te veo como persona.

Marusia no sabía si ofenderse o alegrarse. Y finalmente se ofendió.

Al parecer así están hechas las mujeres. No les gusta perder a sus admiradores. Incluso a tales como Tsejnovítser…

De palabra, la emigración parecía algo real. Pero, si una se paraba a pensar, al momento surgían infinidad de interrogantes.

¿Qué será de los padres? ¿Qué pensará la gente? Y lo principaclass="underline" ¿qué hará ella en Occidente?

Incluso ir al Registro de matrimonios con Tsejnovítser ya era un problema. El novio seguramente ni tenía un traje apropiado. Porque no le ibas a decir al inspector que el matrimonio era ficticio…

Luego empezaron los extraños encuentros junto a la sinagoga. No se sabe qué "Actos de despedida". Conversaciones con periodistas extranjeros. Marusia empezó a visitar exposiciones de pintura de izquierdas. Pasaba a máquina en su Olympia los relatos prohibidos de Shalámov y Dombrovski. Intentaba leer en el original a Hemingway.

Sus padres sospechaban algo, pero callaban. Marusia se vio obligada a darles una explicación.

Cómo fue aquello es mejor no contarlo. Más aún cuando parecidos dramas se representaban en muchas familias de altos funcionarios.

Los padres acusaban a sus hijos de traición. Los hijos despreciaban a sus padres por su espíritu lacayo y conformista.

Los reproches mutuos se trocaban en llanto. Tras las ofensas venían los besos.

Fiódor Makárovich sabía que a resultas de todo aquello debería pedir la jubilación. Galina Timoféyevna sabía que no volvería a ver a su hija.

En octubre Marusia se registró como esposa de Tsejnovítser. Para el Año Nuevo recibieron el permiso. El nueve de enero estaban en Austria.

Llegado a Occidente Tsejnovítser cambió al momento. Se convirtió en un patriota judío, orgulloso, sabio y algo insoportable. Se reunía con los representantes de la HIAS[16], llevaba la estrella de seis puntas y soñaba con casarse con una judía.

Tsejnovítser cumplió las condiciones del matrimonio ficticio al pie de la letra. Se llevó a su mujer a Occidente. A cambio Marusia cargó con todos los gastos e incluso le compró una maleta.

Llegó el momento de la despedida. Tsejnovítser salía en avión para Israel. Marusia debía recibir el visado americano.

Marusia le decía:

—¿Cómo vas a vivir en Israel? ¡Si ahí sólo hay judíos!

—No importa —le contestaba Tsejnovítser—. Ya me acostumbraré…

A Marusia le daba pena despedirse de Tsejnovítser, pues él era la única persona de su vida pasada.

Marusia sentía cierto afecto por este orgulloso, engreído y agresivo fracasado. A pesar de todo, algo hubo entre los dos. Y si lo hubo, ¿tiene importancia acaso que fuera malo o bueno? Y si hubo algo, ¿cómo iba, en realidad, a desaparecer?

Marusia no lo acompañó al aeropuerto. Al pequeño Liova el tercer día le dolía la garganta.

Marusia observaba por la ventana cómo Tsejnovítser se subía al autobús. Le parecía tan patoso bajo el pesado fardo de sus grandes ideas. Su paso era decidido, como el de un ciego mimado.

Al cabo de una semana a Liova le extirparon sin problemas las amígdalas. Los acompañó al hospital miss Cook, de la Fundación Tolstói. Para entonces ya habían recibido el visado.

Dieciséis días después Marusia aterrizaba en el aeropuerto Kennedy. En las manos llevaba un paquete de palomitas de maíz. A su lado merodeaba Liova soñoliento. Al ver a dos negros el niño se puso a berrear. Marusia le decía:

—¡Liova, cierra la boca!

Y añadía:

—Lo que es en la voz, has salido a tu padre…

TRAS EL NAUFRAGIO

En el aeropuerto esperaban a Marusia Lora y Fima. Lora era su prima por parte de madre. La madre de Lora, tía Nadia, trabajaba de simple correctora. Su marido, el tío Saveli, daba clases de gimnasia.

Lora llevaba el apellido de su padre: Melinder.

Los Tataróvich no despreciaban a los Melinder. A veces se llevaban a Lora a la dacha. Y en contadas ocasiones visitaban a sus parientes en Dergachevo. Marusia le regalaba a su prima vestidos y jerseys. Y al hacerlo le decía:

—El azul quédatelo, el verde aún lo llevaré un poco…

A Marusia ni se le pasaba por la cabeza que Lora pudiera ofenderse.

Lo cierto es que las primas no eran amigas. Marusia era una muchacha guapa y frívola. Lora una chica leída y callada. De su cara triste se decía que era bíblica.

La vida de Marusia transcurría ruidosa y alegre. La existencia de Lora era pausada y tediosa.

Marusia se quejaba:

—¡Todos los hombres son tan descarados!

Lora levantaba fríamente las cejas y replicaba:

—Pues lo que es mis conocidos, se comportan correctamente.

Y oía a modo de respuesta:

—¡Mírala, de qué presume!

Los Tataróvich no evitaban a los Melinder. Sólo que los Melinder pertenecían a otro ambiente social. En los viejos tiempos a esto se llamaba parientes pobres. De modo que las primas se veían muy poco.

Musia oyó de alguien que Lora se había casado. Que su marido era un ayudante llamado Fima. Pero no lo conoció hasta llegar a América…

La emigración fue para Lora y Fima su viaje de novios. Decidieron instalarse en Nueva York. Al cabo de un año ya hablaban soportablemente el inglés. Fima se inscribió en unos cursos de contable, Lora se colocó de aprendiz con una manicura.

Las cosas les iban fantásticamente. Al cabo de unos meses ambos consiguieron trabajo. Fima se colocó en una poderosa corporación textil. Lora trabajaba en una peluquería con clientas americanas. Lora decía:

—Casi no trabajamos con rusas. Nuestros precios son demasiado altos.

Lora ganaba quince mil al año. Fima, el doble.

Al poco se compraron una casa. Era un pequeño edificio de ladrillo en Forest Hills. Entonces las viviendas en aquel barrio no eran muy caras. Por lo general allí vivían coreanos, indios y árabes. Fima decía:

—Con los rusos prácticamente no nos tratamos…

Fina y Lora se enamoraron de su casa. Fima arregló él mismo la canalización y el tejado. Luego puso corriente en el garaje. Lora entretanto compraba cortinas y objetos de cerámica.

La casa era acogedora, hermosa y relativamente barata. El periodista Zaretski, al que Lora conoció en el HIAS, la llamaba "mausoleo". El viejo sentía franca envidia por el bienestar de los demás…

Lora y Fima eran una joven pareja feliz. La felicidad era para ellos algo tan natural y orgánico como la salud. Les parecía que todas las cosas desagradables se daban entre la gente enferma.

Lora y Fima oían que algunos emigrantes vivían mal. Seguramente sería gente poco sana, con un carácter horrible. Como el del periodista Zaretski.