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Lora y Fima vivían en concordia. Vivían tan bien que a veces Lora exclamaba:

—¡Fimka, qué feliz soy!

Vivían tan bien que a veces se inventaban algunos disgustos. Por la noche Fima frunciendo el ceño decía:

—Esta mañana he estado a punto de atropellar a un ciclista.

Lora ponía ojos de asustada.

—Ve con cuidado. Te lo ruego, ve con más cuidado.

—No te preocupes, Lórik. ¡Tengo unos reflejos excelentes!

—¿Y el ciclista? —preguntaba Lora.

Solía pasar que Fima llegaba a casa con cara culpable.

—¿Estás disgustado? —preguntaba Lora—. ¿Qué sucede?

—¿No te enfadarás conmigo?

—Di; si no, me pongo a llorar.

—Júrame que no te enfadarás.

—Habla.

—Pero no te enfades. Te he comprado unas botas italianas.

—¡Estás loco! ¿No decidimos que íbamos a ahorrar? Enséñamelas…

—Es que me entraron unas ganas tan locas. Hasta el color es original… Un marrón…

Aquel sábado por la mañana Fima y Lora se tomaron un largo desayuno. Luego fueron de compras. Después vieron la televisión. Luego se durmieron en la veranda. Más tarde alguien llamó al timbre. Era un telegrama de Viena. Marusia llegaba por la mañana, en el vuelo 264. A las siete y media había que salir para el aeropuerto.

La recibieron con alegría. Ya la primera noche se quedaron charlando hasta las tres. La televisión estaba apagada. Fima preparaba cócteles. Marusia y Lora primero se instalaron en la alfombra. Lora dijo: "Así es más agradable".

Pero luego se trasladaron al sofá.

Lora le preguntaba por décima vez:

—Pero ¿por qué te has marchado? Y además con un niño pequeño.

—No lo sé. Salió así.

—Que se vayan los disidentes, los judíos, o, por ejemplo, los criminales, lo entiendo…

—Siempre estaba de mal humor.

—¿Cómo?

—Tenía la impresión de que ya lo había tenido todo…

Marusia quería que la comprendieran. Aunque muchas cosas no las entendía ni ella misma.

—Así era, lo tenías todo: diversiones, admiradores, vestidos… Y de pronto, vas y te marchas.

—Tuve un sueño.

—¿A ver?

—Me salían unas alas. Luego parecía que volara sobre la ciudad y fuera apagando todas las bombillas.

—¿Bombillas? —se interesó Fima—. Está muy claro. Según Freud esto significa insatisfacción sexual. Las bombillas simbolizan el pene.

—¿Y las alas?

—Las alas —contestó Fima— también simbolizan el pene.

Marusia replicaba:

—Por lo que cuentas, vuestro Freud no es peor que Razudálov. Sólo tiene eso en la cabeza…

—Pero, de todos modos —preguntaba Lora—, dime, ¿por qué te marchaste? La política no te decía nada. Materialmente estabas bien. El antisemitismo no te afectaba.

—¡Sólo faltaba!

—Entonces, ¿de qué se trata?

—Pues de nada. Me marché y ya está. Me apeteció verte a ti… A Fima…

Sonaba el tocadiscos. El hielo tintineaba acogedor en los vasos. Olía a pan caliente, recién tostado. Tras las ventanas reinaba la oscuridad.

Por la noche les entró hambre.

—Fima, cielo, tráenos el cake de la nevera.

A Lora le resultaba agradable que su casa se viera cómoda y descuidadamente arreglada. Que de las paredes colgaran litografías de Shemiakin y que en la nevera hubiera tarta. Tener en el garaje un coche japonés y que los armarios se hallaran llenos de ropa de calidad.

Ya a la mañana siguiente Lora le decía a su marido:

—Que se quede en casa. Que se quede cuanto quiera… No quiero vengarme de las humillaciones que he sufrido de joven. No quiero hacerle patente mi superioridad… Estaremos por encima de esto… Le responderemos con el bien al mal que me ha hecho… ¿En qué piensas?

—¿En qué? ¡En lo maravilloso que es tenerte a ti!

—Y yo, cariño, ¡a ti!

Lora le regaló a Marusia un suéter y unas zapatillas. Marusia ni siquiera se las probó.

Lora le ofreció a Marusia y al niño una habitación aparte. Marusia ni siquiera le dio las gracias.

Lora le propuso: "Toma de la nevera todo lo que te apetezca". Pero Marusia se conformaba con las patatas chips.

Los teatros no le interesaban. En las tiendas sólo miraba los juguetes para niños. El Broadway nocturno le pareció ruidoso y sucio.

Así pasó una semana.

El sábado llegó un invitado: G. K. Applebaum, un gordinflón desinhibido y parlanchín. Era manager en la corporación donde trabajaba Fima. Los cuatro asaron salchichas en el patio posterior y bebieron Budweiser.

Esta vez G. K. vino solo. Antes, le contó Lora, solía venir con su novia, Karen Roach.

A la pregunta: "¿Y Karen?", el manager respondió:

—Me ha dejado. Me he sentido desesperado. Me he comprado un coche nuevo y mudado de casa. Ahora soy feliz…

Marusia le gustó. Applebaum quiso aprender ruso. Marusia le cantó unas cuantas coplas. Por ejemplo esta:

Construyeron un cohete,

a la Luna ha de llegar.

Yo en aquel sin par cohete

a mi esposa he de mandar…

Fima tradujo el contenido.

Cuando Applebaum se despidió y se fue, Marusia dijo:

—¡Para mí que es un cretino!

Lora se indignó.

—Simplemente G. K. es un típico americano con los nervios sanos. Si los rusos no hacen más que sufrir y quejarse, los americanos son de otra pasta. La mayoría son optimistas por principio…

Lora le explicaba a Musia:

—En América se valora a los fuertes, bellos y desvergonzados. Es un país de hombres de acción y de gente que sabe lo que quiere. Los americanos desprecian sin excepción a los fracasados. Aquí uno puede contar sólo consigo mismo…

—En América —tomó la palabra Fima— hay que cambiarse de ropa cada día. Una vez olvidé cambiarme y Applebaum me preguntó: "¡¿Dónde has pasado la noche, amigo?!".

Durante el día Marusia cuidaba de Liova, que no le daba demasiado trabajo. Y más cuando, en lugar de los pañales de ropa, Marusia empleaba unos desechables, cómodos y baratos.

Estos pañales desechables fue lo primero que Marusia apreció de Occidente. Además, le gustaban las patatas chips, los pistachos y los multicolores platos de papel. Comes, los usas y a la basura…

Musia se sentía intranquila. Tenía que buscar urgentemente trabajo. Y más cuando mandó a Liova a una guardería.

Primero el chico lloraba, pero a la semana ya hablaba en inglés.

En cambio, Marusia no paraba de pensar en qué podía hacer. En la URSS Marusia era una intelectual de amplio espectro. Podía trabajar donde quisiera. Desde en el Ministerio de Cultura hasta en un periódico local.

¿Pero aquí? ¿En el cine, la televisión, la radio, un periódico? En todas partes necesitaba, al menos, saber inglés.

Programadora no quería ser. Enfermera o criada, aún menos. Le irritaban por igual los números, las enfermedades ajenas y los niños de los demás.

Atrajo su atención el anuncio de unos cursos de joyería. En principio la cosa estaba relacionada con las joyas, y de joyas Marusia entendía.

Los cursos de joyería ocupaban todo el tercer piso de un gran edificio de bloques algo siniestro en la calle Catorce. Regentaba el centro mister Higby, un hombre con la apariencia de un oficial moderadamente aficionado a la bebida. Este le dijo a Marusia a través de un traductor:

—He estudiado diez años para pintor y me he convertido en un desgraciado joyero. ¡¿Esto es vida?!

En el taller trabajaba de traductor un emigrante de Borísopol, Lionia. Tenía intención de abrir en un futuro una tienda de artículos de joyería. Lionia decía:

—En esto siempre me ganaré honradamente mis copecs… Todos los aprendices se dividieron en grupos. A cada uno se le entregaba un juego de instrumentos. Y cada uno tenía en su mesa un soldador, un torno y un soporte.

En una esquina zumbaba sin cesar una tetera niquelada. Junto a ella se alzaba una estantería de roble. Allí, en unas cajitas especiales, se guardaban los trabajos de los antiguos alumnos. A Marusia le parecieron sosos. Cierto Barry Lewis forjó en plata unos órganos genitales en miniatura…